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lunes, 11 de marzo de 2013

¿El idioma de la autoridad o el idioma del corazón?


Sobre los fragmentos que  nuevamente he compartido de "Eminencia" de Morris West para hoy, de una amiga muy querida he confirmado una lección que he aprendido en este último tiempo y que sin duda me ha costado, pero que ha sido clave para mi constante proceso personal de conversión, incluso le he pedido paciencia para conmigo. Como he dicho en alguna publicación anterior, hay que alimentar al Pueblo de Dios con el Pan de la Vida y no con piedras o escorpiones.
He comprendido que por muy traidor que sea el corazón en algunas ocasiones, no siempre está errado y además, es el motor de nuestras vidas, por lo que muchos no sabemos que hacer con él, siempre hay luchas entre el corazón y el cerebro. A mi amiga le estoy muy agradecido de hacerme comprender esto que he olvidado o mejor dicho, lo que no quería aceptar. Si ella lee estas palabras, ella sabe de quien estoy hablando (un abrazo enorme para tí).
Estos fragmentos dan cuenta de lo que estoy hablando, porque es imposible hablar dos idiomas al mismo tiempo. Y mejor no sigo más, porque los 3 textos les dirán esto y mucho más. De todos modos, esto es lo que necesitamos todos: dejar hablar al corazón, y eso es precisamente lo que mi amiga me dijo en palabras textuales.
 
 



Esa noche, Luca, cardenal Rossini, llegó a su casa temprano. Todavía se sentía agobiado por aquel estado de ánimo crepuscular que se traducía en una sensación de desolación e impotencia. Sabía por experiencia que el único remedio para aventarlo era la rutina, un rosario de monótonas labores que emprendería sin la menor expectativa de alivio.
Saludó a sus empleados, pidió que le prepararan una cena ligera, y luego se recluyó en su dormitorio para darse un baño y ponerse el pijama y la bata. Después leyó las últimas horas de su breviario: vísperas y completas. Las cadencias de los salmos con las que su voz estaba familiarizada, y que eran tan sedantes para sus oídos, le sonaban sin embargo como si fueran pronunciadas por otro. Más que oraciones eran conjuros. Parecía como si su voluntad se tensara ante ellas, como podría tensarse ante el redoble de unos tambores y el chocar de unos platillos en el templo de unos dioses desconocidos.
Su única compañía mientras comía fue la sinfonía Oxford de Haydn, en la versión de la Filarmónica de Viena. La música logró lo que los salmos no habían conseguido, acalló a los ruidosos fantasmas, silenció todas los pensamientos e impuso la estructurada sinrazón del puro sonido a los complicados razonamientos de los teólogos y los filósofos y a los obstinados legalismos de los canonistas.
Cuando la música concluyó y él terminó su cena, llevó la bandeja a la cocina, dio las buenas noches a sus empleados, y fue a sentarse ante su escritorio, armado de lápiz y papel. Normalmente habría usado su procesador de textos, pero la tarea en la que estaba a punto de embarcarse era de un carácter tan íntimo y privado que la máquina se le aparecía súbitamente como un intruso. Comenzó por escribir, sin el menor tropiezo ni vacilación, las palabras que el secretario de Estado le había sugerido. «Soy Luca, vuestro hermano...»
Sin embargo, a medida que las escribía, sabía que no serían bien recibidas por todos los que habrían de escucharlas. Pensándolo mejor, tal vez no fuera un comienzo tan bueno. «Hermano» y «hermana» eran palabras cargadas de connotaciones, incluso en la Iglesia milenaria. Había en ellas un matiz de populismo del que todavía no se habían desprendido. Orden y jerarquía eran una moneda más estable y más reconocible. Hasta en el Colegio Electoral había grados y títulos: cardenales arzobispos, cardenales obispos, cardenales sacerdotes, cardenales diáconos, y mucho tiempo atrás había habido también laicos que disfrutaban del título y los beneficios del rango. En el Colegio Electoral todos eran iguales pero, tal como estaban las cosas, algunos eran más iguales que otros. De modo que cambió un poco la frase: «Soy Luca, vuestro hermano. Como ustedes, soy un siervo del Verbo».
