Cristo, yo había oído muchas veces esta amenaza en labios trémulos de odio:
“¡MIRA QUE TE PARTO LA CARA!” Y siempre pensé que todo suele quedar en un puñetazo, un bofetón, una cuchillada en la mejilla. Sólo en Ti se ha cumplido literalmente la brutal amenaza, te han partido la cara de un solo tajo.
Como los soldados que han jugado en la noche contigo antes de Tu Pasión, no toleraron tu mirada y por eso, con un trapo sucio improvisaron una venda. Y entre risotadas y burlas de soldadesca cuartelera te escupían, te daban bofetadas, te golpeaban; y con gestos y muecas de grotesca reverencia, desfilaban por turnos ante tus ojos vendados desafiando tu ceguera: “¡Adivina Cristo, quien te pegó! Pero la luz de tus ojos atravesaba la venda de ese trapo asqueroso y los veía a todos, los reconocía a todos. Sabía los nombres y la historia cobarde y cruel de todos y de cada uno de ellos y en silencio les ponías la otra mejilla… Pero así somos: primero te vendamos y ya después tranquilos te ofendemos. Y aunque machaquemos Tu cara, Tú nos sigues contemplando.
Cristo mío roto, te rompieron la cara pero inútilmente. Así sin ojos, me fulminas con una invisible mirada. No te veo los ojos pero aquí están. Nunca soñé que en un trozo liso e insensible de madera como este, pudieran encenderse tan dulces y tan severos ojos. Eres la imagen de Cristo que más bella mirada tiene, una mirada irresistible, unos ojos tan bellos que me hacen bajar avergonzado los míos porque al tratar de ver a Dios con toda el alma, mi mirada rebota en la madera y me veo a mí y me confronto y vuelvo a ver, vuelvo a mirar y solo veo madera… ¡Un pedazo inerte de madera!
Y entonces me enojo y protesto y me rebelo y grito “¡¿Por qué no te dejas ver, Señor?! ¡¿Por qué me condenas a servirte entre tinieblas?! Pareces un dios ciego, insensible, sordo y mudo. Te pregunto y no contestas, te hablo y no me entero si me escuchas, tienes oídos pero no tienes labios para hablarme ni ojos para verme ¡¡Veme Dios!! ¡MÍRAME, QUIERO VERTE A LOS OJOS! ¡SI YO LOGRARA VER TUS OJOS AUNQUE SOLO FUERA UNA FRACCIÓN DE SEGUNDO, YO SÉ QUE SERÍA BUENO DE VERAS, BUENO DE VERAS PARA SIEMPRE Y QUE NO PODRÍA SER MALO NUNCA!"
-Yo te veo, te veo todos los días. No aparto mis ojos de tu vida. ¿Qué sería de ti si yo dejara de mirarte? Te miro aunque tú no veas que te miro. Yo no te voy a ver con unos ojos de madera, y para verme a Mí no se necesitan ojos. Te veo aunque tú no me veas. Ese es el mérito de la fe: Avanzar a mí de noche, tanteando en las sombras, persiguiendo unas respuestas que parecen no llegan nunca, alargando las manos hacia la nada en la noche de la fe. La fe es la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve hasta que un día en recompensa, verás cara a cara a Dios y más aún, podrás verme a los ojos.
Mi Cristo Roto sin cara, sin labios, sin ojos, es el símbolo plástico de la fe. Pero con todo no deja de ser doloroso tener siempre a mi lado a un Cristo sin cara. Por eso siempre la punzante tentación de restaurársela.
¡Yo se la hubiera restaurado! ¡Ustedes lo vieron, pero Él me lo prohibió! Por eso me dedico en un juego de fantasía y cariño, a restaurársela imaginariamente, colocando sobre su cabeza sin facciones, las caras que para mi Cristo ha soñado el arte universal. Consumo en este juego, museos, colecciones, galerías, catedrales, pinacotecas. Ahora comprendo por qué tantos artistas hayan esquivado el compromiso de enfrentarse con el rostro de Cristo, mirarlo a los ojos y retratarlo, imitarlo, porque para pintar la cara de Cristo además de técnica, se requiere amor. ¡Qué difícil dar con la cara de Dios y cuanto más difícil es verle la cara a Dios!
Pero desde hace unos días, he tenido que renunciar también al consuelo de este juego, ¡el Cristo roto es terrible en su exigencia!, no concibe treguas, y me lo ha prohibido también. Yo creí al principio que le gustaba, al menos lo toleraba silencioso, hasta que un día me interrumpió severamente y me dijo:
-¡BASTA! No me pongas ya más caras, he tolerado tu juego demasiado tiempo. ¿No acabas de comprenderlo? No me pongas más esas caras que pides de limosna al arte de los hombres. ¡Quiero estar así, sin cara! Prometiste que jamás me restaurarías.
