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domingo, 17 de marzo de 2013

Mi Cristo Roto: "El equipaje de Cristo" y "Maniobra de Cristo en un carrazo".


El equipaje de Cristo.
 
Uno de los problemas que se presentó desde el comienzo de las visitas de Cristo fue su traslado. ¿Cómo llevarlo?
-Llévame en una maleta. Tú tenías una maleta pequeña que usabas antes para tus viajes cortos ¿Dónde la tienes?
-En el cuarto de los trastos, llena de polvo. Ya no sirve para nada, Señor.
-Puede valer para trasladarme a Mí.
-Señor ¿Y vas a ir Tú donde viajó mi ropa sucia? ¿Tú, Señor, revuelto y mezclado entre el polvo y el olor a humedad?
-A Mí no me puede manchar ninguna de esas cosas. Si siendo Dios me hice hombre para ser igual a vosotros ¿Por qué siendo Yo hombre, crucificado y roto, no me dejáis vivir como vosotros, entre vuestras cosas? Me aisláis, me colocáis aparte en recintos especiales y sagrados. Comprendo vuestra intención de respeto, pero corréis el peligro de alejarme, de colocarme a una altura inaccesible y lejana. Por eso quiero que me lleves en tu maleta, a ver si me sentís más vuestro, más íntimo. No tengas miedo que me manchen las huellas sucias de tus maletas. ¿Acaso no llevas una medalla (o crucifijo) colgada de tu cuello sobre tu misma carne? ¿No está tu carne muchas veces más sucia que tu misma maleta usada? Quiero que esa maleta vieja y rota sea un signo que me revele y me preceda a los hombres, a los pobres, a los que sufren, a los que se sienten como pobres maletas rotas, maltratadas y arrastradas por los demás, cansados de rodar de mano en mano, de oficio en oficio, de abuso en abuso, y que al fin arrinconados y arrumbados andan por ahí como maletas usadas que ya dieron de sí cuanto podían y que ya no valen para nada. Que vean que ella es mi único equipaje porque en este mundo el que se ensalce será humillado y el que se humille será ensalzado.
 
 
Maniobra de Cristo en un carrazo.
 
Un día después de comer, me dijo Cristo:
-A ver si me localizas en el fichero de “Invitaciones Tontas” aquella que te indiqué que pusieras aparte ¿La recuerdas?
-Sí, Señor. Lo recuerdo. Se me quedó grabado precisamente porque fue la primera.
-Pues tráela. La vamos a necesitar.
La localicé al instante. Se trataba de un matrimonio de mediana edad, piadoso, muy rico y muy bien relacionado, que quería unir a otros veinticuatro matrimonios de su misma posición y estilo para rendirle un homenaje a Mi Cristo Roto. Aquí dice que habían insistido varias veces y que Cristo se había negado siempre.
-Telefonea enseguida y comunícales mi aceptación. Que vengan a recogerme en su auto mañana a las cinco de la tarde. Pregunta si tendrán tiempo de avisar a los otros veinticuatro matrimonios.
-De acuerdo, Señor.
Yo no salía de mi asombro: era la primera vez que Cristo aceptaba una invitación tonta. Acudieron los dos, él y ella, los dos al teléfono, claro que ella llevaba la voz cantante.
-Por supuesto que tendremos tiempo de localizar a los otros veinticuatro matrimonios. Además, vendrán los solistas de la orquesta de cámara y el cuarteto clásico. Entonces ya lo sabe, padre, mañana a las cinco en punto de la tarde estaremos mi marido y yo con el auto a la puerta de su casa para recogerlos a Cristo y a usted.
Una sola cosa parecía clara: algo especial e insólito estaba buscando Cristo al aceptar aquella tonta invitación con orquesta y coro, tan contraria a su estilo y costumbre.
-En fin, mañana lo veremos-. Concluí resignado.
Debo de confesar que deseaba con todo mi corazón que llegara las cinco de la tarde del día siguiente. A las cinco menos diez fui a buscar la imagen y la fui a colocar como siempre en la maleta.
