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martes, 12 de marzo de 2013

Un Papa según el corazón de Dios.


Esta mañana he "madrugado" para seguir online la misa "Pro eligendo Pontifice", pero por hacer un trámite no pude ver el inicio del cónclave, aunque pude ver la primera fumata negra.
Gran parte de las palabras de la homilía del decano del Colegio Cardenalicio, el Cardenal Angelo Sodano, pedían que el próximo Papa sea un hombre con especial atención al corazón humano, que con urgencia promueva el amor y la preocupación hacia el dolor, "que lleve a cabo con corazón generoso la noble misión de presidir en la caridad... un amor que se hace notar particularmente en el contacto con el sufrimiento, la injusticia, la pobreza, con todas las fragilidades, tanto físicas como morales".
Hoy, en la tarde, mientras en la Catedral se acercó un hombre pidiendo ayuda a lágrima viva, pues su pareja lo echó de casa y además, marchándose con su hija y llevándose las cosas, solo porque él no tiene nada, incluso había perdido su fuente de trabajo. Llamé al párroco para que lo ayudara. Y durante ese momento, también se me vinieron a la mente las otras palabras que mencionó el Cardenal Sodano con respecto a nuestra responsabilidad en el mundo y no buscar ser servido, porque "cada uno de nosotros está llamado a cooperar con el Sucesor de Pedro". Al ser el Siervo de los Siervos de Dios (uno de los títulos del Ministerio Petrino), le corresponde una gran responsabilidad, por lo que cada uno de nosotros debemos acompañarlo incondicionalmente con nuestra oración y nuestras acciones, desde los lugares en los que nos movemos.
Tengo mis candidatos y mis preferencias, pero oro para que el próximo Vicario de Cristo no sea de mi preferencia ni de alguna otra persona, sino que sea el candidato que Dios mismo escoja, más allá de nuestra posición progresista o conservadora, a buscar el bien de la Iglesia de Cristo y no nuestro provecho personal.
Mientras se esperan elecciones en Venezuela tras la muerte de Chavez, mientras los japoneses aún se encuentran sensibles tras la pesadilla del terremoto de hace 2 años, mientras se vive con tensión la amenaza de Corea del Norte amenazando con un conflicto armado a EEUU y a Corea del Sur con arsenal nuclear que dejaría consecuencias funestas, mientras mucha gente ya no confía en las instituciones (civiles, políticas y religiosas), mientras la Iglesia Clandestina sufre bajo el regimen comunista de la República Popular China con la persecusión religiosa disfrazada de "Iglesia Patriótica de China", mientras existe una mayor conciencia del medio ambiente, mientras se acrecienta las creencias en las conspiraciones y supersticiosas que esclavizan multitudes bajo el miedo, mientras en varios países son perseguidos a muerte los cristianos solo por portar un crucifijo con el crimen de participar en la Eucaristía en la que la sangre de estos mártires son la semilla de muchas vocaciones (a la vida sacerdotal, religiosa, matrimonial, etc), mientras estos problemas y más son el escenario de fondo para la procesión del Colegio Cardenalicio hasta la Capilla Sixtina para el Cónclave 2013 aislándose del mundo momentáneamente para elegir al nuevo Papa, hay que hacernos la siguiente pregunta: ¿Quién será el próximo hombre en calzar las sandalias del pescador?
Este será el último fragmento del libro "Eminencia" de Morris West que compartiré en el blog, con ocasión de la Sede Vacante ante la elección del nuevo Sucesor de Pedro, cuya finalidad ha sido mover a la oración y ayudarnos a discernir los signos de los tiempos para pedir a Dios un Papa según su corazón. Especial atención a los últimos párrafos en cursivas.




A las seis y media de la mañana, la Casa de Santa Marta había sido abandonada por todo el personal no autorizado. Los cardenales y sus asistentes estaban encerrados en el interior y los miembros de la Vigillanza vaticana estaban apostados en las entradas y salidas. A las siete en punto se tomó el primer juramento del cónclave a todos los participantes y al personal.
«Prometo y juro que respetaré el secreto inviolable de todos y cada uno de los temas relacionados con la elección del nuevo Pontífice que se discutan o decidan en las reuniones de los cardenales, lo mismo que todo lo que ocurra en el cónclave o en el lugar de la elección, directa o indirectamente, y finalmente con respecto a la votación y a cualquier otra cuestión de la que pueda llegar a enterarme.
No violaré de ninguna manera este secreto, ni directa ni indirectamente, mediante señales, palabras, por escrito ni de ninguna otra manera. Además, prometo y juro no usar en el cónclave ninguna clase de instrumento transmisor o receptor, ni aparatos para tomar fotografías; todo esto bajo pena de excomunión latae sententiae (es decir, automáticamente), reservada de manera especial a la Sede Apostólica.