-Y lo sigo prometiendo, Señor. Yo creí que ese juego de las caras no era restaurarte.
-No me restauras el rostro, pero buscas en el fondo, escapar de esa angustia que te produce mi cara partida. ¿Buscas mi consuelo o el tuyo? Te acongoja mirarme como estoy y fabricas en tu mente, mentirosas caras bellas que interpones entre tus ojos y mi cabeza partida. No aceptas la verdad de Mi Pasión y prefieres el maquillaje de tus fantasías. Acéptame como soy, acepta a Dios como es.
-Quiero aceptarte, Señor. ¡Ayúdame!
-Está bien, vamos a ensayar otro juego. Quiero que me pongas otras caras. Esas… sí las aceptaré.
-¿Cuáles Señor? Te las pondré enseguida. Dime qué caras y yo te las pongo.
-Temo que no lo entiendas, incluso que te escandalices como los fariseos... Me refiero a otros rostros, pero reales, no fingidos como los que inventabas, y que son también míos, como el que me cortaron de un tajo.
-Ahh, ya creo adivinar Señor, te refieres a las caras de los santos, de los apóstoles, de los mártires…
-¿Ves como no aciertas? Esas caras en verdad, son mías. Nadie me las niega ni me las regatea. Pero yo quiero otras, las reclamo, muy pocos se atreverían a ponérmelas…
-Yo sí, Señor ¿Cuáles? –Lo interrumpí sin pensar y…
-Bueno -respondió mi Cristo con calma-, después no te quejes.
Hizo un descanso como para tomar fuerzas. Respiró profundamente. Yo estaba asustado, tenía miedo, pero ya no había más remedio. Y entonces fue cuando me dijo:
-¿No tienes por ahí un retrato de tu enemigo? De ese que te tiene envidia y que no te deja vivir; del que interpreta mal por sistema todas tus cosas, del que siempre va hablando mal de ti, del que te arruinó, del que dio malos y decisivos informes sobre ti, del que te calumnió, del que logró echarte del puesto que tenías, del que te guarda rencor y no te ha podido perdonar, del que te denunció, del que te metió en la cárcel...
-¡Cristo, no sigas!
-Es demasiado, ¿Verdad?
-Es inhumano, es absurdo…
-¿Te has fijado bien en la cara de los leprosos, de los anormales, de los idiotizados, de los mendigos sucios, de los niños de la calle, de los imbéciles, de los locos...?
-¿Y...? ¿Y me vas a decir Cristo, que esas caras son tuyas y… y que te las ponga? No, no, imposible.
-¡Espera! no acabo aún... Toma bien nota de esta última lista y no olvides ningún rostro: Tienes que ponerme la cara del blasfemo, del suicida, del degenerado, del ladrón, del borracho, del asesino, del terrorista, del criminal, del traidor, del vicioso. ¿Has oído? ¡Necesito que pongas todos esos rostros sobre el mío!
-…No, no Señor… -contesté- ¡No entiendo nada! ¿Todos esos rostros miserables y corruptos sobre el tuyo, sagrado y divino?
-¡Sí, así lo quiero! ¿No ves que todos ellos pertenecen a esta pobre humanidad doliente creada por mi padre? ¿No te das cuenta que yo he dado la vida por todos? Quizá ahora comprendas lo que fue la Redención. Escucha: Yo, como hijo de Dios, me hice responsable voluntariamente de todos los errores y pecados de la humanidad. Yo cargué con todas las blasfemias, crímenes, aberraciones y vicios. Todo pesaba sobre Mí, mi Padre se asomó desde el cielo para verme en la cruz y contemplarse en Mi rostro, clavó sus ojos en Mí y su asombro fue infinito. Sobre mi rostro, vio sobrepuesta sucesiva y vertiginosamente las caras de todos los hombres. Desde el cielo, durante aquellas tres horas terribles de mi agonía en la cruz, contemplaba el desfile trágico de la humanidad vencida, mientras tanto Yo le decía: “¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!” Y no era Yo sólo quien moría en la cruz, eran miles y miles de dolientes seres humanos, derrotados muchos por sus propias pasiones, por sus errores, por sus pecados. El desfile era terrible, repugnante, grosero. Mi Padre vio pasar sobre mi rostro la cara del soberbio; la del sectario, la del violador, la del secuestrador, la del asesino frío y desalmado...