¿Y después? ¿Qué podía decirle de valioso a esta asamblea de hombres encumbrados que ellos ya no hubieran oído o predicado miles de veces? Sumido como estaba en la duda y la oscuridad, ¿cuánta luz y energía podía ofrecerles para orientar su elección del siervo de los siervos de Dios? Decidió ensayar un nuevo comienzo. «Soy Luca, vuestro hermano. Como ustedes, soy un siervo del Verbo. Quiero abrirles mi corazón. No estoy aquí para enseñarles nada. Lo que hay que saber, ustedes lo saben mejor que yo. Permítanme, simplemente, comunicar mis pensamientos como un hermano más de esa vasta familia de fieles que ni siquiera conocen nuestros nombres, que ni siquiera nos reconocerían si tropezaran con nosotros en la calle».
Hizo una pausa. Volvió a preguntarse qué estaba tratando de hacer al dirigirse a ellos de ese modo. Quería que se sintieran vulnerables, responsables, que dudaran de sí mismos, que ahondaran en sí mismos. Habían vivido durante tanto tiempo bajo la protección de la institución que muchos de ellos, o bien tenían miedo, o bien carecían de la voluntad para aventurarse más allá de sus límites. Para éstos, las obediencias formales eran como el viejo testudo (tipo de armadura) romano: una cortina de escudos tras la cual se protegían de las decisiones peligrosas o amenazantes.
Mientras guardara obediencia, uno vivía segura y meritoriamente dentro del sistema. Si en cambio protestaba, era señalado, o sentía que lo sería, como un perturbador de la paz. Y se le aplicaban castigos dañinos. Se le obstaculizaba el acceso directo al Pontífice. Se volvía difícil visitarlo y, en todo caso, los encuentros con él se reducían a simples intercambios protocolarios. El Vaticano seguía siendo una corte, y, si uno no aprendía las costumbres de la corte, lo más probable era que quedara en desventaja. Así que mejor olvidarse de la hermandad. Tendría que barajar y dar de nuevo. Y prepararse para sortear los callejones sin salida y las charcas peligrosas.
Luchó con el texto mucho rato; entretanto, la papelera se fue llenando con las hojas arrugadas que iba desechando. De pronto cayó en la cuenta de que la situación tenía su lado humorístico. El secretario de Estado, su buen amigo Salvatore "Turi" Pascarelli, le había obsequiado con el extremo espinoso de una piña: el papel de antagonista en el aburridísimo despliegue del "drama ritual".
En cuanto a Turi, se había reservado para sí la mejor parte: una exposición sobre la demografía, la geografía y la geopolítica de una Iglesia milenaria. Todos los datos estaban en su cabeza o en sus archivos. Podía exponerlos, él mismo lo había confesado, valiéndose de un globo terráqueo y unas luces de colores.
Pero el estado de ánimo de la asamblea de peregrinos, la situación de las distintas Iglesias en el mundo, sus lealtades, sus dolores, sus iras, no eran temas fáciles. Era terriblemente difícil comunicarlos a este grupo políglota de electores, cada uno de ellos celoso de su propia viña y de la calidad del vino que producía.
Sin embargo, había algo que no era nada agradable. En esta asamblea de célibes faltaba la voz de las mujeres, a quienes, a fin de cuentas, les correspondía más de la mitad del cielo. No había nadie que hablara su idioma, que expresara sus crecientes preocupaciones, su relación con Dios, de quien se hablaba sólo en género masculino.
Luca Rossini, breve y vacilante cuando se trataba de expresar la pasión de su propia vida, tendría que recordarles sus deberes y sus defectos. Él, que se encontraba sumido en la duda y la oscuridad, había sido designado para iluminar el camino a esta asamblea de electores que nombrarían un Pontifex, un constructor de puentes que salvara la enorme brecha abierta entre los sexos. Y por si fuera poco, Turi Pascarelli lo había emplazado a completar el texto en dos días.
Lo cierto era que no había de escribirlo esta noche. Se sirvió un vaso de agua mineral, encendió el equipo de música, y se dejó llevar por el concierto para oboe de Mozart. La música casi había terminado cuando Isabel lo llamó por teléfono desde el hotel. Al escuchar su voz se le encogió el corazón. Tartamudeó como un niño:
-Quería verte, pero Luisa pensó que no debía...