-Ya va a ser la hora, Señor.
Cuando iba a cerrar la maleta, Cristo me dijo:
-Un momento. Dos cosas. Primero: que te dejes dócilmente guiar por Mí sin tomar ninguna iniciativa propia ni extrañarte de cuanto pueda suceder; y segundo: que esta noche me quedo en la casa que vamos a visitar, regresarás tú solo, Yo quiero pernoctar ahí. Ya lo sabes. Cierra la maleta.
-Sí Señor -. Contesté cada vez más intrigado y un poco temeroso.
No había acabado de asegurar el cierre oxidado de la maleta cuando sonó el timbre de la calle. El matrimonio, con su auto, aguardaba puntualísimo a la puerta. Yo ocupé el asiento delantero al lado del chofer y coloqué como siempre sobre mis rodillas, la vergonzante maleta, ahí iba Cristo.
El conductor a mi lado, entregado a su oficio, manejaba con su habitual dominio a través del tráfico incómodo. Pero al poco tiempo, yo empecé a extrañarme de la dirección que llevábamos completamente opuesta a la zona residencial en que vivía el matrimonio. Pensé que tal vez debíamos recoger a alguien en el camino y hacer otra diligencia, y callé naturalmente. Total, los caminos de Dios son rectos y por ellos andarán los justos. El chofer seguía manejando con absoluta normalidad y el matrimonio a mi espalda, mantenía su silencio inicial que a mí no me extrañaba.
Entramos a una colonia donde las casas se iban haciendo cada vez más modestas, una pasmosa serenidad presidía todos los movimientos del chofer. Parecía solo y aislado en el auto, ceñido por una atmósfera sobrehumana que lo inspiraba y defendía al mismo tiempo como si fuera él solo en el auto hacia una misteriosa meta fija de la que ni dudaba ni nadie podría apartarlo.
-¡Alfonso, por favor! –chillaba la señora-. ¿Qué le pasa a usted? ¿Se ha vuelto loco? ¿Adónde nos lleva?
Alfonso disminuyó la marcha, pues la mala pavimentación de la calle no permitía mayor velocidad. Dio vuelta a la derecha en la esquina y hacia la mitad de la manzana detuvo el auto suavemente con la naturalidad del que ha llegado a su destino.
Salió del coche, se quitó la gorra y con ella en la izquierda, nos abrió respetuosamente las portezuelas del auto para que fuéramos saliendo. Todo en un silencio sagrado.
Salimos los tres del auto, sin dudar y sin comentarios. Yo el primero, más rápido, con la vieja maleta en mi mano. La señora, misteriosamente calmada, había cesado de preguntar y se estiraba en la acera la falda un poco encogida. Los tres nos pusimos a examinar el sitio donde nos habían llevado.
Estábamos ante un edificio viejo y barato, como de cinco plantas. El auto se había detenido justamente ante su puerta. Yo miré hacia arriba y vi el número que correspondía la casa, el cincuenta y dos, como quien comprueba la exactitud de una dirección.
No reconocía la zona ni la calle pero todo parecía normal. No preguntábamos nada. La impasible serenidad que hacía poco yo constataba en Alfonso el chofer, se nos había contagiado a los tres sin darnos cuenta y los tres nos dirigimos hacia la entrada del edificio.
-Usted primero, padre- me insistió el matrimonio.
-Bueno, iré adelante para guiarlos- concedí, flanqueando el umbral que yo no había pisado jamás.
No había portero ni portería. La escalera quedaba al fondo, al final de un largo y oscuro pasillo.
-Todo derecho, síganme sin miedo. No hay ningún escalón.
-¿No habrá ascensor, padre?- preguntó a mi espalda el marido.
-Lo siento –. Yo contesté sin haberlo verificado pero muy seguro de mi respuesta- Estas casas baratas y viejas no tienen ascensor.
-Lo preguntaba porque mi mujer no puede subir escaleras. Se lo ha prohibido el médico.