Mantendré este secreto escrupulosa y conscientemente, incluso después de la elección del Pontífice, a menos que el propio Pontífice me otorgue un permiso especial o una autorización explícita.
De igual manera prometo y juro que jamás prestaré ayuda ni colaboración a interferencia alguna, oposición u hostilidad, ni a otra forma de intervención mediante la cual los poderes cívicos de cualquier orden o grado, o cualquier grupo de individuos, puedan querer interferir en la elección.
Que Dios y estos Santos Evangelios que toco con mi mano me ayuden
».
Después de esto, los electores hicieron un juramento separado para adherirse a la Constitución Apostólica, defender los derechos de la Santa Sede y rechazar todos los vetos de cualquier poder laico con respecto a la elección. Una vez más, el secreto quedaba impuesto y afirmado:
«Por encima de todo prometemos y juramos observar con la mayor fidelidad y con todas las personas, incluidos los asistentes al cónclave, el asunto secreto que tiene lugar en él o en el lugar de la elección, directa o indirectamente relacionada con el escrutinio; no romper este secreto de manera alguna, ni durante el cónclave ni después de la elección del nuevo Pontífice, a menos que éste nos dé autorización explícita».
A las siete y veinte exactamente, el secretario de Estado se levantó para entregar su informe oficial sobre el estado de la Iglesia. Comenzó con una breve despedida al difunto Pontífice.
«Lo hemos llorado. Hemos rezado por él, lo hemos encomendado a Dios como un buen y fiel servidor. Para nosotros, la tarea continúa. En primer lugar, debemos seguir la tradición apostólica y elegir un nuevo pontífice. Permítanme que les muestre el mundo al que deberá enfrentarse...»
Hizo un breve recorrido por los problemas del mundo entero: el islam que renacía, China y sus estallidos en el siglo XX, América con su celosa vigilancia a las incursiones en sus mercados, África y su lenta agonía a causa del sida, India y Paquistán, que construían arsenales nucleares, los árabes y los israelíes, que seguían en guerra por unos simples parches de tierra, las tribus de Europa, que seguían luchando para conservar su identidad étnica y religiosa, los recursos del planeta -bosques, oxígeno y agua-, que se despilfarraban mientras la Iglesia aún se negaba a comprender la terrible realidad de la sobrepoblación. Luego, con el mismo estilo árido, dejó caer sobre la asamblea una granada lista para estallar:
«Nosotros, hermanos míos, tenemos nuestra parte de culpa en todo esto. También nosotros hemos fomentado nuestras guerras y llevado a cabo nuestras matanzas en nombre de Dios. Nos arrepentimos muy lentamente de nuestras fechorías. Hacemos demasiado tarde nuestras reformas. Hemos albergado dentro de la Iglesia a una poderosa organización de clérigos y laicos, una organización acaudalada y secreta que, en nombre de Dios, desarrolla programas que, aunque formulados en documentos y otras manifestaciones expresas, en la práctica contradicen el mensaje del Salvador. No somos, aunque a algunos les gustaría creer que sí, los fieles privilegiados de una Iglesia de elegidos que perseveran hasta el fin en una era apocalíptica. Somos una ciudad enclavada en una montaña, visible para el mundo entero. ¡Piénsenlo bien! Piensen en los escándalos en los que nuestras transacciones financieras secretas nos han sumido...»
Luca Rossini se sorprendió al comprobar lo poco que había sabido de este hombre, y al ver cuánto estaba dispuesto a arriesgar en esta carga contra los molinos de viento. Mientras se acercaba al final, el discurso adoptó un tono distinto.
«Piensen en esto. Procuren discernir el signo de los tiempos que vivimos, que es el mensaje que Dios nos envía de continuo. Procuren discernir de qué, como pueblo de Dios, debemos arrepentirnos y qué debemos cambiar. Les recuerdo que hasta que elijan un nuevo Pontífice sigue vigente el mandato del anterior. Están los que dicen que debería seguir estándolo por toda la eternidad. ¡No es así! Está vigente hasta que la sabiduría de un Pontífice posterior y de sus obispos colegiados lo cambien.
Todos nos hemos sentido conmocionados por la publicación del diario del difunto Pontífice, robado y vendido a la prensa por su ayuda de cámara. Sin embargo, incluso aquí hay algo que se debe discernir. El Pontífice mismo, anciano y enfermo, estaba preocupado con respecto a algunas de sus propias decisiones y directrices, y deseaba poder modificarlas. Él ya está más allá de nuestro juicio, y en las piadosas manos de Dios. Pero nosotros aún tenemos nuestros propios juicios que hacer, y debemos hacerlos con sobria sabiduría. ¡Que Dios nos ayude a todos!
