Errores, unos más fatales que otros, son el elemento recurrente que a cada miembro de la Iglesia nos caracteriza, incluyendo los malentendidos entre amigos, aunque a veces me apena mucho que entre hermanos en Cristo, hijos del mismo Padre Dios y de la misma Madre Iglesia, no somos capaces de comprendernos (o no queremos comprender). Lamentablemente es lo más visible de quienes conformamos la Iglesia, siendo motivo de escándalo y censura de nuestros pares.
El texto que compartiré hoy, retomaré el texto "Eminencia" de Morris West, haciendo alusión a los errores (o falta de tacto, incompetencia, como quieran llamarlo) de la gestión de un Nuncio Apostólico, que ahora es cardenal en este fragmento. Detalles no daré, pero al leer el texto dará cuenta del centro de la historia, que comienza durante durante el Gobierno Militar en Argentina (igual a nuestra historia chilena).
He optado por esta publicación ya que el día anterior, con una amiga conversábamos sobre la fecha del cónclave y las acusaciones en algunos cardenales sobre encubrimiento de casos de pederastia (conozco al menos 2 casos, y en ambos hubo encubrimiento, pero uno de ellos también había incompetencia en el manejo del problema). En mi opinión, que he dado muchas veces, es que un candidato al Trono de San Pedro no sería visto con bueno ojos por el resto de sus hermanos del Colegio Cardenalicio para ser elegido y por tanto no le votarían, puesto que uno de los temas que más se ha mencionado en estos días de congregaciones generales es precisamente, el como afrontar los casos de pedofilia, y se esperaría que el futuro Papa haga frente a estos problemas y a la vez los enfrente, continuando con la tolerancia cero, además de mantener la honestidad revelando estos casos, aunque nuestra Madre Iglesia se cubra el rostro de verguenza por los "condoros" de sus hijos. Solo espero que tras estos episodios el Espíritu Santo inspire a los cardenales para elegir al próximo Vicario de Cristo, porque muchos de ellos confían que después de esto, la Iglesia sea un poco más reformada (incluyendo en la colegialidad de los prelados).
Sin tener dos caras y sin tibieza alguna, es importante mantenerse firmes en la fe y en la verdad. Confesemos y lloremos nuestras faltas, pero también sigamos luchando por mejorar y erradicarlas de nosotros.
Un repentino frío invernal acompañó al Cardenal Matteo Aquino cuando entró en la habitación. El Cardenal Luca Rossini presentó a las dos mujeres. Aquino las saludó con una reverencia y, por temor a ser rechazado, se abstuvo de ofrecer la mano. Rossini lo hizo sentarse del lado opuesto de su escritorio. Ocupó su propia silla y depositó el dossier (carpeta de documentos) ante Aquino. Las mujeres estaban sentadas juntas, a un paso del escritorio. Junto a ellas, había una tercera silla para Steffi Guillermin, quien debía llegar en menos de una hora.
Rossini actuó con cuidada formalidad.
-Propongo que grabemos nuestra conversación para que no se susciten dudas sobre lo que aquí se diga. Si alguna de las partes quiere decir algo off the record, interrumpiré momentáneamente la grabación. ¿Estamos de acuerdo?
Todos asintieron. Rossini puso en marcha la grabadora y dictó la fecha, la hora, el lugar y los nombres de los presentes en la reunión. Luego comenzó:
-Esta reunión se realiza con la esperanza de resolver ciertos problemas pendientes entre las Madres de la Plaza de Mayo y su eminencia el cardenal Aquino, ex nuncio apostólico en Argentina. Permítanme aclarar que hace unos días el cardenal Aquino me pidió que mediara en esta discusión. Su Eminencia el Cardenal Salvatore Pascarelli, Secretario de Estado, aprobó la idea. La señora Lodano, líder de una delegación de las Madres de la Plaza de Mayo actualmente en Roma, había estado tratando de concertar una reunión desde hace algún tiempo. No obstante, todas las discusiones se llevarán a cabo sin detrimento de la postura de cualquiera de las partes, y no tienen carácter formal. Yo actuaré solamente como mediador. No he sido convocado para emitir juicio alguno, sino simplemente para facilitar las discusiones. Mi papel no excluye la posibilidad de asumir en alguna medida la defensa de cualquiera de las partes, siempre y cuando esa defensa ayude a alcanzar una solución. Desgraciadamente, hay algunas soluciones que no están a nuestro alcance. No podemos recuperar a los muertos. No podemos decir, al menos por el momento, dónde o cómo los desaparecidos encontraron su fin. La justicia para ellos o el resarcimiento para sus afligidos familiares no están a nuestro alcance.
Permítanme decir también que no es posible dispensar plena justicia al cardenal Aquino, quien como representante diplomático del Vaticano ejerció su misión en Argentina durante un período terrible de la historia del país. Los documentos que él envió directamente a Su difunta Santidad, se encuentran ahora en el Archivo Secreto. Otros, que están en poder de la Secretaría de Estado, no pueden ser puestos a disposición del público hasta que resulte electo un nuevo Pontífice. Se han hecho afirmaciones conflictivas acerca de las acciones de su eminencia en el contexto del período. No es mi función abrir juicio sobre esas afirmaciones, sino simplemente elucidar aquellos hechos sobre los cuales ambas partes puedan acordar en este momento. Eminencia, ¿está usted dispuesto a reconocer que durante el desempeño de sus funciones como nuncio apostólico en Argentina hubo una campaña de terror estatal a gran escala contra ciertas clases de ciudadanos, y que esta campaña incluyó el arresto, la tortura y la muerte de miles de personas y la desaparición permanente de muchas otras cuyo destino todavía se desconoce?
-Sí. No dispongo de una cifra exacta de las víctimas, pero puedo afirmar que fueron miles. El propio gobierno admitió que eran diez mil, creo.
-Ahora veamos si podemos llegar a una descripción exacta, aunque no exhaustiva, de sus funciones como nuncio apostólico. Sea lo más claro que pueda, por favor. Esto es muy importante para la señora Lodano y las colegas que ella representa en esta ocasión.
-Se trata de una doble función. Un nuncio es un delegado de la Santa Sede, un agente diplomático permanente del Papa, que es el soberano de la Ciudad Estado del Vaticano. Su rango es el de embajador. Su segundo deber, bien diferenciado del primero, es velar por el bienestar de la Iglesia en el país en que cumple su misión.
-¿Y cuál es su rango en la Iglesia local?
-Está por encima de todo el clero local, con la única excepción de los cardenales arzobispos. Es responsable sólo ante la Santa Sede.
-¿Puede dar directivas al clero local?
-A petición de la Santa Sede, sí.
-Pero además informa y asesora a Roma sobre el estado de la Iglesia local, y, aun cuando no los ejerza, tiene amplios poderes de intervención.
