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jueves, 14 de marzo de 2013

Vientos de esperanza y amistad.


Sin duda que el día de ayer fue de muchas emociones, algo eufóricas por parte mía (risas). Ví unas fotos de sus primeras horas de pontificado: aparición del balcón, visita a la Iglesia de Santa María Mayor y dejar flores a la Virgen como un peregrino más y la misa con el Colegio Cardenalicio en la Capilla Sixtina.
La celebración de la Eucaristía fue muy austera, muy sencilla, con una homilía de 7 minutos pero bastante clara y sin tapujos, doliera a quien le doliera. Y es cierto lo que dijo: que si no confesamos a Cristo en nuestros ambientes, la cosa no funciona. Ni siquiera apareció con los zapatos rojos propios del Pontífice (que simboliza la sangre derramada de los mártires), sino que mantuvo sus zapatos negros. Podemos ser laicos, acólitos, agentes pastorales, sacerdotes, obispos, arzobispos, cardenales o Papas, pero no siempre somos discípulos de Jesús de Nazaret. Y eso, para tenerlo claro, todo ello es solamente servicio, no ascensos.
Rehusó la limusina preparada para él, decidiendo viajar acompañado en bus con los cardenales, en un ambiente casi de amigos. Mi corazón me recordó las palabras del Papa emérito Benedicto XVI en el que dice que él no es el protagonista, sino el mismo Cristo. Pero también me iluminó con el texto de San Juan en el que Cristo dice a sus discípulos en la Última Cena: "Ya no los llamo siervos, porque un siervo no sabe lo que hace su patrón. Los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que aprendí de mi Padre". Me alegró mucho ver en estos días a un Colegio Cardenalicio no dividido, sino unido, como amigos, como una familia. Un Colegio Cardenalicio al que no tenemos nada que envidiar al Colegio Cardenalicio de la serie Los Borgia: ambiciosos, egoístas, víboras, aserruchándose el piso unos a otros, y que así ha querido describir la prensa y alguno que otro "vaticanista" por ahí. Y entre Papa y cardenales, solo ví unión en las imágenes de la subida al autobús, todos juntos, una amistad en torno a Cristo. Esa calidez y jovialidad genuinas, propia de la sencillez, al parecer la ha transmitido a ellos y a todo el mundo en el balcón vaticano.
Por hoy, compartiré fragmentos de otro libro, llamado "Vaticano 2035". Una ficción histórica ambientada en el futuro, que toca temas polémicos pero con mucho tacto. Los fragmentos que elegí corresponden al cónclave y elección papal. Esta vez es un italiano, pero también escoge otro nombre y como es de esperar, transmite calidez. Mi intención es compartir esa alegría, pero también recordar con cariño a 3 amigos que han estado conmigo en los últimos meses, del que una amiga me ha ayudado en mi conversión personal.
 
 
 
