Ahora, al iniciar el tiempo de Cuaresma, compartiré cada cierto tiempo las reflexiones cuaresmales de "Mi Cristo Roto" escritas por el P. Ramón Cue Romano. Esta vez, me dí el tiempo de transcribir el monólogo en video que fue interpretado por el actor mexicano Alberto Mayagoitia.
A modo de introducción, son historias entre el sacerdote y la imagen de un Cristo crucificado al que su rostro ha sido arrancado de un tajo, le falta media pierna, le falta un brazo y está sin cruz. Él quiere restaurar la imagen, pero Cristo se lo impide. Esta reflexión cuaresmal puede ser muy dura para nosotros (incluso para mí todavía lo es, y eso que conozco la obra al revés y al derecho), hasta puede que nos saque algunas lágrimas o bajemos la mirada por estos reproches que recibimos (nunca puedo quedarme indiferente cada vez que estoy ante la obra, porque hay cosas que las olvidamos por rutina, cansancio o comodidad), pero siempre edificante y llena de esperanza. Después de todo, Dios no quiere la muerte del pecador, no quiere nuestra muerte.
Pensaba tratar un tema el día de hoy, pero no lo haré, pero agradeceré las palabras de Amalia, una amiga y lectora del blog, que me ha dado su parecer sobre el post anterior, destacando la humildad que Mons. Gaspar notó en el Papa Benedicto XVI durante la Vista Ad Limina en el año 2008.
Compartiré el texto transcrito, pero también compartiré el enlace de cada meditación. Si quieren leerlo o ver el video, da lo mismo, es cosa que ustedes no se queden indiferentes y se preparen en esta Cuaresma para los días de Semana Santa. Por mi parte, ya sé donde "me aprieta el zapato".
A modo de introducción, son historias entre el sacerdote y la imagen de un Cristo crucificado al que su rostro ha sido arrancado de un tajo, le falta media pierna, le falta un brazo y está sin cruz. Él quiere restaurar la imagen, pero Cristo se lo impide. Esta reflexión cuaresmal puede ser muy dura para nosotros (incluso para mí todavía lo es, y eso que conozco la obra al revés y al derecho), hasta puede que nos saque algunas lágrimas o bajemos la mirada por estos reproches que recibimos (nunca puedo quedarme indiferente cada vez que estoy ante la obra, porque hay cosas que las olvidamos por rutina, cansancio o comodidad), pero siempre edificante y llena de esperanza. Después de todo, Dios no quiere la muerte del pecador, no quiere nuestra muerte.
Pensaba tratar un tema el día de hoy, pero no lo haré, pero agradeceré las palabras de Amalia, una amiga y lectora del blog, que me ha dado su parecer sobre el post anterior, destacando la humildad que Mons. Gaspar notó en el Papa Benedicto XVI durante la Vista Ad Limina en el año 2008.
Compartiré el texto transcrito, pero también compartiré el enlace de cada meditación. Si quieren leerlo o ver el video, da lo mismo, es cosa que ustedes no se queden indiferentes y se preparen en esta Cuaresma para los días de Semana Santa. Por mi parte, ya sé donde "me aprieta el zapato".
A mi Cristo roto lo encontré en Sevilla. Dentro del arte me subyuga el tema de Cristo en la cruz. Se llevan mi preferencia los cristos barrocos españoles. La última vez, fui en compañía de un buen amigo mío que andaba en su vida detrás de un cristo, o mejor dicho, detrás de Cristo. Al Cristo ¡Vaya elección! Se le puede encontrar entre libros y revistas, ropa usada, zapatos y artesanías. La cosa es saber buscarlo. Porque Cristo anda y está entre todas las cosas de este revuelto e inverosímil mercado que es la Vida.
Pero aquella mañana nos aventuramos por un barrio bohemio que se llama “La casa del artista”. Es más fácil encontrar ahí al Cristo, pero mucho más caro. Es zona ya de anticuarios. Es el Cristo con impuesto de lujo, el Cristo que han encarecido los turistas porque desde que se intensificó el turismo, también Cristo es más caro.
Yo lo compré en jueves, y Judas lo vendió en jueves ¡Qué curioso!
Visitamos únicamente dos o tres tiendas, todas ellas llenas de santos. Santos de todos los tamaños, estilos y procedencias. Parecía una liquidación de santos. La santidad puesta en venta. Nunca se había negociado tanto con ellos pero no por lo que tienen de santos, sino por lo que tienen de bellos y exóticos. Los santos son muy decorativos. ¿Y qué me dicen de los ángeles? Se han puesto de modas los ángeles renacentistas: gorditos y con cara de traviesos. De la altura gloriosa de un retablo han caído hasta el servilismo humillante de adornar una toalla o sirven para colgar las llaves.