-Sí, pero se espera que utilice esos poderes con prudencia y discreción.
Rossini se volvió hacia las dos mujeres.
-¿Alguna pregunta?
-Sólo una -dijo Rosalía Lodano-. Al parecer tenemos un perro guardián con dos cabezas. ¿Cuál de ellas se supone que debía ladrar cuando nuestra gente estaba siendo arrestada, torturada y asesinada?
-¿Le importaría responder a eso, eminencia? -preguntó Rossini.
-Admito que ninguna de las dos hizo el ruido suficiente. -Aquino se mostró sorprendentemente manso-. Un embajador sólo puede trabajar en el marco de ciertos protocolos. Normalmente sus relaciones con los gobiernos, el suyo propio y aquel ante el que está acreditado, se llevan a cabo en secreto. Gran parte de su influencia depende de un manejo discreto de las situaciones difíciles.
-Eso es comprensible. -Rosalía Lodano se mostró demasiada fría-. Uno se pregunta cuán discreto se puede ser ante el caso de una mujer joven, una estudiante, detenida en la calle, encarcelada, torturada, violada y finalmente asesinada. Es lo que le ocurrió a mi hija. ¿Mi hijo? No sabemos qué le ocurrió después de su arresto. ¿Cómo justifica eso?
-Oí muchas historias como ésa durante mi período como nuncio. No me fue posible determinar si se trataba de hechos o de rumores.
-Pero usted tenía un contacto muy estrecho con los generales. Nadie estaba en mejor posición para preguntar por los hechos.
-Me parece que no entiendo, señora.
-Creo que está hablando de esto.
Rossini hojeó el dossier y extrajo de allí tres vistosas fotografías de un Aquino mucho más joven, con un grupo de oficiales; todos vestían ropas de tenis. Aquino les echó una mirada; luego las apartó con un gesto, quitándoles importancia.
-Eso, visto con la perspectiva que da el tiempo, fue una indiscreción. Por otra parte, yo era un diplomático. Uno no hace diplomacia desde el sillón de su despacho. Trata de ganar amigos, de cultivar amistades. Yo lo hice, y en varias ocasiones importantes eso me dio la posibilidad de negociar la liberación de prisioneros que de otro modo podrían haber desaparecido.
-Tenemos registrada al menos una de esas negociaciones. -Rossini volvió a hojear la documentación-. ¿Le ofrecieron, cómo fue, cuarenta detenidos que acababan de ser enviados a Buenos Aires desde otras zonas? Al comandante local no le interesaban. Alguien le dijo a usted que si podía encontrar la forma de sacarlas del país estas personas se ahorrarían algunas experiencias muy desagradables que terminarían con la muerte o la desaparición. Usted lo consiguió. Se las arregló para persuadir al gobierno venezolano de que las recibiera. Estos documentos lo confirman.
-Sí, lo hice. No fue suficiente, pero fue algo.
-Usted hizo algo especial por mí, también. Me dio un salvoconducto para salir del país después de mi propia experiencia.
-Una vez más, era cuestión de hacer lo que se podía en momentos difíciles.
-Pero hay una anomalía en esto, ¿no es cierto?
-¿Qué tipo de anomalía?
-Antes y después de estos acontecimientos, en entrevistas públicas con la prensa, usted declaró que no tenía conocimiento de lo que se estaba haciendo bajo el sistema del terror de Estado.
-Cuando uno camina por la cuerda floja, a veces resbala. Fue, lo confieso, una mentira diplomática.
-Lo que suscita inevitablemente la pregunta: ¿Usted sabía y permaneció callado?
-Ya se lo he explicado: como diplomático, tenía que obrar en silencio.
-¿Nunca se le ocurrió, eminencia? -Rosalía Lodano fue implacable-. ¿Nunca se preguntó qué podría haber pasado si usted hubiera gritado la verdad ante el mundo, aunque sólo hubiese sido una vez?
-Me hice esa pregunta muchas veces.
-¿Pidió consejo a sus supervisores en Roma?
-Lo hice. La respuesta fue siempre la misma. Yo era el hombre que estaba en el teatro de los acontecimientos. Tenían que fiarse de mi evaluación de la situación, y de la evaluación de la Iglesia local.
-Otra vez. -Rosalía Lodano lo desafió con aspereza-. ¡Otra vez las dos cabezas del perro, pero ninguna de ellas ladra!
-¡No, señora! -Rossini giró prestamente hacia ella-. No es cierto. Hubo muchos otros que ladraron, y gritaron, y lucharon también. Muchos buenos pastores fueron asesinados. Hubo monjas y monjes entre los desaparecidos.
-¡Pero sus superiores se quedaron callados! Y todavía callan. Juegan con las palabras, tratan de elaborar documentos que digan sí y no al mismo tiempo.
-Le repito, señora: no es así, de ninguna manera. -Volvió a hojear el dossier y se detuvo en un párrafo que leyó pausadamente en voz alta-. «Nosotros, los miembros de la Iglesia argentina, tenemos muchas razones para confesar nuestros pecados y pedir perdón por nuestras insensibilidades, nuestra cobardía, nuestras omisiones, nuestras complicidades...». -Interrumpió la lectura y se volvió hacia Aquino-. ¿Conoce usted al hombre que escribió esto, eminencia?
-Lo conozco. Era, sigue siéndolo, un buen obispo, pero ése es su testimonio y el testimonio del clero de su diócesis. No todos los clérigos recibieron de buena manera su afirmación. Aún hoy sigue sin gustarles.
-¿Por qué no?
Aquino no respondió de inmediato. Con las manos cruzadas y la cabeza inclinada, miraba fijamente el escritorio, buscando las palabras. Finalmente levantó la vista y completó la respuesta con esmerada calma.
-Es la historia más antigua y más triste del mundo. Demasiado poco, y demasiado tarde. El mal crece en el silencio. La buena gente se deja llevar fácilmente de la comodidad a la indiferencia. Los hombres de Dios se envanecen con la idea de que están investidos de poder por la Iglesia que los respalda. Salen a cenar con el diablo, confiados de que a la larga terminarán por convertirlo. Siempre se sobresaltan cuando ven sangre en la sopa. Su sabor sólo cautiva a unos pocos, muy pocos, gracias a Dios. -Se volvió hacia Rosalía Lodano y dijo con expresión patética y sombría-. Me temo que no puedo hacer nada mejor por ustedes. Podríamos estar horas así. El resto sería más de lo mismo. Ojalá yo pudiera restituirles los seres queridos que han perdido, señora. Sólo puedo pedirles su perdón.
Rossini apagó la grabadora y el silencio llenó la habitación. Luego, en un tono crecientemente airado, Rosalía Lodano volvió al ataque.