Había labios repugnantes, ojeras hundidas marcadas con fuego de lujuria, alientos insoportables de ebriedad, palidez de madrugadas hundidas en el vicio, sórdidos rictus de amargura y desesperación, turbadoras miradas de perversión y delito, de subterráneas anormalidades y desviaciones inconfesables y oscuras. ¡La droga, el veneno, el vómito, la pus! ¡Toda la derrota! Las injusticias, las atrocidades y las lacras de una humanidad pervertida, irredenta. La agonía… la muerte. “Padre mío ¿Por qué me has abandonado?” Y mi Padre Dios las amó a todas y perdonó sus pecados. Yo di la cara por todos mis hermanos, y mi Padre se reconcilió con la humanidad”.
Mi Cristo calló. ¡Qué pobre y ridículo me pareció el arte de los hombres y qué profundo e insondable el amor de Dios! Y desde entonces, enmudeció. No volvió a hablarme más. Consumado es.
No olvidemos nunca esta suprema y difícil lección. No olvidemos nunca la superficie lisa del rostro de mi Cristo tajado verticalmente. Podríamos compararlo con un portarretrato vacío en el que debemos colocar la cara de aquél o aquellos que nos han hecho daño o que odiamos profundamente, haciéndonos más daño a nosotros mismos que a quien es objeto de nuestro rencor.
¡Sí…, sí, seamos valientes! Recordemos el rostro que mayor odio y antipatía nos produzca y acerquémoslo a Cristo, aunque sintamos temblar nuestro pulso. Coloquémoslo sobre el suyo e imaginemos que nuestro enemigo, ese ser que odiamos, ocupó su lugar en la cruz. Cerremos los ojos, acerquémonos al crucificado y besemos reverentes y humildes su figura. ¡Bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian!
Al besar un Cristo, con el rostro de quien no hemos podido perdonar, nos envolverá una voz cálida y musical, paternal y bondadosa. Aquélla que hace muchos siglos nos dejara la más grande y maravillosa herencia que hombre alguno pueda tener, encerrada en sólo seis sencillas palabras:
“AMAOS LOS UNOS A LOS OTROS”.
Esta fue la última parte de la serie de meditaciones cuaresmales "Mi Cristo Roto". La primera vez que escuché esta obra, hace 6 años, especialmente esta última parte, lloraba desconsoladamente. Nunca había dado con una reflexión tan dura, tan frontal, tan directa, y te desafía sin reparos ni sutilezas. De tal manera fue el mensaje de Cristo: un lenguaje duro, decía la gente de su tiempo, y así todos se fueron y Él a sus discípulos: "¿Ustedes también quieren dejarme?" y Pedro da una de sus confesiones de fe: "¿Hacia quién iremos, Señor? Solamente Tú tienes palabras de vida eterna". Por esa razón me quedo, y aunque diga que libremente escogí seguirlo, la verdad es que yo no lo elegí sino Él a mí, llamándome por mi nombre y yo, incapaz de hacerme el sordo y al mismo tiempo fulminado por una seducción tan fuerte hacia lo eterno, dije que sí.
Cristo nos pide radicalidad, hasta el final, llegando incluso a pedirnos lo que nos duele, incomode o nos desagrade, como llegar a amar hasta a los que nos hacen e hicieron daño alguna vez. Sé de personas que fueron víctimas de bullying, de violencia en su pololeo (llegando incluso a ser abusadas sexualmente por su pareja), personas que fueron difamadas por alguien que la odia, alguien nos jugó una mala pasada, y todas esas historias que nos han dejado cicatrices o tal vez, esas heridas todavía no sanan y por mucho que esquivemos el dolor de esas heridas aún sangrantes, no hay sanación.
Siempre he aconsejado que el rencor es algo tan idiota como beber un veneno y esperar a que la otra persona se muera, y es cierto. El sentir rencor por alguien no daña al que es objeto de nuestro rencor, sino que quien se hace daño es uno/a mismo/a.
Es dificil, yo lo sé, también me cuesta, pero si Él lo dice es porque estamos seguros que Él es el único camino a la verdad que nos lleva a la vida. Y por eso murió Él con una muerte indigna, para enseñarnos lo que es el amor auténtico y el perdón, ya que no le bastaron las palabras y lo demostró con su Pasión.
Antes, en un canal nacional que era católico (ahora es laico), decía durante su programación especial: Semana Santa, una semana para toda la vida. Y yo repito estas palabras, para que esta historia de amor no se quede en un día sino en toda nuestra vida. ¿Qué historia de amor habla de un hombre enloquecido de amor por la humanidad, amando a cualquiera, a conocidos y desconocidos, a buenos y malos, que no le bastó quitarse por un tiempo sus "vestimentas de Dios" para hacerse hombre para ser uno más de nosotros y aceptó ser muerto por lo suyos para que con su muerte destruyera a la muerte?