-Hizo lo correcto. Me sentí muy débil después de que te marcharas, pero ahora estoy tranquila. Quería que supieras que he hablado con Raúl. Le he dicho que me considero culpable de gran parte de nuestra infelicidad, y que quiero que vivamos en paz el tiempo que me quede por delante. Le he aclarado que no espero que cambie su vida: sólo que mantenga una parte de ella, la que compartimos, en un lugar aparte. Se ha mostrado sobrio, sereno, y tierno, lo que demuestra que tu consejo de confesión fue acertado. Además, esto hace que el regreso a casa sea más fácil, no sólo para mí sino también para Luisa... ¿Cómo estás tú, amor mío?
-Escucho a Mozart, y trato de darle forma a una tarea que se me ha encomendado. Un trago verdaderamente amargo. Yo, nada menos que yo, tengo que sermonear a los electores al comienzo del cónclave y ayudarles a pensar en las consecuencias de su elección. Tengo la papelera llena de intentos fallidos. Suficiente por esta noche.
-¿Por qué aceptaste?
-Me presionaron.
-Perdóname, Luca, amor mío, pero tú nunca has aceptado presiones, salvo cuando huiste de Argentina.
-Y tú nunca me dejarás mentir, ni siquiera un poco. ¡De acuerdo! Tenía deseos de hablar. Por un momento pensé que había ciertas cosas que quería decir. Sin embargo, ahora parecen haber volado de mi cabeza como las palomas de un campanario.
-Eso significa que ya no debes pensar más. Es hora de que dejes hablar a tu corazón.
-Tengo que escribir esas palabras. Los traductores necesitan un texto.
-Entonces vuelve a tu escritorio, y escribe lo que pensamos, y dijimos, y discutimos durante aquellas pocas semanas en que estuvimos juntos en el campo, cuando arrojábamos nuestras gorras al aire y dejábamos que el viento de la pampa se las llevara en sus remolinos. Estabas tan rabioso entonces y tan apasionado... Recuerdo una de las cosas que dijiste: «Tenemos que traer a Cristo desde esa nada en la que está para que vuelva a hablar y caminar con nosotros. Si no viene, seremos como esos animales desamparados que mugen en el matadero, a la espera del carnicero». Lo dijiste la primera noche que hicimos el amor... Eras un joven sacerdote entonces. Ahora eres una eminencia. ¿Lo recuerda su eminencia?
-Lo recuerdo -dijo Luca Rossini.
-¡Entonces dilo otra vez! Dilo así, como tu corazón lo recuerda. Dilo para mí.
-Pero tú ya te habrás ido.
-Nunca me habré ido de ti, ni tú de mí. ¡Toma el lápiz y escribe!



El texto de Steffi Guillermin era mucho más extenso de lo que él había imaginado. Estaba expuesto con mucho cuidado, dividido en dos partes diferentes, y tenía fragmentos clave claramente destacados. Llevaba el título de «Investigación sobre una persona eminente». El subtítulo era sencillamente: «Retrato de un candidato papal». La introducción era engañosamente escrita en prosa:
Este retrato fue compuesto durante dos sesiones con el sujeto, Luca, cardenal Rossini, de ascendencia italiana, nacido y criado en Argentina, que ha vivido en un destacado exilio durante un cuarto de siglo y que fue ascendido con regularidad por el difunto Pontífice hasta alcanzar el rango curial.
La primera sesión fue formal, supervisada por el jefe de la Oficina de Prensa Vaticana, monseñor Domingo Ángel Novalis. Las condiciones se acordaron por anticipado. Tuve libertad para preguntar lo que quise. Su eminencia podía negarse a responder, pero todo lo que se dijo durante la entrevista quedó grabado. Aquí se reproduce en su totalidad y sin comentarios.
La segunda sesión fue mucho menos formal. Tuvo lugar en el apartamento privado de su eminencia en Roma. Estaban presentes su eminencia el cardenal Aquino, ex nuncio apostólico en Argentina, la señora Isabel de Ortega, y la presidenta de las Madres de la Plaza de Mayo, la señora Rosalía Lodano. Las condiciones cambiaron. Estuve de acuerdo previamente en que ciertos temas se discutirían off the record. Acepté estas condiciones y las he cumplido. Sin embargo, pude obtener por otros medios parte de la información prohibida durante la conversación. No tengo escrúpulos en utilizarla. Espero haber captado los dos rostros, el público y el privado, de un hombre complejo que, aunque poco conocido para la Iglesia en general, no dejará de causar impresión entre sus colegas del cónclave.