-¡Esto todavía apesta a conspiración! Ustedes dos usan el mismo uniforme y dicen las mismas palabras inútiles. Los dos están bajo la protección de la misma institución. ¿Alguno de ustedes ha dado a luz un hijo, ha criado ese hijo con amor, para que luego terminara torturado y asesinado? ¿Han pasado por eso?
-¡Basta! -La voz de Isabel sonó como el estampido de un disparo-. Ahora, señora, cállese y escúcheme.
Tomó su cartera, la abrió y sacó un pequeño álbum forrado en cuero del tamaño de un pasaporte. Lo abrió y se lo tendió con gesto enérgico a Rosalía Lodano.
-Mire eso, y dígame lo que ve.
La mujer miró un momento y luego preguntó:
-¿Por qué me muestra esto?
-Usted habló de conspiración, protección, palabras inútiles ¿Estas imágenes le sugieren alguna conspiración? Por favor, páseselo a su eminencia.
Aquino alzó la mano en un gesto de rechazo.
-Gracias. Ya lo he visto. Tengo mis propias copias.
Rossini preguntó:
-¿Puedo verlo, por favor?
Rosalía Lodano le alcanzó el álbum. Rossini lo abrió y se encontró mirando una serie de fotos cubiertas por un plástico en las que estaba él, desnudo, abierto de brazos y de piernas, atado sobre una gran rueda de madera, como un animal despellejado: adherida a su espalda, la fusta del sargento parecía balancearse como una cola. Al sargento se lo veía en una posición diferente en cada toma: primero desabotonándose los pantalones de montar, luego exhibiendo su pene, y finalmente caído en el suelo con la cabeza reventada como una sandía.
Rossini se volvió hacia Isabel. Estaba pálido como un muerto. Parecía que la voz se le había coagulado en la garganta.
-¿Por qué yo nunca vi estas fotos?
-Porque mi padre se las llevó consigo a Buenos Aires. Fueron su carta de negociación con los generales y con su eminencia aquí presente.
-Yo hablé con él antes de salir del país. Le pregunté por qué había permitido que la paliza se prolongara. ¡No me dijo que había estado tomando fotos! ¿Por qué no me las mostró en ese momento?
-Porque pensó que no estabas preparado. El médico estuvo de acuerdo con él. yo también. Aquello te había provocado en la mente un bloqueo total. Pensábamos que podrías haber estado inconsciente cuando ocurrió.
-Entonces, por Dios, cuéntame el resto.
-Tomó las fotos lo más rápido que pudo, pero con mucho cuidado. Luego arrojó la cámara sobre la cama, me alcanzó el rifle y me dijo: «En cuanto me veas pisar la plaza, mata a ese hijo de puta y haz una foto del cadáver». Es lo que hice. Lo maté y tomé la última foto. El resto ya lo sabes.
-Parezco un animal. -Rossini seguía mirando las fotografías-. Me despellejaron como a un animal en un matadero y me violaron con una fusta.
Arrojó el álbum sobre el escritorio y huyó de la habitación. Un momento después, oyeron sus vómitos en el baño. Isabel se puso de pie, pero la anciana le suetó firmemente la muñeca.
-¡No! ¡Mejor que se enfrente solo con sus propios fantasmas! -Se volvió hacia Aquino-. ¿Ni siquiera con esas fotos en la mano se decidió a hablar?
-Había vidas en juego. Ése fue el trato que tuve que hacer.
-La sangre en la sopa -dijo la anciana-. ¿Qué sabor tiene ahora?
-!Cállese, abuela.! -Había un enorme cansancio en la voz de Isabel-. La ira ya no nos beneficia. Será mejor que le pida a su eminencia que diga misa para dar sosiego a los muertos y ¡un poco de paz a los vivos!
Quince minutos más tarde, Rossini reapareció, procedente de su habitación. Se había quitado su vestimenta de cardenal y se había puesto una camisa blanca limpia. Estaba pálido pero sereno. Caminó directamente hacia Isabel, le puso las manos en los hombros y le dijo con sencillez, y asegurándose de que todos lo oyeran:
-Gracias, mi amor, por las fotografías. Eran el fragmento de mí mismo que me faltaba, el que no me atrevía a buscar, el que no quería encontrar.
Apoyó los labios en su pelo. Aquino apartó la vista del gesto íntimo y comenzó a jugar con el cortapapeles. El rostro de la anciana tenía una expresión indescifrable. Isabel buscó con los suyos los dedos de Rossini. Luego él se apartó y se sentó otra vez ante su escritorio, volviéndose primero hacia Aquino y luego hacia Rosalía Lodano.
Dijo:
-Pronto estará aquí la señorita Guillermin. Me gustaría ahorrarles nuevas preguntas. Propongo que le hagamos oír la cinta y que luego me haga las preguntas a mí. Ustedes sólo intervendrán si consideran que mis respuestas no son las apropiadas.
-Entiendo lo que está haciendo --dijo Aquino-, y le agradezco su consideración, pero puede estar exponiéndose a críticas muy severas de parte de nuestros colegas cuando esta entrevista se haya publicado.
-¿Qué hace uno después del diluvio? ¿Esperar la paloma con el ramo de olivo en el pico? ¿Cómo se siente, señora Lodano?
-Soy una mujer vieja, con un sabor amargo en la boca. Lamento algunas de las cosas que he dicho; no todas, algunas. Si esta mujer quiere más información, se la daré sin rodeos, pero no aquí. Todos nosotros hemos tenido demasiadas emociones para un solo día.
Momentos después era anunciada Steffi Guillermin. Se la veía inequívocamente sorprendida por el grupo que tenía delante. Se lo comentó a Rossini.
-Dos eminencias y dos distinguidas damas. Menudo botín para una periodista como yo.
-Lo agradecerá como corresponde. -Rossini lo dijo con una sonrisa, pero ella se puso instintivamente en guardia.
-¿Y cómo se supone que demostraré mi gratitud?
-En nuestra entrevista anterior, acepté jugar con las reglas que usted me propuso: todo lo que se dijera podría hacerse público. Hoy está usted en mi casa. Le ofrezco una primicia exclusiva sobre una historia importante. Algunos otros temas que pudieran surgir quedarán off the record. Usted tiene una excelente reputación de periodista honesta. Si no puede aceptar esa condición, no deberíamos seguir adelante con esto. ¿De acuerdo?
-No me queda otra opción, ¿verdad?
-En realidad, tiene una opción. Puede darme su palabra y luego encontrar alguna excusa creíble para faltar a ella. O puede hacerme la promesa y cumplirla.
La respuesta sólo tardó unos segundos en llegar.
-Tiene mi promesa.
-Gracias. Siéntese, por favor. Voy a hacerle escuchar una cinta grabada esta tarde en esta habitación. Puede copiarla en su grabadora. El cardenal Aquino no desea hacer ningún comentario adicional. La señora Lodano está dispuesta, si usted lo desea, a concertar otra cita con usted para ampliar el tema.