Cuando de repente:
-¿Quiere algo padre?
¿Cómo supo que soy sacerdote?
-Es usted muy amable. Dar una vuelta nada más por la tienda, mirar, ver.
De pronto… frente a mí, abandonado entre otras antigüedades, acostado sobre una mesa, vi un Cristo sin cruz. Despreciado y desechado de los hombres, Varón de Dolores, como que escondemos de Él el rostro. Iba a lanzarme sobre él, pero frené mis ímpetus. Miré al Cristo de reojo, me conquistó desde el primer instante. Claro que no era precisamente lo que yo buscaba, era un Cristo roto. Pero esta misma circunstancia me encadenó a Él no sé por qué. Fingí interés primero por los objetos que me rodeaban hasta que mis manos se apoderaron del Cristo. Dominé mis dedos para no acariciarlo. No me habían engañado los ojos… no. Debió ser un Cristo muy bello, era un impresionante despojo mutilado. Por supuesto, no tenía cruz, le faltaba media pierna, un brazo entero y aunque conservaba la cabeza, había perdido la cara. Pero en lo que restaba del cuerpo había tales proporciones, tan serena y perfecta anatomía, tal esbeltez de torso y piernas, tan sobriamente tratado el paño de su cintura que desde ese momento, había decidido quedarme con Él.
Busqué con la mirada al vendedor, el cual estaba pendiente de encontrar su mirada con la mía y adoptando una absoluta indiferencia, le dije:
-¿Y esto?
Y esto. Bueno, tal vez preguntando así lograría un precio más económico pero me equivoqué. Se acercó el anticuario, tomó el Cristo roto en sus manos y…
-Oh, es una magnífica pieza, se ve que tiene usted gusto padre, fíjese que espléndida talla, qué buena factura…
-¡Pero… está tan roto, tan mutilado!
-No tiene importancia padre, aquí al lado hay un magnífico restaurador amigo mío y se lo va a dejar a usted, ¡Nuevo!
Volvió a ponderarlo, a alabarlo, lo acariciaba entre sus manos, pero… no acariciaba al Cristo, acariciaba la mercancía que se le iba a convertir en dinero.
Insistí, él dudó, hizo una pausa, miró por última vez al Cristo fingiendo que le costaba separarse de Él y me lo alargó en un arranque de generosidad ficticia, diciéndome resignado y dolorido:
-Tenga, padre, lléveselo, por ser para usted y conste que no gano nada, 300 euros nada más, ¡Se lleva usted una joya!
El vendedor exaltaba las cualidades para mantener el precio. Yo, sacerdote, le mermaba méritos para rebajarlo… Me estremecí de pronto. ¡Disputábamos el precio de Cristo, como si fuera una simple mercancía! Me di la media vuelta y fingí que me retiraba de la tienda, eso nunca falla cuando se trata de regatear… pero me acordé de Judas… ¿No fue aquella también una compraventa de Cristo? Indudablemente que Judas quería más y los sacerdotes judíos le ofrecían menos, igual que yo. En la vida todos hemos participado en la compraventa de un Cristo… y no de madera, de carne. En Él y en nuestro prójimo.
Bien… la cosa es que cedimos los dos, lo rebajó a 30 euros y como siempre, el que perdió fue Cristo. Resultó despreciado y Él, angustiado y afligido, no abrió su boca. Como cordero fue llevado al matadero.
Antes de despedirme, le pregunté al anticuario si sabía la procedencia del Cristo y la razón de aquellas terribles mutilaciones. En información vaga e incompleta me dijo que creía que procedía de la Sierra de Aracena, y que las mutilaciones se debían a una profanación en tiempo de la Guerra Civil Española. Apreté a mi Cristo con cariño y salí con Él a la calle.
El artista restaurador que me recomendó el anticuario estaba cerca. Entramos. Le enseñé al Cristo y volvimos a hablar de dinero.
-¿Cuánto me cobraría por restaurar este Cristo?
El restaurador tomó la talla rota entre sus manos, lo examinó en silencio, le dio mil vueltas.
-Está estropeadísimo. Serán solamente 125 euros.
-Muy caro.
-Es mucha obra. Está destrozado, mírelo. Me voy a tardar tres días.
Sonreí. ¡Qué ironía! ¡Reconstruirlo en tres días! Me suena.