El hombre público es fácil de describir. Su presencia se hace notar. Es alto, delgado y apuesto, de rasgos aguileños y ojos penetrantes y oscuros. Cuando sonríe su rostro se ilumina e irradia un vivo interés. Cuando está disgustado, sus rasgos se endurecen hasta convertirse en una máscara impenetrable. Siempre es cortés; pero, como descubrí en la primera reunión, se muestra impaciente ante las conspiraciones y las astucias profesionales. Descubrí enseguida que debía negociar con las cartas sobre la mesa. En términos profesionales me pareció serio, de vez en cuando simpático, y siempre preciso. Valoró el hecho de que yo había acudido bien preparada y conocía a fondo el tema. Me retribuyó la atención con las esmeradas respuestas que el lector podrá leer en esta página.
El hombre privado se manifestó de una manera indirecta. En primer lugar, estaba inmerso en una delicada tarea diplomática. Las Madres de la Plaza de Mayo quieren llevar al cardenal Aquino ante la justicia italiana bajo la acusación de complicidad y colaboración con la dictadura militar argentina, por la muerte y desaparición de ciudadanos italianos, tanto laicos como de profesión religiosa, que fueron torturados, asesinados, o que simplemente terminaron siendo parte de los desaparecidos durante la guerra sucia. Para lograrlo necesitan que renuncie a las inmunidades de que goza por ser funcionario del Estado Vaticano. Cualquiera consideraría poco probable conseguir esto. Aquí entra en escena el cardenal Rossini, víctima también él de la guerra sucia, en la que, siendo un joven sacerdote, fue azotado y violado en la puerta de su propia iglesia y rescatado de otros horrores por la señora de Ortega y su padre. Mientras el padre de la señora de Ortega viajaba a Buenos Aires con la intención de negociar un salvoconducto para que Rossini pudiera salir de Argentina, la señora de Ortega se trasladó con él a una propiedad en el campo y lo cuidó hasta que se restableció.
Vi pruebas fotográficas -que he aceptado no describir en estas páginas- de lo que le hicieron a Rossini. Percibí entonces, muy claramente, el modo en que Rossini consiguió una salvación personal a través de una mujer. Tuve el privilegio de verlos juntos en circunstancias totalmente contradictorias. Ahora ambos rondan la cincuentena. Estuvieron un cuarto de siglo sin verse. No obstante, no cabía duda de que una vez, aunque durante un breve período, habían sido amantes, y de que ese mismo amor seguía vivo en los dos.
Iluminaba la sobria habitación de soltero de la residencia del cardenal. Se notaba en cada mirada, en cada gesto, y le imprimió un carácter especial a la petición de tregua de Rossini, por más que no haya logrado un acuerdo entre Aquino y las mujeres que lo acusaban.
Isabel de Ortega está casada. Su esposo es diplomático ante las Naciones Unidas. Ella, por su parte, ha desarrollado una brillante carrera como especialista en asuntos hispanoamericanos. La hija de ambos es artista y trabaja en obras de restauración en el Metropolitan Museum of Art.
El cardenal Rossini, por otra parte, gozó del favor del difunto Pontífice, que le asignó diversas misiones en el extranjero. Es evidente que el favor papal tuvo sus consecuencias. Algunos de sus colegas lo envidian. Otros acostumbran a chismorrear sobre su historia pasada cuidadosamente divulgada desde el principio por la dictadura militar a través de su embajada romana. Pero ni siquiera sus jueces más hostiles han sido capaces de poner jamás en tela de juicio la integridad y la fidelidad de su vida clerical en Roma.
Hay en Rossini un porte y una estatura que impresionan instantáneamente. Uno sabe que se trata de un hombre que no tiene deudas pendientes. Es un hombre al que yo le creería si predicara sobre el amor. Imagino que abre su corazón muy rara vez, pero cuando lo hace uno ve que las brasas arden en su interior. Sé a ciencia cierta que ahora se enfrenta a otra tragedia. La señora de Ortega regresa de inmediato a Estados Unidos para recibir tratamiento por un cáncer que ya ha sido diagnosticado como terminal.