-Es igual, vamos despacio. No te preocupes –dijo la señora, acercándose más a su marido y tomándose de su brazo.
-Lo malo es que vamos a tener que subir los cinco pisos enteros hasta la azotea –afirmé yo con toda aseveración mientras tanteaba con la izquierda en el barandal de la escalera y me aventuraba por el primer tramo con la maleta y con Cristo en la derecha.
Cuando íbamos llegando al primer piso, el inquilino del segundo había salido de su departamento y había encendido la luz de la escalera. Era una bombilla amarillenta y sucia. Nos cruzamos con él cuando bajaba.
-Buenas tardes–. Nos saludó.
-Buenas tardes–. Contestamos nosotros y respondimos decididos.
Lo paradójico es que si se le hubiese ocurrido preguntar a quien buscábamos, no hubiéramos sabido que contestar. Subíamos despacio. Nos frenaba el corazón delicado de la señora, la cual detenida en un escalón y apoyada en el pasamanos le decía a su marido.
-¿Pero adónde vamos?
Vuelto al matrimonio yo le pregunté:
-¿Qué decía la señora?
Ella me miró extrañada y serenamente dijo:
-Eh… yo… eh… ah, no. Nada, padre.
-Nos queda ya muy poco. Un tramo nada más y ya estamos en la azotea. Ánimo.
Por fin, tras el último escalón, nos encontramos ante dos puertas correspondientes a dos cuartos. No supe porque pero sin dudarlo un solo instante, me dirigí a la puerta de la derecha. No busqué el timbre ¿Para qué, si no existía? Toqué con los nudillos. Toqué pero por pura fórmula pues sin aguardar respuesta, empujé la puerta que estaba arrimada solamente y penetré decidido en la vivienda. Detrás de mí entró el matrimonio.
La habitación estaba oscura pero poco duró la oscuridad. En cuanto yo dije “Buenas tardes”, se oyó el leve chasquido de un interruptor y se encendió una bombilla mientras una voz femenina lenta y suavemente nos decía:
-Pasen, pasen por favor. Gracias a Dios ya llegaron. Toda la tarde los llevo esperando. Pasen. Estarán bien fatigados después de haber tenido que subir tantas escaleras sin ascensor. Dios se los pagará todo. Pasen.
La voz venía de una cama situada al fondo de aquel reducido cuarto. En ella yacía un poco incorporada, una mujer anciana paralítica como de unos ochenta años, que con dulce sonrisa seguía diciéndonos:
-Perdonen ustedes esta pobreza y casi miseria. Solamente hay una silla. Perdonen. En cuanto a la imagen de Mi Cristo Roto, vea usted mismo, P. Ramón, dónde la coloca aunque no tiene donde escoger. Es todo tan miserable.
-No se preocupe-. Le dije mientras colocaba la maleta para abrirla sobre la única silla.-A Nuestro Señor no le interesan los sitios cómodos y elegantes. Nuestro Señor ha venido a estar con usted.
Y coloqué la imagen en el regazo de la anciana sobre la pobrísima colcha de aquel lecho. Desde que lo saqué de la maleta, sentí que Cristo se me iba de las manos y me las empujaba al mismo tiempo hacia la anciana. Yo sólo me tenía que dejar guiar, acuérdense. Él ya me lo había anunciado de antemano.
La anciana, al ver a Cristo en su regazo, levantó luego las manos sobre su pecho y exclamó en un sollozo:
-¡Señor, Señor! ¡Tú en mi casa!
No pudo decir más. Las lágrimas corrían por sus mejillas. Separó las manos, las fue acercando lentamente a Cristo y con mimo maternal fue acariciando suavemente aquellos miembros rotos mientras de cuando en cuando, en sollozos en sollozos, exclamaba:
-¡Señor, Señor! ¡Al fin viniste!
Cuando se serenó un poco, alzó la cabeza, me miró y me dijo suplicante:
-Padre ¿No me deja darle un beso al Señor?