 
ACEPTO.
No hubo maniobras no retrasos ni largas discusiones.
El martes 12 de marzo de 2030, hacia el mediodía, la larga fila de los cardenales entra en el cónclave y la puerta de la Capilla Sixtina se cierra tras ellos. En ese instante, los grandes electores, quieren ver proseguida la obra abierta por el “Papa del siglo”, el “Papa de los sacramentos”, no tienen ninguna duda.
Permanece una única incógnita: entre los que nombró Pio XIII, ¿No se dejarán tentar algunos por la posibilidad de hacer marcha atrás?
En la primera vuelta los votos se dispersan, pero más de dos tercios de los votantes apoyan a candidatos de los que se sabe que continuarán la obra de Silvestre III.
Paul ha comprendido. Sabe que la segunda vuelta puede ofrecer a Giuseppe la cátedra que el mundo entero espera que ocupe. El “heraldo de África” hace saber que no quiere votos que recaigan en su persona, y Ruardo hace lo mismo. “La historia no acepta platos recalentados”, dijo en una ocasión el hijo de Duala. Paul tenía sueños, y ha aprendido a amar a otros: sueños por la Iglesia, sueños reconciliados que sabe que jamás encarnará, porque él es “el que lleva la espada”, el que “ha traído el fuego a la tierra”.
Giuseppe calla. Giuseppe sigue alimentando su duelo, sin oír los comentarios entre las dos vueltas, sin unirse a las largas discusiones entre los hombres de púrpura.
Massoni, el camarlengo, propone que se vote por segunda vez esa misma noche. Todos los aprueban. ¿Es mi hermano el único que no lo ha comprendido todavía, que no lo ha adivinado? ¿Es mi hermano el único que no sabe que encarna, a los ojos de todos, la fidelidad al difunto y la esperanza en el futuro?
En el curso del escrutinio comprende, de pronto, la maniobra de Paul. “Veo que me mira, muy pálido, meneando la cabeza; es consciente de lo que le han preparado a sus espaldas…” Ya es muy tarde para cambiar nada, el negociador más sutil del Vaticano, el hombre de Bombay, el hombre de Bombay y el hombre del Santo Sepulcro no ha visto que lo engañaban como a un niño.
Votan ciento cuatro cardenales (más de diez prelados “renunciaron” a desplazarse por “motivos de salud”); se necesitan setenta votos para ser elegido…
Cuando se han escrutado ochenta papeletas, un murmullo asciende bajo los techos de la Capilla Sixtina. Giuseppe ya ha sido elegido, pero tendrá muchos más votos. El resultado es amplio, límpido, sin discusión.
Los cardenales le aplauden. Se levanta. Con una palidez de cera.
Se plantea la pregunta ritual: “Acceptasne electionem de te canonice factam in Summum Pontificem?” (“¿Aceptas tu elección canónica como Sumo Pontífice?”). Un largo silencio, muy largo; luego, con voz franca, clara, timbrada, responde: “Acepto”.
Retruenan los aplausos. El nuevo pontífice va a abandonar la sala del cónclave acompañado únicamente por el cardenal camarlengo, como exige la tradición. Ante la puerta, Giuseppe retiene a Massoni y mira a dos hombres mientras le murmura algo al oído; el cardenal asiente. Morro y Assoumou ya han comprendido; los dos se levantan y acompañan al nuevo Papa a la “Sala del Llanto”, el gabinete donde el nuevo elegido puede recogerse durante unos instantes, entre la votación y la aparición en el balcón (la sacristía de la Capilla Sixtina).
 
 
 
LA SALA DEL LLANTO.
Los electores tienen derecho a contar lo que ocurre en esta habitación, ya que solo el silencio sobre los votos los ata para siempre. Paul me lo explicó hace unas semanas, después de la muerte de su amigo.
-
Nos sentamos en silencio, juntos; los tres en el mismo banco, Enrico y yo esperando a saber lo que tenía que decir, lo que había que vivir con él…
Ninguno de nosotros sabía lo que iba a ocurrir, ni siquiera Giuseppe. No nos mirábamos, sin duda temiendo que nuestras miradas se cruzaran y en ellas leyéramos el miedo, la impotencia o la duda. Nosotros sabíamos que él era quien debía venir después de Jean-Baptiste. Pero él, solo unos minutos antes, aún lo ignoraba. ¿Cómo decírselo? ¿Cómo proporcionarle firmeza, cómo fortalecer su espíritu y su corazón?
Era una calidad de silencio, increíble. Me parecía oír cada ruido, cada roce de nuestras sotanas, cada crujido de nuestros zapatos sobre el enlosado de mármol. Me parecía oír incluso el latido irregular de nuestro corazón, el ínfimo susurro de la piel cuando uno se frotaba las palmas o el otro apoyaba el mentón en la mano.
Vi que Giuseppe ocultaba el rostro entre las manos, como para desaparecer en el interior de sí mismo. Pasé el brazo en torno a sus hombros con naturalidad, como había hecho antes por otros hacía mucho tiempo, a unos instantes de un final importante; para decirle que estaríamos juntos en el combate que nos esperaba. No sé si fue mi gesto el que abrió los seguros, el que rompió los diques…
Al contacto de mi mano, un largo estremecimiento recorrió su cuerpo, como si hubiera recibido una descarga dolorosa, como si yo lo hubiera fulminado; luego tuvo una o dos arcadas, creí que la bilis le subía a la garganta… Pero lo que le agitó, surgiendo de las profundidades de su ser, fue un sollozo violento como una ola.
Lo sujeté. Lo apreté.
Se derrumbó, débil, y lo retuve contra mí, sentía su cuerpo en mis brazos como el de un niño, un cuerpo agitado por violentos sollozos, un cuerpo que había que sostener, abrazar, que había que contener para que el dolor y el llanto no lo inundaran, para que esa ola no lo arrastrara.
Se aferraba a mí como alguien que se está ahogando. Esto duró un minutos, tal vez dos, dos interminables minutos en los que sin mí, sin el apoyo de mi torso y mis brazos, no hubiera podido sobrevivir a su pena…
Me sentí como una madre, Pietro. Como una madre cuando su hijo acude a llorar junto a ella y no hay nadie, nadie, que pueda consolarlo; solo dos brazos para contener su pena. Así fue… Todavía siento sus lágrimas cálidas sobre mi piel, sus manos que se aferraban a mi espalda, a mis brazos, que los apretaban hasta hacerme daño. Luego se puso a temblar, como si las últimas oleadas fueran aún más dolorosas de llorar; recordé a aquella mujer picada por un escorpión que vi temblar durante una noche y un día, en la tórrida habitación donde estaba encerrada, mientras las pociones que le habían dado actuaban sobre su cuerpo y ella escupía el veneno, que había en su sangre, temblando como si fuera una enfermedad.
Era eso. El veneno de la muerte exudaba de su sangre, su cuerpo se vaciaba de él. Las lágrimas dolorosas, ardientes, ácidas, manaban de sus ojos y su boca en ruidosos sollozos para que pudiera tener vida.