¿Cómo será considerado Rossini en el cónclave? Tal vez resulte más conocido de lo que él cree. Tiene fama de viajar ligero de equipaje, de moverse con rapidez y de informar con claridad. Alguien así suele subestimar la impresión que causa porque no se concentra en él mismo sino en los asuntos de los que se ocupa.
He oído las dos campanas de la historia de Aquino: la del cardenal, a quien entrevisté para este periódico, y la de las Madres de la Plaza de Mayo. Existe una fuerte antipatía entre Aquino y Rossini, que son tan diferentes como el día y la noche. Son colegas de la curia, pero sin duda no son amigos. Yo diría que el cardenal Aquino tuvo la suerte de encontrar en su colega Rossini un abogado tan fuerte como generoso si se me permite decirlo así.
El tema de los desaparecidos, y de los muchos miles cuyo destino se conoce, no se ha cerrado. Ningún silencio es lo suficientemente profundo para acallar a tantos acusadores. Ese tema seguirá vigente para el cardenal Aquino. Calculo que el nuevo Pontífice, cualquiera que sea el elegido, no lo entregará a un tribunal civil, aunque cada vez son más los clérigos en esa situación por someter a niños a abusos deshonestos, una tragedia de escala mucho menor que las brutalidades de la guerra sucia. Sin embargo, Aquino aún tendrá que ajustar cuentas con su conciencia mientras Luca, cardenal Rossini, deberá cargar durante el resto de su vida con las cicatrices de su espalda y de su alma.
Y aquí surge la nueva paradoja. Tanto Aquino como Rossini formarán parte del cónclave para elegir un nuevo papa. Ambos son, por definición, candidatos. Dado el clima de reacción que ya se está preparando, ninguno de los dos será fácilmente descartado. Aquino es un fruto maduro, algunos creen que golpeado, por un largo servicio diplomático y curial. Rossini, por su parte, es el lobo estepario familiarizado con los barrios fuera de la ciudad y con las altas esferas, que cultiva su amor y convierte sin ruido su ira en servicio. De los dos, como alguien ajeno al cónclave, lo prefiero a él. ¿Por qué? Porque creo que podría mantener vivas las brasas del amor, aunque fuera elegido y sobre él cayera el frío glacial del poder absoluto.



La reunión en el despacho del camarlengo fue más numerosa de lo que se esperaba. Estaban presentes el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el patriarca maronita de Antioquía, los arzobispos de Tokio y Bangkok, y el arzobispo de Ernakulam en la India, que pertenecía al rito siro malabar. También estaban Aquino y el arzobispo de Seúl. Once personas en total. Rossini preguntó por qué y con qué pautas habían sido cooptados. El camarlengo lo explicó con su habitual afabilidad:
-No era posible, ni siquiera aconsejable, reunir un plenario consistorial de cardenales antes del cónclave. Ésta es la última de una larga serie de pequeñas reuniones en las que se han mantenido conversaciones, y nuestros hermanos mayores excluidos del cónclave han podido compartir con nosotros sus puntos de vista y sus experiencias. Mañana, entre las cuatro y las cinco de la tarde, acudirán a la Casa de Santa Marta, donde serán alojados, espero que más cómodamente que los asistentes al cónclave de otras épocas. A su llegada les habrán sido asignados los aposentos y se les proporcionarán los documentos necesarios, a saber, los horarios, el orden de los rituales, los juramentos de secreto, las reglas del cónclave, los nombres de las diversas personas que estarán allí para ayudarlos: secretarios, confesores, un médico, un cirujano, las órdenes para los cuidados, etcétera. Y si tienen algún problema especial con respecto a la alimentación, el personal de la cocina hará todo lo que esté a su alcance para complacerlos. Habrá comunicación telefónica entre las habitaciones, pero absolutamente ningún contacto con el exterior. Salvo en casos de extrema urgencia, y sólo con permiso del mariscal del cónclave. No obstante, existe un tema para el que parecían necesarias instrucciones especiales. Algunos de nuestros hermanos me han pedido que haga saber formalmente que si por casualidad fueran elegidos, rechazarían tal honor. Señalaron que renunciando de antemano a la candidatura podrían ahorrar tiempo y molestias a los electores. Yo les aclaré, por supuesto, que todos los electores deben ser libres de emitir su voto como ellos mismos decidan, aunque sepan que el candidato ha renunciado anticipadamente. Esto puede indicar una imperfección del sistema. Sin embargo, los electores son libres de utilizar el sistema de la forma que prefieran para la elección válida de su propio candidato. Planteo la cuestión ahora, en un tono informal, porque cuando entren ustedes en el cónclave encontrarán una lista completa y definitiva que entra dentro del juramento del secreto y que se aplica a todos los participantes en el cónclave. De todas maneras, algunos de nuestros hermanos ya han hecho pública su intención. Nuestro hermano de Westminster ya ha anunciado su intención de retirarse a su monasterio y dedicarse a pescar. Matteo Aquino, que esta mañana nos acompaña, ha renunciado a su candidatura, de manera tal que no pueda haber en el nuevo pontificado querellas vinculadas con los acontecimientos ocurridos en Argentina en el pasado.