-¿Y usted, eminencia?
-Me reservo la opinión hasta que oiga las preguntas. ¿Comenzamos?
Escucharon la repetición de la conversación en el más absoluto silencio. Al terminar, comprendieron hasta qué punto Aquino se había comprometido, y cuán astutamente Luca lo había llevado a la confesión. Aun con mala gana, hasta Rosalía Lodano lo elogió.
-Ahora entiendo qué es lo que usted quiso decir. Si esto se publica, bien podría ahorrarnos dinero y dolor.
-Se publicará -dijo Steffi Guillermin-. Primero lo haremos nosotros; luego lo distribuiremos. Necesito una autorización escrita y un documento de cesión.
-Si todos están de acuerdo, puede prepararlos y enviármelos para que yo los firme -dijo Rossini.
Los demás no hicieron ninguna objeción. Guillermin aprovechó para presionar:
-Ahora, eminencia, vamos a las preguntas que me trajeron aquí en un principio. Se relacionan con la entrevista que sostuve con usted y con el material que acabo de oír.
-¿Cuáles son las preguntas?
-La prensa sensacionalista de Inglaterra está poniendo en circulación un material que todavía es impreciso, pero que puede convertirse en algo más sustantivo. Se refiere a un crimen violento vinculado con su huida de Argentina, una agresión sexual a su persona, un amorío y un hijo ilegítimo nacido después de que usted abandonó Argentina.
-Ahora estamos off the record -dijo Rossini.
-Como acordamos -dijo Steffi Guillermin.
-Me opongo terminantemente a cualquier revelación sobre este tema. -De una zancada, Aquino se había puesto en el centro de la escena-. No sería oportuno. Más allá de lo que prometa la señorita Guillermin, los rumores tienden a multiplicarse. No se puede ejercer un control absoluto sobre ellos.
-El trato sigue en pie -dijo Luca Rossini-. ¿Estamos off the record, señorita?
-Lo estamos.
Rossini tomó el álbum de fotografías y se lo extendió a Guillermin. Al ver las imágenes, también ella palideció. Cerró el álbum y lo devolvió. Rossini fue rotundo:
-El hombre que está sobre la rueda soy yo. Las fotografías fueron tomadas por el padre de la señora de Ortega antes de correr a la plaza a rescatarme.
-¿Quién mató al sargento?
-Yo -dijo Isabel-. Mi padre tomó el control de las tropas, las envió de regreso a su cuartel, y nos envió a nosotros dos a un escondite mientras negociaba una amnistía para mí y un salvoconducto para Luca.
-¿Y ustedes se hicieron amantes?
-Sólo por esas semanas -dijo Rossini-. Ahora sólo tenemos amor.
-Pero usted, señora de Ortega, tiene una hija, ¿no es cierto?
-Así es. Nació en el Hospital Doctors, en Nueva York. Fue bautizada Luisa Amelia Isabel Ortega en la iglesia de San Vicente Ferrer de Nueva York.
Rossini actuó con cuidada formalidad.
-Propongo que grabemos nuestra conversación para que no se susciten dudas sobre lo que aquí se diga. Si alguna de las partes quiere decir algo off the record, interrumpiré momentáneamente la grabación. ¿Estamos de acuerdo?
Todos asintieron. Rossini puso en marcha la grabadora y dictó la fecha, la hora, el lugar y los nombres de los presentes en la reunión. Luego comenzó:
-Esta reunión se realiza con la esperanza de resolver ciertos problemas pendientes entre las Madres de la Plaza de Mayo y su eminencia el cardenal Aquino, ex nuncio apostólico en Argentina. Permítanme aclarar que hace unos días el cardenal Aquino me pidió que mediara en esta discusión. Su Eminencia el Cardenal Salvatore Pascarelli, Secretario de Estado, aprobó la idea. La señora Lodano, líder de una delegación de las Madres de la Plaza de Mayo actualmente en Roma, había estado tratando de concertar una reunión desde hace algún tiempo. No obstante, todas las discusiones se llevarán a cabo sin detrimento de la postura de cualquiera de las partes, y no tienen carácter formal. Yo actuaré solamente como mediador. No he sido convocado para emitir juicio alguno, sino simplemente para facilitar las discusiones. Mi papel no excluye la posibilidad de asumir en alguna medida la defensa de cualquiera de las partes, siempre y cuando esa defensa ayude a alcanzar una solución. Desgraciadamente, hay algunas soluciones que no están a nuestro alcance. No podemos recuperar a los muertos. No podemos decir, al menos por el momento, dónde o cómo los desaparecidos encontraron su fin. La justicia para ellos o el resarcimiento para sus afligidos familiares no están a nuestro alcance.
Permítanme decir también que no es posible dispensar plena justicia al cardenal Aquino, quien como representante diplomático del Vaticano ejerció su misión en Argentina durante un período terrible de la historia del país. Los documentos que él envió directamente a Su difunta Santidad, se encuentran ahora en el Archivo Secreto. Otros, que están en poder de la Secretaría de Estado, no pueden ser puestos a disposición del público hasta que resulte electo un nuevo Pontífice. Se han hecho afirmaciones conflictivas acerca de las acciones de su eminencia en el contexto del período. No es mi función abrir juicio sobre esas afirmaciones, sino simplemente elucidar aquellos hechos sobre los cuales ambas partes puedan acordar en este momento. Eminencia, ¿está usted dispuesto a reconocer que durante el desempeño de sus funciones como nuncio apostólico en Argentina hubo una campaña de terror estatal a gran escala contra ciertas clases de ciudadanos, y que esta campaña incluyó el arresto, la tortura y la muerte de miles de personas y la desaparición permanente de muchas otras cuyo destino todavía se desconoce?
-Sí. No dispongo de una cifra exacta de las víctimas, pero puedo afirmar que fueron miles. El propio gobierno admitió que eran diez mil, creo.
-Ahora veamos si podemos llegar a una descripción exacta, aunque no exhaustiva, de sus funciones como nuncio apostólico. Sea lo más claro que pueda, por favor. Esto es muy importante para la señora Lodano y las colegas que ella representa en esta ocasión.
-Se trata de una doble función. Un nuncio es un delegado de la Santa Sede, un agente diplomático permanente del Papa, que es el soberano de la Ciudad Estado del Vaticano. Su rango es el de embajador. Su segundo deber, bien diferenciado del primero, es velar por el bienestar de la Iglesia en el país en que cumple su misión.
-¿Y cuál es su rango en la Iglesia local?
-Está por encima de todo el clero local, con la única excepción de los cardenales arzobispos. Es responsable sólo ante la Santa Sede.
-¿Puede dar directivas al clero local?
-A petición de la Santa Sede, sí.
-Pero además informa y asesora a Roma sobre el estado de la Iglesia local, y, aun cuando no los ejerza, tiene amplios poderes de intervención.
