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sábado, 1 de septiembre de 2012

Cualquier lugar puede ser Paraíso si se vive.

"Se cuenta de un general coreano que, muerto y juzgado, fue destinado al paraíso. Pero cuando llegó ante San Pedro, le vino un deseo y lo expuso: meter las narices, antes, en la puerta del infierno, sólo para hacerse una idea de aquel lugar de tristeza.
-"De acuerdo, concedido" le respondió San Pedro.
Se asomó entonces a la puerta del infierno y vio una sala inmensa, llena de largas mesas. Había en ellas muchas escudillas con arroz cocido, bien condimentado, aromático y apetitoso. Los comensales estaban sentados, hambrientos, dos para cada escudilla, uno frente al otro. ¿Y qué? Pues que para llevarse el arroz a la boca disponían –al estilo chino– de dos palillos, pero tan largos que, por muchos esfuerzos que hicieran, no llegaba ni un grano a la boca. Este era su suplicio, éste su infierno.
-"Me basta con lo que he visto"- exclamó el general.
Regresó a la puerta del paraíso y entró. La misma sala, las mismas mesas, el mismo arroz, los mismos palillos largos. Pero esta vez los comensales estaban alegres, sonriendo y comiendo. ¿Por qué? Porque cada uno tomando de la comida con los palillos, la llevaba a la boca del compañero de enfrente y todo salía a la perfección. Pensar en los demás, en vez de en sí mismo, resolvía el problema, transformando el infierno en paraíso. Y eso ocurre ya en esta vida, no sólo en la otra. La ley de la caridad es ley de felicidad"
(Juan Pablo I).
 
 
 

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