»
Se sentó y guardó un hermético silencio. Faltaban exactamente veinte minutos para las ocho cuando el maestro de ceremonias convocó a Luca Rossini para que ofreciera la homilía a sus compañeros. El texto ya estaba en sus manos, pero ninguno de ellos lo estaba leyendo. Se acercaba la hora de la cena. Los cardenales electores estaban hambrientos. Luca Rossini tuvo repentinamente la macabra idea de que si los molestaba o enfadaba bien podrían comérselo a él como cena. Se persignó y anunció:
«En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. No me proponía hablarles esta noche. Se me ordenó que lo hiciera, pero lo que les diga lo diré con la mano en el corazón. Les hago una simple pregunta: ¿A quién elegiremos como nuestro Papa?
En teoría, a cualquier hombre cristiano. De hecho, está ahora sentado en esta sala. Para bien o para mal, así es como ocurren las cosas hoy en nuestra Iglesia. Es una medida quizá del centralismo en el que hemos caído, de la ignorancia de nuestra propia diversidad. Permítanme que les plantee las dos preguntas que yo me hago con respecto a nuestro próximo Papa.
¿Qué edad debe tener el hombre? Si es demasiado joven, puede durar demasiado tiempo, y las arterias de la Iglesia se endurecerán junto con las suyas. Si es demasiado viejo, o débil, podemos encontrarnos con lo mismo de lo que por poco nos hemos librado, una crisis constitucional en la Iglesia, una crisis de conciencia para los fieles cristianos. Y ya somos una comunidad profundamente herida.
Por eso necesitamos un hombre que nos cure, un hombre compasivo, que sienta compasión por las multitudes, como lo hizo el propio Jesús. Lamentablemente en los últimos tiempos no ha sido fácil descifrar las palabras de compasión y consuelo en los textos vaticanos. Demasiados de nosotros hemos estado más absortos en la exposición dogmática que en los confundidos pero resonantes gritos del corazón humano. Nuestra tarea consiste en difundir la palabra buena y simple. "Miren los lirios del campo, cómo crecen... Los pecados de María Magdalena le son perdonados porque ella ha amado intensamente. Amen a sus enemigos".
Por esta simple razón necesitamos un hombre sereno con respecto a su creencia en la bondad de los propósitos fundamentales del Creador. "Ahora quedan estas tres virtudes: fe, esperanza y amor, y la más grande de todas es el amor". La sabiduría del amor ve y acepta el misterio de la creación, en toda su luminosidad y su oscuridad. El amor transmite el misterio a aquellos que viven en medio del dolor, el temor y la ignorancia.
Nuestro nuevo Pontífice debe ser abierto. Debe escuchar antes de dar su opinión. Debe comprender que el lenguaje es un instrumento imperfecto que cambia todo el tiempo y que es el medio más inadecuado que tenemos para expresar las relaciones entre las criaturas humanas y el Dios que las creó. Éste es el corazón de nuestros problemas. Nuestra gente no cree en nosotros cuando proponemos una moralidad del sexo. Saben que ignoramos su lenguaje y su práctica y que nos está prohibido aprender ambas cosas en una relación marital.
De modo que nuestro hombre deberá pensar cuidadosamente a quién le permite hablar en su nombre. Recordará el respeto que debe a sus hermanos colegiados, a quienes, al igual que Pedro, tiene la tarea de confirmar y dar fuerza. Recordará que, aunque el principio de la primacía de Pedro ha sido reconocido a lo largo de los siglos, él no es ni ha sido jamás el único pastor de la Iglesia.
Aquellos que -por lealtad equivocada o por interés partidista- han pretendido inflar el cargo o la autoridad del ocupante, siempre han hecho un mal servicio a la Iglesia. Finalmente, seguro de su propia fe, respetará a filósofos y teólogos. Estimulará las preguntas abiertas sobre temas complejos. En la libertad de la vida familiar, propiciará el debate entre los hijos y las hijas de la familia. Pondrá fin para siempre a las denuncias secretas y a las secretas averiguaciones sobre la ortodoxia de los eruditos honestos. Los protegerá caritativamente de sus detractores.
¡Caridad! ¡Amor! Todo se reduce a eso, ¿verdad? "La caridad es resignación y amabilidad. La caridad no envidia, la caridad no alardea, no es grandilocuente. La caridad soporta todo, cree en todo. La caridad nunca falla". ¿Ven aquí a este hombre caritativo? ¿Lo conocen? ¿Lo distinguen, en el sentido antiguo de la palabra? ¡Si es así, elíjanlo sin dudar, y ocupémonos de los asuntos del Señor!
».

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