-Sí, pero se espera que utilice esos poderes con prudencia y discreción.
Rossini se volvió hacia las dos mujeres.
-¿Alguna pregunta?
-Sólo una -dijo Rosalía Lodano-. Al parecer tenemos un perro guardián con dos cabezas. ¿Cuál de ellas se supone que debía ladrar cuando nuestra gente estaba siendo arrestada, torturada y asesinada?
-¿Le importaría responder a eso, eminencia? -preguntó Rossini.
-Admito que ninguna de las dos hizo el ruido suficiente. -Aquino se mostró sorprendentemente manso-. Un embajador sólo puede trabajar en el marco de ciertos protocolos. Normalmente sus relaciones con los gobiernos, el suyo propio y aquel ante el que está acreditado, se llevan a cabo en secreto. Gran parte de su influencia depende de un manejo discreto de las situaciones difíciles.
-Eso es comprensible. -Rosalía Lodano se mostró demasiada fría-. Uno se pregunta cuán discreto se puede ser ante el caso de una mujer joven, una estudiante, detenida en la calle, encarcelada, torturada, violada y finalmente asesinada. Es lo que le ocurrió a mi hija. ¿Mi hijo? No sabemos qué le ocurrió después de su arresto. ¿Cómo justifica eso?
-Oí muchas historias como ésa durante mi período como nuncio. No me fue posible determinar si se trataba de hechos o de rumores.
-Pero usted tenía un contacto muy estrecho con los generales. Nadie estaba en mejor posición para preguntar por los hechos.
-Me parece que no entiendo, señora.
-Creo que está hablando de esto.
Rossini hojeó el dossier y extrajo de allí tres vistosas fotografías de un Aquino mucho más joven, con un grupo de oficiales; todos vestían ropas de tenis. Aquino les echó una mirada; luego las apartó con un gesto, quitándoles importancia.
-Eso, visto con la perspectiva que da el tiempo, fue una indiscreción. Por otra parte, yo era un diplomático. Uno no hace diplomacia desde el sillón de su despacho. Trata de ganar amigos, de cultivar amistades. Yo lo hice, y en varias ocasiones importantes eso me dio la posibilidad de negociar la liberación de prisioneros que de otro modo podrían haber desaparecido.
-Tenemos registrada al menos una de esas negociaciones. -Rossini volvió a hojear la documentación-. ¿Le ofrecieron, cómo fue, cuarenta detenidos que acababan de ser enviados a Buenos Aires desde otras zonas? Al comandante local no le interesaban. Alguien le dijo a usted que si podía encontrar la forma de sacarlas del país estas personas se ahorrarían algunas experiencias muy desagradables que terminarían con la muerte o la desaparición. Usted lo consiguió. Se las arregló para persuadir al gobierno venezolano de que las recibiera. Estos documentos lo confirman.
-Sí, lo hice. No fue suficiente, pero fue algo.
-Usted hizo algo especial por mí, también. Me dio un salvoconducto para salir del país después de mi propia experiencia.
-Una vez más, era cuestión de hacer lo que se podía en momentos difíciles.
-Pero hay una anomalía en esto, ¿no es cierto?
-¿Qué tipo de anomalía?
-Antes y después de estos acontecimientos, en entrevistas públicas con la prensa, usted declaró que no tenía conocimiento de lo que se estaba haciendo bajo el sistema del terror de Estado.
-Cuando uno camina por la cuerda floja, a veces resbala. Fue, lo confieso, una mentira diplomática.
-Lo que suscita inevitablemente la pregunta: ¿Usted sabía y permaneció callado?
-Ya se lo he explicado: como diplomático, tenía que obrar en silencio.
-¿Nunca se le ocurrió, eminencia? -Rosalía Lodano fue implacable-. ¿Nunca se preguntó qué podría haber pasado si usted hubiera gritado la verdad ante el mundo, aunque sólo hubiese sido una vez?
-Me hice esa pregunta muchas veces.
-¿Pidió consejo a sus supervisores en Roma?
-Lo hice. La respuesta fue siempre la misma. Yo era el hombre que estaba en el teatro de los acontecimientos. Tenían que fiarse de mi evaluación de la situación, y de la evaluación de la Iglesia local.
-Otra vez. -Rosalía Lodano lo desafió con aspereza-. ¡Otra vez las dos cabezas del perro, pero ninguna de ellas ladra!
-¡No, señora! -Rossini giró prestamente hacia ella-. No es cierto. Hubo muchos otros que ladraron, y gritaron, y lucharon también. Muchos buenos pastores fueron asesinados. Hubo monjas y monjes entre los desaparecidos.
-¡Pero sus superiores se quedaron callados! Y todavía callan. Juegan con las palabras, tratan de elaborar documentos que digan sí y no al mismo tiempo.
-Le repito, señora: no es así, de ninguna manera. -Volvió a hojear el dossier y se detuvo en un párrafo que leyó pausadamente en voz alta-. «Nosotros, los miembros de la Iglesia argentina, tenemos muchas razones para confesar nuestros pecados y pedir perdón por nuestras insensibilidades, nuestra cobardía, nuestras omisiones, nuestras complicidades...». -Interrumpió la lectura y se volvió hacia Aquino-. ¿Conoce usted al hombre que escribió esto, eminencia?
-Lo conozco. Era, sigue siéndolo, un buen obispo, pero ése es su testimonio y el testimonio del clero de su diócesis. No todos los clérigos recibieron de buena manera su afirmación. Aún hoy sigue sin gustarles.
-¿Por qué no?
Aquino no respondió de inmediato. Con las manos cruzadas y la cabeza inclinada, miraba fijamente el escritorio, buscando las palabras. Finalmente levantó la vista y completó la respuesta con esmerada calma.
-Es la historia más antigua y más triste del mundo. Demasiado poco, y demasiado tarde. El mal crece en el silencio. La buena gente se deja llevar fácilmente de la comodidad a la indiferencia. Los hombres de Dios se envanecen con la idea de que están investidos de poder por la Iglesia que los respalda. Salen a cenar con el diablo, confiados de que a la larga terminarán por convertirlo. Siempre se sobresaltan cuando ven sangre en la sopa. Su sabor sólo cautiva a unos pocos, muy pocos, gracias a Dios. -Se volvió hacia Rosalía Lodano y dijo con expresión patética y sombría-. Me temo que no puedo hacer nada mejor por ustedes. Podríamos estar horas así. El resto sería más de lo mismo. Ojalá yo pudiera restituirles los seres queridos que han perdido, señora. Sólo puedo pedirles su perdón.
Rossini apagó la grabadora y el silencio llenó la habitación. Luego, en un tono crecientemente airado, Rosalía Lodano volvió al ataque.