-Uno se pregunta -intervino Gottfried Gruber, el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe-, uno se ve obligado a preguntar si, en el mismo contexto, y por la misma buena razón, nuestro eminente colega Rossini podría considerar una renuncia pública a su candidatura.
Se produjo un silencio sepulcral. Rossini se puso de pie lentamente. Se volvió hacia el camarlengo, sin mirar a Gruber. Muy lenta y deliberadamente, preguntó:
-Nos conocemos hace mucho tiempo, Baldassare. ¿Estaba enterado de que en esta reunión se me plantearía este desafío?
-No, Luca.
Él esperó que el camarlengo añadiera algo, pero éste no dijo nada más.
Rossini se volvió hacia Aquino.
-¿Y usted, Matteo, sugirió la pregunta?
Aquino rechazó el desafío encogiéndose de hombros.
-En cierto modo, supongo que sí. Después de conocer el informe de su entrevista con Steffi Guillermin, le hice a Gruber un comentario jocoso. Le dije que vivíamos en tiempos menos tolerantes y más dados al escándalo, y que la prensa dominaba nuestras vidas mucho más de lo que estábamos dispuestos a admitir. Por otro lado, dije que usted había sobrevivido mejor que yo al escándalo.
-¿Qué escándalo?
-El de su relación, breve sin duda, con la señora de Ortega: un sacerdote con una mujer casada. Eso fue, y seguirá siéndolo. Una vez que aparecemos en los libros de historia, ya no podemos escapar de sus páginas.
Rossini se volvió lentamente para mirar a Gruber.
-¿Y usted, Gottfried? Es el perro guardián de la Iglesia, amo de los podencos de Dios. ¿Considera que debería renunciar públicamente a mi candidatura debido a este episodio de mi juventud?
-En las circunstancias actuales, sí.
-¿Y tú, Turi... Tú eres mi superior inmediato. ¿Qué tienes que decir?
-No tengo nada que comentar -respondió el secretario de Estado.
Rossini apartó la vista de él y se dirigió de nuevo al camarlengo.
-Con su permiso, Baldassare, y con el consentimiento de nuestros hermanos, me gustaría resolver este asunto ahora.
El camarlengo arrugó el entrecejo y planteó la pregunta formalmente.
-Placetne, fratres? ("¿Están de acuerdo, hermanos?").
La respuesta fue unánime:
-Placet ("De acuerdo").
Rossini guardó un largo silencio mientras se recuperaba y aplacaba sus turbulentas emociones en busca de las palabras adecuadas.