El Card. Paul Assoumou sonríe en ese momento de la evocación, con los ojos brillantes, empañados aún cerca de ocho años después.
-
El último sollozo salió, más violento que los otros, como si la hiel subiera retorciéndole las entrañas… Luego sentí que su mano se apoyaba en mi torso, aflojé el brazo, él se irguió… Sonrió, empezó a reir. Reía entre lágrimas.
Nos miró a los dos, con los ojos arrasados en lágrimas, con dos largos rastros salados en las mejillas. Y también nosotros nos pusimos a reir, irremediablemente, dolorosamente, como si volviéramos a la vida… A reir hasta que nos dolió el vientre, como un exorcismo…
Luego Giuseppe respiró… Largo rato. Sin atreverse del todo a mirarnos. “Espero que en la Sala del Llanto estén previstos los pañuelos”, dijo. Morro le tendió una tela blanca, con la que se secó con calma, cuidadosamente. Levantó la cabeza, nos miró a los ojos, uno tras otro. Vi otro sentimiento que también  yo conocí en otro tiempo, justo antes de una final: una fuerza tranquila, una certidumbre, una confianza que puede mover montañas… Era difícil creer que ese hombre erguido ante mí, ese hombre poderoso, resucitado, era el mismo que lloraba en mis brazos unos instantes antes.

Giuseppe Lombardi está de nuevo ahí, vivo –como dieciocho años antes, en la isla de los muertos, cuando pronuncia las últimas estrofas del salmo 21 en la última despedida de su difunta esposa Chiara y moja sus labios en el vaso de vino blanco-, “de vuelta, una vez más, de las riberas de la muerte”. Sí, Giuseppe, al recoger el último aliento de Jean-Baptiste, su amigo, su hermano, volvió a bajar al reino de las sombras; muerto, enterró a su muerto, y no ha vuelto a salir hasta ese momento preciso, acompañado por los brazos poderosos de Paul y la presencia confiada de Morro.
 
 
 