-¡Esto todavía apesta a conspiración! Ustedes dos usan el mismo uniforme y dicen las mismas palabras inútiles. Los dos están bajo la protección de la misma institución. ¿Alguno de ustedes ha dado a luz un hijo, ha criado ese hijo con amor, para que luego terminara torturado y asesinado? ¿Han pasado por eso?
-¡Basta! -La voz de Isabel sonó como el estampido de un disparo-. Ahora, señora, cállese y escúcheme.
Tomó su cartera, la abrió y sacó un pequeño álbum forrado en cuero del tamaño de un pasaporte. Lo abrió y se lo tendió con gesto enérgico a Rosalía Lodano.
-Mire eso, y dígame lo que ve.
La mujer miró un momento y luego preguntó:
-¿Por qué me muestra esto?
-Usted habló de conspiración, protección, palabras inútiles ¿Estas imágenes le sugieren alguna conspiración? Por favor, páseselo a su eminencia.
Aquino alzó la mano en un gesto de rechazo.
-Gracias. Ya lo he visto. Tengo mis propias copias.
Rossini preguntó:
-¿Puedo verlo, por favor?
Rosalía Lodano le alcanzó el álbum. Rossini lo abrió y se encontró mirando una serie de fotos cubiertas por un plástico en las que estaba él, desnudo, abierto de brazos y de piernas, atado sobre una gran rueda de madera, como un animal despellejado: adherida a su espalda, la fusta del sargento parecía balancearse como una cola. Al sargento se lo veía en una posición diferente en cada toma: primero desabotonándose los pantalones de montar, luego exhibiendo su pene, y finalmente caído en el suelo con la cabeza reventada como una sandía.
Rossini se volvió hacia Isabel. Estaba pálido como un muerto. Parecía que la voz se le había coagulado en la garganta.
-¿Por qué yo nunca vi estas fotos?
-Porque mi padre se las llevó consigo a Buenos Aires. Fueron su carta de negociación con los generales y con su eminencia aquí presente.
-Yo hablé con él antes de salir del país. Le pregunté por qué había permitido que la paliza se prolongara. ¡No me dijo que había estado tomando fotos! ¿Por qué no me las mostró en ese momento?
-Porque pensó que no estabas preparado. El médico estuvo de acuerdo con él. yo también. Aquello te había provocado en la mente un bloqueo total. Pensábamos que podrías haber estado inconsciente cuando ocurrió.
-Entonces, por Dios, cuéntame el resto.
-Tomó las fotos lo más rápido que pudo, pero con mucho cuidado. Luego arrojó la cámara sobre la cama, me alcanzó el rifle y me dijo: «En cuanto me veas pisar la plaza, mata a ese hijo de puta y haz una foto del cadáver». Es lo que hice. Lo maté y tomé la última foto. El resto ya lo sabes.
-Parezco un animal. -Rossini seguía mirando las fotografías-. Me despellejaron como a un animal en un matadero y me violaron con una fusta.
Arrojó el álbum sobre el escritorio y huyó de la habitación. Un momento después, oyeron sus vómitos en el baño. Isabel se puso de pie, pero la anciana le suetó firmemente la muñeca.
-¡No! ¡Mejor que se enfrente solo con sus propios fantasmas! -Se volvió hacia Aquino-. ¿Ni siquiera con esas fotos en la mano se decidió a hablar?
-Había vidas en juego. Ése fue el trato que tuve que hacer.
-La sangre en la sopa -dijo la anciana-. ¿Qué sabor tiene ahora?
-!Cállese, abuela.! -Había un enorme cansancio en la voz de Isabel-. La ira ya no nos beneficia. Será mejor que le pida a su eminencia que diga misa para dar sosiego a los muertos y ¡un poco de paz a los vivos!
Quince minutos más tarde, Rossini reapareció, procedente de su habitación. Se había quitado su vestimenta de cardenal y se había puesto una camisa blanca limpia. Estaba pálido pero sereno. Caminó directamente hacia Isabel, le puso las manos en los hombros y le dijo con sencillez, y asegurándose de que todos lo oyeran:
-Gracias, mi amor, por las fotografías. Eran el fragmento de mí mismo que me faltaba, el que no me atrevía a buscar, el que no quería encontrar.
Apoyó los labios en su pelo. Aquino apartó la vista del gesto íntimo y comenzó a jugar con el cortapapeles. El rostro de la anciana tenía una expresión indescifrable. Isabel buscó con los suyos los dedos de Rossini. Luego él se apartó y se sentó otra vez ante su escritorio, volviéndose primero hacia Aquino y luego hacia Rosalía Lodano.
Dijo:
-Pronto estará aquí la señorita Guillermin. Me gustaría ahorrarles nuevas preguntas. Propongo que le hagamos oír la cinta y que luego me haga las preguntas a mí. Ustedes sólo intervendrán si consideran que mis respuestas no son las apropiadas.
-Entiendo lo que está haciendo --dijo Aquino-, y le agradezco su consideración, pero puede estar exponiéndose a críticas muy severas de parte de nuestros colegas cuando esta entrevista se haya publicado.
-¿Qué hace uno después del diluvio? ¿Esperar la paloma con el ramo de olivo en el pico? ¿Cómo se siente, señora Lodano?
-Soy una mujer vieja, con un sabor amargo en la boca. Lamento algunas de las cosas que he dicho; no todas, algunas. Si esta mujer quiere más información, se la daré sin rodeos, pero no aquí. Todos nosotros hemos tenido demasiadas emociones para un solo día.
Momentos después era anunciada Steffi Guillermin. Se la veía inequívocamente sorprendida por el grupo que tenía delante. Se lo comentó a Rossini.
-Dos eminencias y dos distinguidas damas. Menudo botín para una periodista como yo.
-Lo agradecerá como corresponde. -Rossini lo dijo con una sonrisa, pero ella se puso instintivamente en guardia.
-¿Y cómo se supone que demostraré mi gratitud?
-En nuestra entrevista anterior, acepté jugar con las reglas que usted me propuso: todo lo que se dijera podría hacerse público. Hoy está usted en mi casa. Le ofrezco una primicia exclusiva sobre una historia importante. Algunos otros temas que pudieran surgir quedarán off the record. Usted tiene una excelente reputación de periodista honesta. Si no puede aceptar esa condición, no deberíamos seguir adelante con esto. ¿De acuerdo?
-No me queda otra opción, ¿verdad?
-En realidad, tiene una opción. Puede darme su palabra y luego encontrar alguna excusa creíble para faltar a ella. O puede hacerme la promesa y cumplirla.
La respuesta sólo tardó unos segundos en llegar.
-Tiene mi promesa.
-Gracias. Siéntese, por favor. Voy a hacerle escuchar una cinta grabada esta tarde en esta habitación. Puede copiarla en su grabadora. El cardenal Aquino no desea hacer ningún comentario adicional. La señora Lodano está dispuesta, si usted lo desea, a concertar otra cita con usted para ampliar el tema.