-Hermanos míos. Nos hemos reunido aquí con anterioridad. En algunas ocasiones les recibí en Roma, en mi propia casa. Hemos celebrado juntos la Eucaristía. Ahora guardan silencio mientras se me insta a que renuncie a los derechos y privilegios que me concedió nuestro difunto Pontífice. ¿Por qué? ¿Estoy sometido a juicio? ¿O sólo se trata de un desafío? No me defenderé porque no tengo nada que defender. No suplicaré porque no tengo nada que justificar. No supliqué cuando me ataron a la rueda de un carro, me desollaron y me violaron con una fusta (látigo para caballos) frente a mi propia iglesia y a mi propia gente. Grité, vociferé, recé, sí, y maldije a mis torturadores, pero no supliqué. ¡Pero cuando Isabel de Ortega mató a un hombre para salvarme y me dedicó sus cuidados y se escondió conmigo, entonces sí supliqué! Imploré como un hombre-niño a su madre, como un hombre a una mujer, a la que había renunciado sin saberlo: ¡hazme íntegro! Salvar a un hombre de la ruina. Es lo que ella hizo. Lo logró con el don de su ser y su condición de mujer. Lo hizo corriendo a diario el riesgo de ser víctima del secuestro, la tortura y la muerte. ¿Les parece escandaloso? Jamás pude considerarlo como otra cosa que como un acto de amor y curación. Cómo me juzgue mi hermano Gottfried Gruber, cómo puedan valorar sus asesores mis actos y mis actitudes es algo que para mí carece de importancia. Vine a Roma sin pretensiones. Se me trajo hasta aquí por un acuerdo alcanzado por nuestro hermano Aquino y la dictadura militar argentina. Fui entregado al Pontífice como un paquete de mercancía defectuosa. El paquete tenía una etiqueta con un precio y el precio era el silencio. Isabel de Ortega y su familia fueron rehenes de ese silencio. También fui entregado como servidor a la madre Iglesia, a la que he servido, no siempre con dicha y alegría, pero sí con fidelidad y puntualidad hasta hoy. Me convertí en defensor público de nuestro hermano Aquino, que sigue siendo vulnerable a las consecuencias de su servicio en Argentina. Las Madres de la Plaza de Mayo tienen una causa pendiente con él. Yo he intentado aliviar la ira contra él, y sin embargo ahora él guarda silencio. Su difunta Santidad me ofreció su amistad. En esta ciudad me confesé directamente con él por primera vez. Le dije que me arrepentía de la culpabilidad que encerraran mis propios actos, y que aceptaría cualquier penitencia que él decidiera imponerme; pero que no podía aceptar su absolución si ésta implicaba una condena o una censura del amor y la gratitud que sentía y sigo sintiendo por Isabel de Ortega. No lo hizo. Pero la penitencia que me impuso fue bastante dura: la separación de por vida... En un exilio honorable, pero en cualquier caso como rehén. He cumplido la penitencia. He pagado la deuda. Isabel de Ortega vino a Roma a pasar unos días y a despedirse de mí. Padece una enfermedad terminal. Su presencia le ayudó también a usted, Matteo. Suavizó la actitud de las Madres de la Plaza de Mayo con respecto a usted. Confío en que la recordará en sus oraciones. Ahora permítanme que les pregunte a todos: ¿Seguiremos hablando de escándalo? ¡No lo toleraré, hermanos míos! Si quieren una Iglesia perfecta, no hay en ella lugar para mí. Pedro traicionó a su señor; Pablo no alzó su mano ni dijo nada ante la ejecución de Esteban, el primer mártir; María Magdalena fue amada por el Señor porque había amado intensamente; Agustín era un libertino y un hereje antes de abrazar la fe. Tertuliano se separó porque no podía perdonar a aquellos que se habían acobardado ante las persecuciones... En este momento, ustedes son custodios de ésta, su Iglesia. No es propiedad de ustedes; son responsables ante Dios del Pueblo de Dios. Finalmente respondo a nuestro hermano Gottfried, aquí presente. El cargo que ostento me fue otorgado legalmente, con todos sus derechos y privilegios. Y no renunciaré a ninguno de ellos por una falsa acusación de escándalo. ¡Dios no quiera que piensen en hacerme Papa! ¡Dios no quiera que alguno de ustedes limitara mi derecho a la candidatura! Les doy las gracias, eminencias, por haberme escuchado pacientemente. Les ruego que me disculpen.
Estaba a mitad de camino de la salida, cuando el camarlengo lo llamó.
-¡Espera, Luca! Por favor, vuelve a tu asiento. Tenemos otros temas que tratar.
Rossini vaciló un instante. Luego se volvió hacia el camarlengo, inclinó la cabeza y se sentó. El camarlengo miró a su alrededor y preguntó en tono formal:
-¿Alguien quiere decir algo sobre las palabras de nuestro hermano Luca?