Al fin, cuando regresé de mi viaje, ya de noche, cerré la puerta de mi habitación y con el tacto de un enfermero que descubre una llaga, liberé a mi Cristo de su arrugada envoltura y me encontré solo, cara a cara con Cristo. ¡Qué ensangrentado despojo mutilado! Ecce homo! De tal manera fue desfigurado de los hombres y de su hermosura, que me decidí a preguntarle:
-Cristo ¿Quién fue el que se atrevió contigo? ¡¿No le temblaron las manos cuando astilló las tuyas arrancándote de la cruz?! ¿Vive todavía? ¿Dónde? ¿Qué haría hoy si te viera en mis manos? …¿Se arrepintió?
-¡CÁLLATE!- me cortó una voz tajante-. ¡Cállate, preguntas demasiado! ¡Qué buenos sois ustedes los hombres para juzgar los pecados ajenos! ¡¿Crees que tengo un corazón tan pequeño y mezquino como el tuyo?! ¡Cállate! No me preguntes ni pienses más en el que me mutiló, déjalo, ¿Qué sabes tú? ¡Respétalo! Yo ya lo perdoné. Yo me olvidé instantáneamente y para siempre de sus pecados. Cuando un hombre se arrepiente, Yo perdono de una vez, no poco a poco como vosotros. Yo soy tardo para la ira y grande para la misericordia. ¿Por qué ante mis miembros rotos, no se te ocurre recordar a seres que ofenden, hieren y explotan a sus hermanos los hombres? ¿Qué es mayor pecado? ¿Mutilar una imagen de madera o mutilar una imagen mía viva, de carne, creada a mi imagen y semejanza? ¡Oh hipócritas! Os rasgáis las vestiduras ante el recuerdo del que mutiló mi imagen de madera, mientras le estrecháis la mano o le rendís honores al que mutila física o moralmente a los cristos vivos que son sus hermanos.
Yo contesté:
-Sí Señor, enséñame a olvidar y perdonar, pero es que no puedo verte así, destrozado. Aunque un restaurador me cobre lo que quiera, todo te lo mereces. Me duele verte así. Mañana mismo te llevaré a un taller. ¿Verdad que apruebas mi plan? ¿Verdad que te gusta?
-¡NO, NO ME GUSTA! ¡ERES IGUAL QUE TODOS Y HABLAS DEMASIADO!
Hubo una pausa de silencio. Una orden, tajante como un rayo, vino a decapitar el silencio angustioso:
-¡NO ME RESTAURES, TE LO PROHIBO! ¡¿LO OYES?!
-¿Por qué no quieres que te restaure? No te comprendo. ¿No comprendes, Señor, que va a ser para mí un continuo dolor cada vez que te mire roto y mutilado? ¿No comprendes que me duele?
-Eso es lo que quiero, que al verme roto te acuerdes siempre de tantos hermanos tuyos que conviven contigo; rotos, aplastados, indigentes, mutilados, rechazados. Sin brazos, porque no tienen posibilidades de trabajo. Sin pies, porque les han cerrado los caminos. Sin cara, porque les han quitado la honra. Todos los olvidan y les vuelven la espalda. ¡No me restaures, a ver si viéndome así te acuerdas de ellos y te duele! ¡A ver si así, roto y mutilado, te sirvo de clave para el dolor de los demás! Muchos cristianos se vuelven en devoción, en besos, en luces, en flores sobre un Cristo bello, y se olvidan de sus hermanos los hombres, cristos feos, rotos y sufrientes. Hay muchos cristianos que tranquilizan su conciencia besando un Cristo bello, obra de arte, mientras ofenden, hieren y explotan al pequeño Cristo de carne, que es su hermano. Hay otros que se conforman con no hacer cosas malas, olvidándose de que si no hacen buenas obras a sus hermanos, tampoco a Mí me las están haciendo. ¡Esos besos me repugnan, me dan asco! Los tolero forzado en mis pies de imagen tallada en madera, pero me hieren el corazón. ¡Tenéis demasiados cristos bellos! Demasiadas obras de arte de mi imagen crucificada. Y estáis en peligro de quedaros en la obra de arte. Un Cristo bello puede ser un peligroso refugio donde esconderse en la huida del dolor ajeno, tranquilizando al mismo tiempo la conciencia, en un falso cristianismo. Por eso deberían tener más cristos rotos, uno a la entrada de cada iglesia, que gritara siempre con sus miembros partidos y su cara sin forma, el dolor y la angustia de mi segunda pasión en mis hermanos los hombres. Por eso te lo suplico, no me restaures, déjame roto junto a ti, aunque amargue un poco tu vida.
-Sí Señor, te lo prometo.
Y un beso sobre su único pie astillado, fue la firma de mi promesa.
Desde hoy… viviré con un Cristo roto.
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