Yo asentí en señal de aprobación. El beso fue largo y sosegado. Buscó expresamente para besar a Cristo, el muñón partido de la pierna derecha. Y yo pensé en las piernas paralíticas de la anciana, inmóvil en su lecho desde quien sabe cuando.
Sola y sin familia. El único hijo a Estados Unidos. Ella recibió solo una carta: la de llegada. Y luego el silencio y la soledad, y el abandono absoluto en aquella azotea perdida en la colmena gigantesca de la gran ciudad.
Así la contemplábamos en un misterioso silencio que hacía más honda aquella soledad. La anciana había vuelto a dejar a Cristo sobre su regazo pero la pobreza, la estrechez de las paredes despintadas, el techo bajo de la azotea nos ceñían y apretaban la falta de ventanas, el aire encarcelado, en fin, se respiraba mal.
Por eso, de pronto la señora, como quien se libra de un encantamiento, dio un paso hacia adelante y tomando a su marido del brazo, dijo:
-Vámonos a casa. Sácame de aquí. Estoy que me ahogo, vámonos.
Yo me acerqué como para tranquilizarla y entonces se encaró conmigo:
-Usted es el culpable de toda esta burla. Usted nos ha engañado. Vámonos de aquí. Miguel ¿Te das cuenta lo que pasa? A estas horas tenemos en casa a los matrimonios invitados que nos esperan ¿Qué estarán pensando de nosotros? ¿Cuánto hacen que estarán esperando? ¿Y la orquesta? ¿Y el cuarteto? ¡Vámonos!
La anciana, que hasta ese instante estaba ensimismada en Cristo, parecía no estar en la realidad ni percibir siquiera los gritos de la señora. Levantó la cabeza y preguntó suavemente:
-¿Qué sucede, padre? ¿Necesita algo la señora?
-Le estaba diciendo a mi marido que deberíamos volver a casa, pues tenemos unos invitados que nos esperan.
-Mi Marujita debe estar por llegar. Si usted espera un poquito se la presento. Perdonen tanta pobreza.
-¿Marujita es su hija? –preguntó la señora.
-No, yo no tengo a nadie. Marujita es la vecina que vive en el cuarto de al lado. Vecina solamente, pero que se ha tomado por propia voluntad desde hace cinco años que llegó a vivir aquí. La carga de atenderme sin ser nada mío. ¡Pura caridad! Usted comprende ¿Qué sería de mí sin ella? Yo no tengo nada, ella paga la renta del cuarto, el doctor, la comida, cose, lava, me baña, todo. ¡Pura caridad!
-Me gustaría conocerla-. Dijo la señora.
-Ya no tarda. Es muy buena conmigo. Claro que cuando la vean, van a adivinar a primera vista… bueno, se nota enseguida. ¡Pobrecita! Y de eso precisamente le he estado hablando a Cristo y le he repetido una vez más que acepte mi vida y mis soledades por ella, por Marujita. Y estoy segura que el Señor la ha aceptado y la ha perdonado por encima de lo que ustedes sospechen de ella cuando la vean. Ella es muy buena conmigo.
-Bueno, si no tarda, esperamos un poco ¿Te parece? –preguntó la señora a su mirada.
Luego se acercó a mí, conciliadora.
-Padre, si le parece esperamos, y una vez que dejemos a la señora con Marujita, nos vamos a la casa con Mi Cristo Roto. ¡Ay, estoy impaciente pensando en los invitados y en todo lo que dejamos organizado!
-Lo siento señora, pero Mi Cristo Roto se queda aquí. No irá a su casa.
-¡¿Y los invitados?! –protestó la señora.
-Ellos son muchos, están muy bien acompañados, tienen orquesta y coro. Aquí en cambio, todo es miseria y pobreza. Por eso Cristo se queda aquí.
-¿Porque usted así lo decide? –preguntó agresiva.
-No, yo no decido nada. Así lo ha decidido Él. Pregúnteselo si no.