LLÁMENME TOMÁS
-Se levantó, miró el techo y los frescos de la Sala del Llanto. Yo miré mi reloj; habían pasado apenas cinco minutos desde que habíamos entrado los tres. Giuseppe apoyó sus manos en nuestros hombros, como en una reunión entre hombres, entre leones indomables, antes de subir a afrontar miles de miradas; ya se adivinaba el tumulto en el exterior. Y me dije que nunca había vivido minutos más importantes que estos en que iríamos juntos al balcón, a plena luz
En la sala hay un pequeño altar, un crucifijo. Giuseppe pronuncia en francés, en la lengua materna de su fe, en la lengua de Jean-Baptiste (Silvestre III, asesinado por un obispo ultraconservador en pleno acto público), la breve introducción litúrgica: “Como aprendimos de Jesucristo, nuestro Salvador, y conforme a su mandato, osamos decir…”. Y juntos recitan lentamente: “Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase Tu voluntad en la tierra como en el cielo…”.
El cardenal camarlengo avanza un paso, pregunta:
- “Quo nomine vis vocari?”  (“¿Qué nombre va a tomar, Santo Padre?”)
Giuseppe responde sin vacilar.
-Tomás. En adelante llámenme Tomás.
-Recuerdo que Morro y yo, que no habíamos dudado de nada, que sabíamos al entrar bajo esos techos que Giuseppe saldría de allí Papa, que lo habíamos visto derrumbarse y renacer sin turbarnos, sin dudar, sentimos ante este nombre un vértigo infinito.
Esperábamos que tomara el nombre de Jean-Baptiste, como una herencia, pero él retoma todo el resto.
Llega el sastre. Tomás se deja hacer, dócil, sonriente; recibe los ornamentos de su función, los mismos que llevó Jean-Baptiste antes que él.
-Tomo la cruz y el báculo de Silvestre -dice.
Paul le pasa en torno al cuello la gran cruz pontifical de oro, en la que un sudario descansa sobre dos brazos desnudos. Ni un estremecimiento, ni una sombra cruza por la frente tranquila de Tomás I.
Con rostro sereno, decidido, como siempre he podido verlo una vez se han tomado las decisiones importantes –y entonces ningún hombre, ninguna bala, ninguna arma, ningún blindado pueden desviarlo de su curso-, se vuelve, abraza a su gigante negro. Paul le apoya las manos en los hombros, lo mira sonriendo, meneando la cabeza. Sin duda piensa: “Este es el pequeño Jacob”.
En torno a ellos se ha formado un pequeño cortejo con todos los servidores de la Casa Pontificia, todos los que se encargan de tal o cual detalle de la ceremonia que seguirá… Él se deja guiar, lo mira todo como si no se encontrara en el centro; de pronto me ve, me llama: “Ven aquí, fratello…”. Estoy allí gracias a Mafouz, que también estaba seguro del resultado.
Corro hacia él, un poco cohibido, intimidado por el cargo y por el hombre. Me murmura: “Incluso tú lo sabías, hermanito, ¿Verdad? ¿Acaso estaba ciego y sordo?”.
Ríe, me aprieta el brazo. En ese instante vuelvo a ver a Silvestre con la misma vestimenta, y pienso: “Giuseppe se ha deslizado en el hábito de su hermano”. En ese instante lo encuentro increíblemente joven para esas ropas que he visto sobre tantos rostros viejos.
-Que Dios me ayude, y mis amigos –dice. Sacude la cabeza-. Tengo que ir a hablarles, ahora. Supongo que esperan.
Me aprieta el brazo, dice más fuerte:
-Quédate dos pasos por detrás de mí, portafusil… Quédate siempre detrás de mí.
Algunos de los que nos rodean me miran de pronto con deferencia. Ahí estoy, convertido a ojos de todos en caballero del pontífice, en el escudero fiel.
El pequeño cortejo avanza por el pasillo. Hay demasiada gente, demasiados mantos alrededor para que podamos comprender bien y disfrutar de ese instante. Ante nosotros, dos o tres asistentes dan órdenes breves.
Frente a mí, en la penumbra del palacio, veo la gran ventana, y al cardenal-diácono que la abre, solemne… Sale. Se puede oír el clamor afuera. La espera y la impaciencia… Todavía no saben.
Solo veo la nuca y los cabellos desgreñados de mi amigo, con su hábito de Papa. El contraluz es perfecto, la luz que brota de la plaza hacia la penumbra, un viento ligero levanta los cortinajes blancos.
Oímos mal, en un eco, las palabras del cardenal-diácono que resuenan en el micrófono, para el mundo…
-Fratelli e sorelle carissimi, queridísimos hermanos y hermanas, bien chers frères et soeurs, liebe brüder und schwestern, dear brothers and sisters: Annuntio vobis gaudium magnum: Habemus Papam. Eminentissimum ac reverendísimum Dominum, Dominum Iosephum, Sanctae Romanae Ecclesiae Cardinalem Lombardi, qui sibi nomen imposuit Thoma (“Queridísimos hermanos y hermanas: les anuncio una gran alegría: tenemos Papa. El eminentísimo y reverendísimo señor, Don Giuseppe,  de la Santa Iglesia Romana el Cardenal Lombardi, que se ha impuesto con el nombre de Tomás”).
Al nombre del sucesor, un inmenso grito surge de una inmensa multitud, miles de pechos reconocen que él es el que esperaban… En homenaje a la muerte y a la vida que vuelve.
Giuseppe se inclina hacia Paul y le desliza unas palabras al oído, sonriendo. Paul sonríe también y lo empuja ligeramente hacia delante, hacia la luz, hacia todos los rostros que lo esperan, hacia el gran día.
 