Nadie respondió. Rossini supo que había obtenido una victoria; había doblegado a los «grandes electores», pero el triunfo le dejaba un sabor amargo. Podía comprender a Aquino y a Gottfried Gruber, pero Baldassare, el camarlengo, y Turi, eran sus amigos, y sin embargo no habían dicho nada en su defensa. Entonces el camarlengo cedió la palabra al cardenal arzobispo de Tokio, un hombre delgado y suave que representaba menos que los sesenta y ocho años que tenía. Hablaba en perfecto italiano, apenas matizado por el deje japonés. Su tono era humilde y cortés.
-Debo decir que estoy preocupado por lo que he oído aquí esta mañana, y por lo que he oído en otras reuniones desde mi llegada. Existe entre los hermanos una fricción que me resulta ajena y perturbadora. Hay una presión por imponer puntos de vista y disciplinas, como si formáramos parte de un ejército y no de una familia unida por el amor. Permítanme que explique una cosa. Los cristianos de Asia vivimos como seres exóticos en comunidades enormes que tienen sus propias creencias, mucho más antiguas que las nuestras. Sin embargo, siguen siendo nuestra gente, nuestros amigos, nuestros parientes. Por lo tanto, estamos obligados a llevar a cabo nuestra misión de difundir el Evangelio con humildad, discreción y mucha caridad. Para usar las palabras del Papa Juan XXIII: «Siempre buscamos aquello que nos une, y no lo que nos divide». Esto significa que en nuestra enseñanza debemos superar gran cantidad de barreras semánticas. Debemos difundir nuestro pensamiento cristiano con las palabras de otros idiomas y otras culturas. Debemos examinar, con la mente abierta, las propuestas religiosas de otras grandes religiones, siempre con la convicción de que, sea cual fuere la verdad, y la diga quien la diga, se trata de una auténtica revelación del Espíritu. Hay que tener mucho cuidado y un gran discernimiento para adoptar esta actitud mental. Tenemos que admitir emocionalmente lo que admitimos en el plano intelectual: que incluso las percepciones más refinadas de los teólogos, las prescripciones más precisas del derecho canónico serán una barrera para la comprensión religiosa si no están expresadas en el idioma del corazón. El conocimiento de Dios y de las verdades de la salvación se ofrece a todos; por lo tanto, debe estar disponible en todas las modalidades de la comunicación humana. Aquí hay un gran misterio: el de la propia intervención secreta y muda de Dios en cada vida humana, cuya existencia está sustentada por la Divinidad misma. Siempre es una empresa peligrosa imponer una definición verbal a este misterio, o condenar a aquellos que pretenden explorarlo con nuevas herramientas o por caminos poco conocidos.
Nuestra fe no es una serie de proposiciones que imponemos a la gente como una especie de billete de entrada al Reino. La fe es una iluminación que alumbra todo y todos los acontecimientos del mundo. Es como una vela en una habitación llena de espejos, que se repite y se refleja al infinito. No definimos a Cristo en nuestro credo. Lo proclamamos: «Luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero. Engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre». Esa proclamación fue formulada por los pueblos mediterráneos. ¿Cómo hago yo, un cristiano japonés para explicarla a mi gente? De la única manera que puedo, convirtiéndome yo mismo en el espejo que refleja la luz, por imperfecto que sea. Estamos aquí reunidos para elegir al Obispo de Roma. Según la tradición, él se convertirá en el sucesor de Pedro, el pescador, que fue el primero en negar a su maestro, pero que fue nombrado por él como la piedra sobre la que edificaría su Iglesia. Tenemos que encontrar otro Pedro, consciente de su propia fragilidad, consciente de las necesidades de un amplio y disperso rebaño. No debemos crear mitos en torno de él. No debemos afirmar que toda la creación se le revelará en el momento en que sea elegido. Debemos elegir a un hombre que cuide a su pueblo, que esté abierto a él, que no busque siempre dirigirlo en todos los actos de su vida, que no utilice contra él la poderosa burocracia de la Iglesia, sino que intente aprender de él a través de las parábolas cotidianas de la experiencia humana. y, una vez que lo elijamos, no podremos destituirlo. En consecuencia, no deberíamos caer en celos personales sino más bien buscar a aquel de nosotros en quien podamos confiar para que guíe al rebaño hacia praderas nuevas y más abiertas.
-Amén. -El asentimiento de Luca Rossini fue firme, pero incluso mientras pronunciaba esa palabra se preguntaba si su propia convicción sobreviviría a las consecuencias.

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