-¿Y usted, eminencia?
-Me reservo la opinión hasta que oiga las preguntas. ¿Comenzamos?
Escucharon la repetición de la conversación en el más absoluto silencio. Al terminar, comprendieron hasta qué punto Aquino se había comprometido, y cuán astutamente Luca lo había llevado a la confesión. Aun con mala gana, hasta Rosalía Lodano lo elogió.
-Ahora entiendo qué es lo que usted quiso decir. Si esto se publica, bien podría ahorrarnos dinero y dolor.
-Se publicará -dijo Steffi Guillermin-. Primero lo haremos nosotros; luego lo distribuiremos. Necesito una autorización escrita y un documento de cesión.
-Si todos están de acuerdo, puede prepararlos y enviármelos para que yo los firme -dijo Rossini.
Los demás no hicieron ninguna objeción. Guillermin aprovechó para presionar:
-Ahora, eminencia, vamos a las preguntas que me trajeron aquí en un principio. Se relacionan con la entrevista que sostuve con usted y con el material que acabo de oír.
-¿Cuáles son las preguntas?
-La prensa sensacionalista de Inglaterra está poniendo en circulación un material que todavía es impreciso, pero que puede convertirse en algo más sustantivo. Se refiere a un crimen violento vinculado con su huida de Argentina, una agresión sexual a su persona, un amorío y un hijo ilegítimo nacido después de que usted abandonó Argentina.
-Ahora estamos off the record -dijo Rossini.
-Como acordamos -dijo Steffi Guillermin.
-Me opongo terminantemente a cualquier revelación sobre este tema. -De una zancada, Aquino se había puesto en el centro de la escena-. No sería oportuno. Más allá de lo que prometa la señorita Guillermin, los rumores tienden a multiplicarse. No se puede ejercer un control absoluto sobre ellos.
-El trato sigue en pie -dijo Luca Rossini-. ¿Estamos off the record, señorita?
-Lo estamos.
Rossini tomó el álbum de fotografías y se lo extendió a Guillermin. Al ver las imágenes, también ella palideció. Cerró el álbum y lo devolvió. Rossini fue rotundo:
-El hombre que está sobre la rueda soy yo. Las fotografías fueron tomadas por el padre de la señora de Ortega antes de correr a la plaza a rescatarme.
-¿Quién mató al sargento?
-Yo -dijo Isabel-. Mi padre tomó el control de las tropas, las envió de regreso a su cuartel, y nos envió a nosotros dos a un escondite mientras negociaba una amnistía para mí y un salvoconducto para Luca.
-¿Y ustedes se hicieron amantes?
-Sólo por esas semanas -dijo Rossini-. Ahora sólo tenemos amor.
-Pero usted, señora de Ortega, tiene una hija, ¿no es cierto?
-Así es. Nació en el Hospital Doctors, en Nueva York. Fue bautizada Luisa Amelia Isabel Ortega en la iglesia de San Vicente Ferrer de Nueva York.
Guillermin se volvió hacia Aquino.
-Tengo algunas preguntas para usted, eminencia.
-Confío en que sigamos estando off the record.
-Lo estamos. Primera pregunta: ¿Cuánto sabía de Luca Rossini antes de traerlo a Roma?
-Todo. A mí también me dieron copias de las fotografías. Se las entregué al Santo Padre cuando presenté mi informe.
-¿Y también le contó la relación entre Luca Rossini, un sacerdote ordenado, e Isabel Ortega, una mujer casada?
-Se lo conté.
-Sin embargo, a pesar de ello, el Santo Padre confió en él y lo promovió ininterrumpidamente a lo largo de los años. ¿Puede explicar eso?
-Sería un atrevimiento intentarlo. En asuntos así, el Santo Padre obraba de acuerdo con un criterio absolutamente personal. ¿Puedo saber por qué avanza en esta línea de preguntas conmigo?
-Porque dos días antes del cónclave estaremos publicando mi entrevista con el cardenal Rossini y la última parte del diario del Papa. Hay una referencia significativa en el diario que sólo ahora cobra sentido para mí. El Pontífice escribe: «Nunca he conocido la ternura ni el terror del amor. Rossini pagó un alto precio por ese conocimiento. Al final, creo que es más afortunado que yo».
Se volvió hacia Isabel y le ofreció un inesperado tributo de admiración.
-De pequeña, fui a una escuela de monjas, siempre admiré a las mujeres valientes de la Biblia: Ruth, Esther, Judith. Creo que usted se ha ganado un lugar entre ellas.
-Tengo algunas preguntas para usted, eminencia.
-Confío en que sigamos estando off the record.
-Lo estamos. Primera pregunta: ¿Cuánto sabía de Luca Rossini antes de traerlo a Roma?
-Todo. A mí también me dieron copias de las fotografías. Se las entregué al Santo Padre cuando presenté mi informe.
-¿Y también le contó la relación entre Luca Rossini, un sacerdote ordenado, e Isabel Ortega, una mujer casada?
-Se lo conté.
-Sin embargo, a pesar de ello, el Santo Padre confió en él y lo promovió ininterrumpidamente a lo largo de los años. ¿Puede explicar eso?
-Sería un atrevimiento intentarlo. En asuntos así, el Santo Padre obraba de acuerdo con un criterio absolutamente personal. ¿Puedo saber por qué avanza en esta línea de preguntas conmigo?
-Porque dos días antes del cónclave estaremos publicando mi entrevista con el cardenal Rossini y la última parte del diario del Papa. Hay una referencia significativa en el diario que sólo ahora cobra sentido para mí. El Pontífice escribe: «Nunca he conocido la ternura ni el terror del amor. Rossini pagó un alto precio por ese conocimiento. Al final, creo que es más afortunado que yo».
Se volvió hacia Isabel y le ofreció un inesperado tributo de admiración.
-De pequeña, fui a una escuela de monjas, siempre admiré a las mujeres valientes de la Biblia: Ruth, Esther, Judith. Creo que usted se ha ganado un lugar entre ellas.
Isabel agradeció el cumplido con una sonrisa y un encogimiento de hombros.
-Me adula usted, señorita. Matar es muy fácil. El verdadero arte está en permanecer vivo. -A Luca Rossini le dijo-. Ya debería marcharme. Luisa y yo tenemos concertada una cena. ¿Me llamarás por la mañana?
-Por supuesto. Juan te acercará hasta el hotel y llevará a la señora Lodano a Monte Oppio.
-Ella podría venir conmigo. -Steffi Guillermin no se rendía-. Podríamos conversar durante el camino.
-Gracias. Hay mucho más para decir de lo que se ha planteado aquí. De todos modos, le estoy agradecida al cardenal Rossini por lo que ha hecho, y a la señora de Ortega por sus buenos oficios. Tampoco me olvido de que hoy el cardenal Aquino ha sufrido lo suyo.