-¿Y entonces por qué aceptó nuestra invitación?
-Aceptó su invitación y la ha cumplido, pero de un modo mucho más real y auténtico.
-¿Engañándonos, no?
-No. Verá: ustedes querían invitar a la imagen tallada de Mi Cristo Roto y a Él le pareció poco. Quiso ofrecerles más y les dio este Cristo Roto vivo y sufriente que es esta anciana. Mire señora, mire como se unen y se funden y se complementan en un mismo lecho de dolor en una sola cruz: la imagen de Mi Cristo Roto y la realidad crucificada de esta anciana paralítica y sola desde hace veinte años. ¿No es maravilloso?
La señora comprendía, asida al brazo de su marido. Ambos bajaban la cabeza. Y al fin, me preguntó rendida ya:
-¿Por qué, padre, no nos lo dijo así desde el principio y nos previno de todo?
-Pues porque yo mismo no lo sabía, y porque si se los hubiera propuesto antes, tal vez ustedes no hubieran aceptado. Somos así, encontramos disculpas para todo: el barrio bajo, los cinco pisos sin ascensor, la prohibición del médico de que suba escaleras. A veces Cristo no tiene más remedio que recurrir a estas travesuras para darnos una lección. Ustedes querían un Cristo Roto de madera, pues aquí tienen un Cristo Roto vivo, de carne…
Un rápido taconeo nervioso y alborotado se acercaba por las escaleras. Los tres volvimos la cabeza.
-Ya estoy aquí. No tardé mucho ¿Verdad?
Era Marujita. Se quedó inmóvil al vernos ahí dentro.
-Pasa Marujita, pasa -. Le dijo la anciana, afectuosamente. –Estos señores son amigos.
-¡Buenas tardes! –dijo Marujita, secamente.
Sin duda, nuestra presencia le molestaba.
-¡Buenas tardes! –contestamos nosotros.
Intervino la anciana.
-Esta es Marujita, de la que tanto les he hablado y que tan buena es conmigo.
A Marujita la observábamos y examinábamos los tres. Era imposible no prejuzgarla. Por su apariencia era claro que su oficio era de esos que tienen que llevarse escritos y gritarse provocativamente en la cara, en la voz, en el vestido, en los tacones, en los gestos, en la forma de andar. De modo que Marujita era ¡Eso! Y vivía de ¡Eso! Y ejercía ahí mismo, pared por medio, en el cuarto contiguo.
Marujita no se decidía a entrar. La anciana insistió.
-Pero pasa, pasa Marujita. Acércate.
-¿Para qué? ¡Si este cura y estos señores vienen por ti para llevarte a un asilo o a un hospital, pos’ que te lleven de una vez! Ya vi su “carrazo” estacionado allá abajo. Pero digo yo que ya podrían haber venido a buscarte hace años ¿Eh? Cuando nadie te hacía caso, cuando estabas ahí tirada y abandonada como yo te encontré. Y no venir ahora, precisamente ahora, cuando yo te cuido y te atiendo… y te quiero… y no te hace falta nada, es ahora cuando vienen a quitarme a mí este gusto y esta ilusión que yo tengo contigo.
-¡Que no, Marujita, que no! Estos señores no vienen a buscarme ni mucho menos y mientras tú me quieres cuidar, yo no consiento que nadie, nadie ¿Lo oyes? Nadie me lleve de aquí. Anda mujer, tú eres todo lo que yo tengo en el mundo, no tengas celos.
Y mientras Marujita avanzaba lentamente al principio y corriendo después, yo empujé al matrimonio hacia la puerta la cual dejamos cerrada detrás de nosotros.
Empezamos a bajar la escalera, pero se imponía el comentario. En el primer descanso la señora aprovechó.
-¿Y qué me dice usted, padre, de la tal Marujita?
-¿Yo? Bueno, pues ya lo ve usted, he ahí otro Cristo Roto.
-¡Ay padre por favor! –Se indignó la señora-. Eso me suena a blasfemia.