 
 
ALGUNOS AMIGOS SON MÁS PRECIOSOS QUE EL ORO.
Miles de miradas tendidas hacia él, hacia nosotros.
Y la espalda, la nuca de mi amigo, erguido, fuerte…
-Con una inmensa emoción me dirijo a ustedes que están presentes en esta plaza y también a todos los que me oyen a través del mundo.
Más allá de la plaza, en efecto, varios miles de millones de seres humanos escuchan su voz.
-Doy gracias a Dios por ustedes, hermanos y hermanas, por todos los que, en medio de la oleada de noticias, han aguzado el oído al anuncio de la elección de un Papa, por los que han pensado que tal vez esta noticia les concierne. Mis hermanos los cardenales me han elegido para ustedes. Para que se sea su servidor.
Tiene la misma voz que cuando se dirige a una persona sola. No habla a todos, sino a cada uno.
-
Yo, Giuseppe Lombardi, humano indigno del honor que se me hace, acepto entrar a su servicio, al servicio de toda la humanidad como Papa, y tomo el nombre de Tomás. Tomás, el apóstol del que el Evangelio nos dice que su nombre significa gemelo. Tomás, el que duda, el que quiere ver y tocar, pero también quiere reconocer la humanidad herida, crucificada, del Resucitado. Tomás, que buscaba un hombre y encuentra a su Dios; que cae de rodillas ante Cristo Jesús, crucificado y resucitado, y confiesa el más bello acto de fe, “mi Señor y mi Dios”.
Yo, Tomás, siervo de los siervos de Dios y hermano gemelo de una humanidad que duda y balbucea, caigo de rodillas ante mi Señor y mi Dios, Jesucristo, Dios hecho hombre, y le pido la fuerza de su espíritu para amar y servir a la humanidad, para amarlos y servirles como él mismo hizo, hasta el extremo del amor, hasta el extremo de la vida, hasta la cruz
.
Coloca las manos sobre el balcón, lo sujeta con firmeza.
-
Junto a ustedes, no seré el que sabe sino el que acompaña. No seré el que enseña, sino el que dialoga. Nunca seré un padre, y menos aún un Santo Padre… Pero sí quiero ser, para todos ustedes, un hermano.
La Buena Nueva a la que ha dado mi fe no puede servir para separar a los humanos, para trazar un muro entre los que creen y los que no creen; la Buena Nueva es la esperanza que puede hacer crecer a cada niño, a cada mujer, a cada hombre en humanidad.

Ahora sí, ahora es Giuseppe cuando predica; ya no habla de sí mismo, pero dice aquello en lo que cree, aquel en quien cree. Sus gestos se hacen amplios, su voz se ensancha, se abre a los vientos.
-
Muchos entre nosotros piensan que este mundo va mal, y es cierto, en este instante hay gente que sufre, que mata, que muere. Pero este mundo no debe ser juzgado, este mundo está salvado. Y lo que salva al mundo es el amor.
Por eso les digo: amemos, no tengamos miedo. Amen a su mujer, a su marido, a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, a sus padres, a sus amigos, a sus colegas, a sus vecinos. Ámense a ustedes mismos…
Amen locamente, con corazón decidido, sin economizar nada.
No especulemos con el amor, no seamos pequeños ahorradores, seamos manirrotos, seamos pródigos. Amemos sin preguntarnos cómo nos lo devolverán.
Amen siendo jóvenes y amen siendo viejos, cuando estén sanos y cuando estén enfermos, cuando la fatiga les pese, cuando se sientan agobiados; amen sin esperar nada a cambio. No lo hagan en nombre de Dios, en nombre de la fraternidad humana o de la solidaridad, sino en su nombre, y por ellos mismos. Amen en acto y en verdad; y también a los malvados y los ingratos, a sus enemigos, a los que les quieren mal, a los que les hacen daño.