En este momento, Rossini juzgó prudente intervenir.
-¿Su eminencia dispone de vehículo? Si no, Juan puede llevarlo con la señora de Ortega.
-Mi chófer vendrá a buscarme en cuanto le telefonee; pero antes de marcharme quisiera hablar dos palabras con usted.
Así fue como, después de que las tres mujeres se hubieron marchado, Rossini se encontró halagando a su ex adversario con una botella de brandy. Aquino ofreció el primer brindis:
-¡Salud! ¡Me ha hecho pasar un mal rato! Pero es usted un hombre más grande de lo que creía, Luca Rossini.
-Me alegro, por los dos, que el asunto esté concluido.
-Nunca estará concluido -dijo Aquino sombríamente-. Pero ahora, al menos, ha salido a la luz. Seguiré mirando al mismo hombre en el espejo, pero no tendré que mantener la puerta cerrada.
-Dijo que tenía que hablar conmigo -le recordó Rossini-. No quisiera parecer poco hospitalario pero creo que estoy sufriendo una especie de conmoción postergada. Ver esas fotografías ha sido como recibir un puñetazo en el estómago.
-En principio, no entiendo por qué ella las trajo consigo a Roma.
-Cuentas pendientes -dijo Rossini con sencillez-. No nos hemos visto en veinticinco años.
-Me di cuenta de cómo se conmovió usted. Pensé que su recuperación fue muy rápida.
-Sabía lo que ella estaba tratando de hacer. Cuando nos conocimos, yo era como una vasija hecha añicos. Había fragmentos de mí dispersos por todas partes. -Rossini parecía reflexionar en voz alta-. Día tras día, fragmento por fragmento, ella me fue reconstruyendo. Cuando nos separamos y yo me vine a Roma, todavía faltaban algunos fragmentos. Usted estaba conmigo. Ha de recordar en qué estado me encontraba.
-Lo recuerdo muy bien.
-Esas fotografías eran los fragmentos que faltaban. Yo no podía admitir el horror de la violación. Isabel sabía que, a la larga, tendría que hacerle frente.
-¿Puede hacerle frente ahora?
-Sí, siento que estoy íntegro. Pero, por favor, no me sacuda demasiado antes de que el pegamento se seque.
-Tengo algo que confesarle.
-¿Qué?
-Cuando lo traje desde Buenos Aires a Roma, presenté un informe al Santo Padre. Le dije que pensaba que estaba usted en una condición muy frágil y que había elementos de escándalo en su situación. Antes de que regresara a Argentina, volvió a citarme. Me dijo que había pensado mucho en ese joven que le había traído. Y se despachó con un discurso sobre la epístola de san Pablo a Timoteo: «... en una casa grande, no solamente hay vasijas de oro y de plata, sino también de madera y de barro». Yo no sabía muy bien adónde me estaba llevando hasta que dijo: «Nuestro hijo, Luca, es una vasija rota, pero un día será una vasija de honor, para uso del amo». Me tomó mucho tiempo comprender lo que quería decir.
-Me adula usted, señorita. Matar es muy fácil. El verdadero arte está en permanecer vivo. -A Luca Rossini le dijo-. Ya debería marcharme. Luisa y yo tenemos concertada una cena. ¿Me llamarás por la mañana?
-Por supuesto. Juan te acercará hasta el hotel y llevará a la señora Lodano a Monte Oppio.
-Ella podría venir conmigo. -Steffi Guillermin no se rendía-. Podríamos conversar durante el camino.
-Gracias. Hay mucho más para decir de lo que se ha planteado aquí. De todos modos, le estoy agradecida al cardenal Rossini por lo que ha hecho, y a la señora de Ortega por sus buenos oficios. Tampoco me olvido de que hoy el cardenal Aquino ha sufrido lo suyo.
En este momento, Rossini juzgó prudente intervenir.
-¿Su eminencia dispone de vehículo? Si no, Juan puede llevarlo con la señora de Ortega.
-Mi chófer vendrá a buscarme en cuanto le telefonee; pero antes de marcharme quisiera hablar dos palabras con usted.
Así fue como, después de que las tres mujeres se hubieron marchado, Rossini se encontró halagando a su ex adversario con una botella de brandy. Aquino ofreció el primer brindis:
-¡Salud! ¡Me ha hecho pasar un mal rato! Pero es usted un hombre más grande de lo que creía, Luca Rossini.
-Me alegro, por los dos, que el asunto esté concluido.
-Nunca estará concluido -dijo Aquino sombríamente-. Pero ahora, al menos, ha salido a la luz. Seguiré mirando al mismo hombre en el espejo, pero no tendré que mantener la puerta cerrada.
-Dijo que tenía que hablar conmigo -le recordó Rossini-. No quisiera parecer poco hospitalario pero creo que estoy sufriendo una especie de conmoción postergada. Ver esas fotografías ha sido como recibir un puñetazo en el estómago.
-En principio, no entiendo por qué ella las trajo consigo a Roma.
-Cuentas pendientes -dijo Rossini con sencillez-. No nos hemos visto en veinticinco años.
-Me di cuenta de cómo se conmovió usted. Pensé que su recuperación fue muy rápida.
-Sabía lo que ella estaba tratando de hacer. Cuando nos conocimos, yo era como una vasija hecha añicos. Había fragmentos de mí dispersos por todas partes. -Rossini parecía reflexionar en voz alta-. Día tras día, fragmento por fragmento, ella me fue reconstruyendo. Cuando nos separamos y yo me vine a Roma, todavía faltaban algunos fragmentos. Usted estaba conmigo. Ha de recordar en qué estado me encontraba.
-Lo recuerdo muy bien.
-Esas fotografías eran los fragmentos que faltaban. Yo no podía admitir el horror de la violación. Isabel sabía que, a la larga, tendría que hacerle frente.
-¿Puede hacerle frente ahora?
-Sí, siento que estoy íntegro. Pero, por favor, no me sacuda demasiado antes de que el pegamento se seque.
-Tengo algo que confesarle.
-¿Qué?
-Cuando lo traje desde Buenos Aires a Roma, presenté un informe al Santo Padre. Le dije que pensaba que estaba usted en una condición muy frágil y que había elementos de escándalo en su situación. Antes de que regresara a Argentina, volvió a citarme. Me dijo que había pensado mucho en ese joven que le había traído. Y se despachó con un discurso sobre la epístola de san Pablo a Timoteo: «... en una casa grande, no solamente hay vasijas de oro y de plata, sino también de madera y de barro». Yo no sabía muy bien adónde me estaba llevando hasta que dijo: «Nuestro hijo, Luca, es una vasija rota, pero un día será una vasija de honor, para uso del amo». Me tomó mucho tiempo comprender lo que quería decir.
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