-Suena tal vez, pero no lo es. Un Cristo Roto pero no en lo físico como la anciana, sino roto espiritualmente. En el alma. En una de las roturas más descarnadas y ofensivas de esa quiebra espiritual de Cristo en nosotros que es la prostitución. Sí, déjeme continuar aunque nos disguste oírlo. Y ya ve, Cristo la trajo a usted, a nosotros, a esta casa, a esta mísera azotea para que conociera en una realidad viva esa otra rotura de Cristo, esa otra forma que nos repele y escandaliza pero que no suele dolernos de Cristo Roto. Tal vez usted nunca lo había visto en su ambiente auténtico tan de cerca. Tal vez usted ha visto el pecado elegante y aristocrático en un ambiente refinado, culto y rico, pero tal vez le faltaba esta otra visión descarnada y rota. En este momento, detrás de aquella puerta hay juntos tres cristos rotos, tres cruces, tres pasiones. ¿No creen ustedes que valió la pena hacer esta visita?
Pero el matrimonio no pudo contestar porque tuvimos que apartarnos para dar paso a un joven que se acercaba. Subía de prisa. Al pasar junto a nosotros y al ver ahí a un cura, se quedó un poco “cortado” pero siguió subiendo hasta la azotea.
-¿Y ese, qué? –Atacó la señora.
-¡Otro Cristo Roto!
Sí, y no protesté. Y no se adelante ni condene antes del pecado. ¿Qué sabemos nosotros lo que allá arriba pueda pasar?
Ya en la calle yo quise tomar un taxi para regresar a mi casa, pero ellos no lo consintieron. Insistieron en llevarme a mi casa.
-¿Y qué les digo a los invitados?
-Bueno, simplemente dígales lo que pasó. ¿No le parece maravilloso?
-¡Ay sí! ¿Pero lo creerán?
-Bueno, pues eso es lo malo. Que a veces estas maravillosas verdades no las cree nadie por falta de fe. Pero pruebe a ver de todos modos.
-Un último ruego, padre. ¿Mañana lo podremos acompañar cuando vaya a recoger el Cristo Roto?
-Sí, con muchísimo gusto.
-¿De verdad? ¡Qué alegría, que honor! Hasta mañana, padre.
Puntualmente, Alfonso pulsó el timbre de mi casa la mañana siguiente.
Ya en camino, pregunté jovialmente a la señora.
-¿Y cómo va a subir hoy los cinco pisos? Porque ayer fue distinto ¿Qué hoy no tiene miedo?
-No, ninguno. Desde que entré en contacto con Mi Cristo Roto, ya no pienso en las escaleras ni en mi corazón enfermo.
-¿Ya se le curó?
-Curado no sé, cambiado sí.
No me extraña. Lo primero que hace Cristo es tratar de cambiarle a uno el corazón.
Alfonso paró en el mismo lugar que el día anterior. Bajamos y emprendimos la ascensión de los cinco pisos.
Nos extrañó cruzarnos con bastantes personas que subían o bajaban las escaleras por aquella escalera ayer tan solitaria. Todos, silenciosos y pensativos, nos saludaban con ligera inclinación de cabeza.
Cuando entramos en la vivienda, comprendimos todo: la anciana paralítica había fallecido en la madrugada. La encontramos con los ojos suavemente cerrados. Y sobre el pecho descansaba también Mi Cristo Roto haciéndole compañía.
Marujita nos recibió llorando. Era una Marujita completamente distinta. Nunca pude imaginar que en tan pocas horas pudiera cambiar tanto una mujer. No era por el trajecito sastre negro muy discreto ni por la falta de maquillaje ayer tan excesivo, no. El cambio estaba en todo su ser. Nos contó que al marchar nosotros la tarde anterior, la anciana empezó a sentirse mal, se le agudizó una vieja afección cardiaca. Marujita estuvo con ella en todo momento, todo fue dulce y sereno. Presidido y centrado todo en Mi Cristo que se convirtió para la anciana en médico, amigo, redentor y sacerdote.