Su voz se vuelve dulce, humilde.
-
Sé, en este instante, lo que piensan algunos de los que me escuchan; que convertirme en Papa ha trastornado mi espíritu, o también que es fácil, al abrigo de mi palacio y con estos hábitos, predicar como un dulce soñador… Hay que ganarse la vida, alimentar a los hijos, protegerse de la enfermedad, preparar la vejez, hay que tratar de resistir a la dureza de la situación económica, a la violencia política, a la injusticia social. Todo esto es cierto, todo esto lo sé, y lo he experimentado, a veces lo he sufrido como ustedes lo sufren hoy, como lo temen, tal vez.
Pero sé también que nada de esto impide amar.
Nosotros, los que tenemos hijos, los amamos, y lo que deseamos más que nada para ellos es que sean amados y que sepan amar a su vez. Es cierto que queremos que tengan una buena vida, una vida desahogada, sin demasiadas preocupaciones materiales y buena salud, pero sabemos que todo esto no es nada en relación con el amor de una compañera o un compañero, de una madre o un padre, de una hija o un hijo…
Pienso también en todos los hombres y todas las mujeres que viven en soledad, en todos los que no se atreven a comprometerse, a casarse ni a fundar una familia, en todos los que tienen miedo de amar porque tienen miedo de sufrir.
Yo he tenido la suerte de amar a una mujer que a su vez me amaba; aunque haya experimentado la tristeza de perder a la persona que amo, proclamo que este amor me hace más humano, todos los días, y les digo: atrevámonos a amar, no tengamos miedo de las ataduras, de los fracasos o del tiempo… también he tenido la suerte de ser el amigo, el hermano de Jean-Baptiste, el Papa Silvestre III; he sufrido el dolor de verlo morir en mis brazos, golpeado por una mano loca y criminal… Y no lo lamento ni un minuto de nuestra amistad, a pesar de la prueba que destroza, del dolor quebranta; yo proclamo que esta amistad me hace más humano…

Durante un instante su mirada se vuele hacia nosotros, Paul y Morro, y yo.
-Algunos amigos son más preciosos que el oro
Continúa:
-Amémonos los unos a los otros, no tengamos miedo de los compromisos, no tengamos miedo de los fracasos, no vivamos de rebajas
Su voz, de nuevo, se vuelve próxima; se dirige al corazón de cada uno.
-Y ahora les pido, les suplico, en nombre de la fraternidad que nos une a todos, que recen conmigo, que recen por mí, para que el Señor me haga capaz de hacer lo que les anuncio; para que me haga capaz de amar a mis enemigos, de rezar por los que nos hacen sufrir Recen por mí, recemos los unos a los otros, para que seamos capaces de decir a nuestra vez: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Amén
El silencio en la plaza de San Pedro es increíble.
Luego, de pronto, me parece oír dos manos que aplauden, solo dos. Luego dos más. Luego otras… cada una por separado, distintamente, cada una al ritmo en que estas palabras penetran en su alma; y pronto es como un coro inmenso que sube hacia nosotros, como una avalancha de alegría inmensa.
 
 
POST DEDICADO A JOCELYN, ANITA Y WALTER.

1 comentario:

  1. Un amigo sabe que un cargo, no te hace más que el otro, no te hace ser un super hombre. Todos somos humanos y necesitamos del otro, necesitamos amar y sentirnos amados. Esos sentimientos y debilidades, que muchas veces escondemos, porque simplemente nos toca cumplir con responsabilidades y nos toca ser fuertes, sin serlo. Todo esto por ellos ( tu familia, hijos, alumnos, etc) cumplir con nuestro rol (padre, papa, profesor, psicólogo, etc). Ojala un día, los que somos parte de nuestra Iglesia, podamos mostrar al mundo, que los que la formamos somos humanos, débiles, sufrimos y gozamos como todo el mundo. Ojala y un día nos podamos sentir todos amigos, porque un amigo entiende el padecer del otro, lo ve como amigo y, no como un superior. Por eso Jesús nos llama Amigos, porque quiere que seamos semejantes a Él, que sepamos amar como Él. Que carguemos con nuestra cruz y que gocemos de su resurrección.

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