-¡Fue Él! –Repetía Marujita-. El que vino a llevársela, porque solo Él puede dar una muerte tan dulce. Pero yo me quedo tan sola, sin nadie, que no sé cómo voy a poder vivir sin mi viejita.
Y rompió a llorar desconsoladamente. Cuando Marujita se enteró que yo iba a llevarme a Mi Cristo Roto, lo tomó y me llevó aparte.
-¡No, padre, no por favor! ¡Usted no puede llevárselo, ahora no! Él vino por ella, pero también vino por mí. Acuérdese padre, yo hablé con usted, ella me pidió que yo le hablara por teléfono. No se lo lleve. Esta va a ser mi primera noche sola aquí, Él me hace falta para que no me pase nada, para asegurar el cambio que la muerte de mi viejita ha obrado en mí. Padre, vaya tranquilo que yo le aseguro que con Él aquí, no pasará nada esta noche. Déjemelo por favor.
Tomé el Cristo Roto de las manos de Marujita y lo volví a poner en el pecho de la anciana muerta como para preguntarles que hacer y los vi a los dos que me decían que sí, que dejara a Cristo dejar esa noche con Marujita en el otro cuarto de la azotea.
Cuando le anuncié al matrimonio lo que iba a pasar, la señora protestó.
-¡¿Con Marujita!? ¡¿Toda la noche?! ¿En esa vivienda que es un prostíbulo?
-Que fue-. Repliqué triunfante-. ¿No ha visto a Marujita? ¿Se ha fijado bien en ella?
Y la señora ofendida:
¿Qué si me he fijado bien? ¿No cree que ya la vimos ayer en la tarde lo suficiente? De modo que en una casa pública si se queda Cristo a pasar la noche con una… prostituta, pero a una casa honrada y decente con devoción religiosa como la nuestra no acepta venir y me deja plantados a todos los invitados tan piadosos, tan intachables, tan… ¡Argh, no hay quien entienda la religión! ¡Vámonos! –le dijo al marido.
-Un momento nada más -. La detuve suavemente. –Recuerde señora aquello del Evangelio que Cristo dijo, a propósito de otra Marujita que ahí se llamaba María Magdalena: “Se le ha perdonado mucho, porque ha amado mucho”.
-¡¿Y ésta, a quién?! O mejor dicho ¿A cuántos no habrá amado? ¡Respóndame!
-¡¡Pues por lo menos amó y usted lo ha visto con una asombrosa entrega de hija y enfermera durante cinco años y sin esperar recompensa a esta anciana desamparada y sola que no tenía nada que ver con ella!! ¡¿Qué no es eso amor?! ¡Seguramente que ni usted ni yo podemos presentarle a Dios cinco años de caridad como los de esta mujer, así que no la insulte ni cuestione que nos gana a los dos en amor y caridad!
A pesar de toda su indignación y sus protestas, el matrimonio me telefoneó para anunciarme que asistirían al entierro de la anciana y que pasarían a recogerme en su coche.
-Le tengo preparada una sorpresa, padre. Estoy segura que le va a encantar.
-Una gran corona de flores para la anciana.
-Ay no, otra cosa. Claro que también le llevaré flores pero no es eso.
Efectivamente, jamás lo hubiera adivinado. Cuando doblamos la esquina para entrar a la calle y pararnos ante el número 52, me quedé pasmado. ¡No teníamos sitio para aparcar! Toda la calle estaba ocupada por dos filas de elegantísimos automóviles. La señora no cabía de gozo viendo mi sorpresa.
-¡Cuéntelos padre, cuéntelos! ¡Ahí están! ¡Los veinticuatro autos de los veinticuatro matrimonios que yo había invitado al homenaje a Mi Cristo Roto!
-De acuerdo-. Contesté.-Sí, pero esta vez el Cristo Roto homenajeado es la anciana muerta.
-Sí padre, sí. Y Marujita también y aunque me cuesta, voy aprendiendo poco a poco como buscar y entender a Cristo.
En el cementerio, junto a la fosa de la anciana, la señora me presentó a los veinticuatro matrimonios.
-Padre, necesitamos que nos dé todas las direcciones de todos los cristos rotos, solos y abandonados que conozca. Queremos cuidarlos y amarlos, como Marujita cuidó y amó a esta anciana, a este Cristo Roto que hemos acompañado hacia esta tumba y que espera su resurrección para unirse al Cristo completo y perfecto.
No supe que contestar. Mi Cristo Roto se las había ingeniado para visitar de verdad, y de qué modo, a los veinticinco matrimonios.
El otro día me hablaron para poner la primera piedra de lo que será un asilo de ancianos.
 
 
A veces tenemos un respeto tal por Cristo, que lo hacemos tan distante... y eso constituye un riesgo, por mucha sacralidad que se le atribuya. No es bueno colocar algo en un lugar tan alto, porque después es dificil bajarlo. ¿Por qué no tenerlo en nuestra vida? Llevándolo al trabajo, que nos acompañe en nuestros estudios, con nuestros amigos, en las buenas situaciones, en momentos de dolor... O incluso, llevarlo de vacaciones, en vez de "mandarlo de vacaciones" mientras vamos a la playa. Cada vez que suelo viajar, siempre busco algún templo cercano para ir a la Eucaristía o si estoy de paso, al menos orar por unos minutos ante el Santísimo. No dejarlo encadenado en un lugar, sino dejar que nos acompañe, pensando en que Cristo compartió nuestra humanidad. Al menos una imagen de él en nuestro celular, meditar por unos segundos en el transporte público, dedicarle un pensamiento en donde sea, entonar un canto cuando estemos solos, Él no nos pide que no despeguemos el rosario de nuestras manos. Si él rió, lloró, amó, tuvo amigos, se enojó, comió, se cansó, tuvo hambre, asistió a fiestas, tenemos motivos suficientes para hacerlo partícipe de nuestra vida y no repetir aquello de "Él vino a los suyos, pero los suyos no lo recibieron".
Otro punto es la apertura de nuestros sentido ante el sufrimiento ajeno, ante lo que no vemos... o no queremos ver. De día en nuestras calles podemos ver gente transitando sin parar, pero de noche el ambiente cambia: travestis, prostitutas, borrachos, mendigos, personas con malas intenciones o simplemente, personas que no tienen un lugar donde vivir. En ellos, nunca los veremos a primera vista, es cosa de saber buscar y con inquieta curiosidad, y nos daremos cuenta que ellos están escondidos... y lo más increíble es que suelen estar en lugares en los que he pasado muchas veces, de día o de noche, pero que nunca sospeché que buscarían refugio allí. Algo similar ocurre en nosotros: ocultar nuestros dolores, nuestros sufrimientos, nuestras cruces: Mantener un noviazgo con alguien cuando en realidad no ama a su pareja porque la otra persona no se interesa o no tiene el valor suficiente o no se da cuenta, estudiar una profesión y tener buenas calificaciones cuando su corazón tiene pasión por el arte, alguien que va de fiesta en fiesta para fumar y beber para ocultar el dolor de la muerte de su madre, una persona seductora y extrovertida que odia ser buscada por sus atributos y sin embargo no es eso lo que quiere sino que desea ser amada, y así podríamos estar. Por esas cruces ocultas que solamente vemos la punta del iceberg, no vemos el resto gigante de éste bajo el agua, por eso tenemos esa tendencia de juzgar a otras personas en vez de ser más comprensivos y considerados, lo cual no significa justificar actitudes y acciones, pero sí mirar con misericordia. En palabras de Cristo significa que si "hay alguien de entre ustedes que esté libre de culpa, que arroje la primera piedra". Y aún a pesar de nuestras faltas, Dios nunca se cansa de perdonarnos (como decía el Papa Francisco en su primer ángelus). Por eso, Dios no quiere la muerte del pecador.

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