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sábado, 1 de diciembre de 2012

El fin del mundo y las personas con capacidades diferentes: una gota de esperanza en un mar de caos.


Últimamente se ha hablado en cualquier punto del orbe sobre el supuesto fin del mundo, pero en el país se habla de la Teletón, en favor de los niños y jóvenes discapacitados en el que se recaudan fondos para su rehabilitación y con 27 horas de transmisión ininterrumpida con personalidades de la televisión, incluso políticas y dejando de lado cualquier tipo de diferencias. Sobre el fin del mundo y la discapacidad (para ser más exacto, con el trastorno del Síndrome de Down) quiero compartir en este post sobre la relación que existe entre estos elementos con lo que he escrito sobre un libro leído.
Leo con frecuencia a Morris West no porque fue católico, sino porque fue un hombre bastante comprometido y crítico con sus creencias, tocando problemas y preguntas sobre el ser humano, su existencia y el rumbo de su vida. Escribió sobre problemas humanos y reales, pero en clave de ficción, sobre política o religión o ambas cosas. Uno de sus libros es "Los bufones de Dios" (el que trataré ahora), y quisiera compartir algunos fragmentos referentes a los niños con "capacidades diferentes".
Esta obra trata sobre un futuro Papa (ficticio), el francés Jean Marie Barette (más conocido como Gregorio XVII), recibe de manera privada una visión beatífica en el que Cristo le anuncia que el fin del mundo está muy cerca (debido a problemas políticos entre los países que terminaría con una gran guerra) y que Jean Marie debe alertar a la humanidad para prepararse tras pedir insistentemente a Dios la ayuda para guiar a la Iglesia de la mejor manera. Él escribe una encíclica sin alcanzar a publicarla (este escrito significaba su salvación o el caos colectivo, exponiendo su prestigio), ya que su secretario personal la encontró y distribuyó copias de ésta al Colegio Cardenalicio y por esto es obligado a abdicar y a firmar un documento, alegando "motivos de salud". Nadie le ha creído que le ha sido revelada la llegada inminente del fin del mundo y por consiguiente, la Segunda Venida de Cristo.
En un momento de la obra, Jean Marie sueña con Cristo, que tomó en sus brazos a una niña con Sindrome de Down, y tras acariciar su pelo, le pasa la mano por la cara, despareciendo sus rasgos característicos:

"-Yo tomaré a la niña.
-No. -Jean Marie sintió un súbito espasmo de terror y retrocedió contra la muralla rocosa. Buscó un sitio donde sentarse y allí se acomodó, meciendo en sus brazos a la pequeñuela. El joven se puso de pie y ofreció el pan y la copa de agua. Cuando vió que Jean Marie rehusaba, comenzó a dar a la niña pequeños pedazos del pan y diminutas gotas del líquido. De vez en cuando le acariciaba la mejilla y despejaba sus ojos del cabello que los cubría. Pidió una vez más:
-Te ruego que me dejes tomarla. No sufrirá daño alguno.
Cogió a la niña y bailó con ella hasta que ella rió, acercó su rostro al de él con ternura y lo besó. Y bruscamente dejó de ser una mongoloide para transformarse en una perfecta y preciosa niña, tan bella como la muñeca de una princesa.
El joven la levantó para que todos la admiraran. Sonrió a Jean Marie y le dijo:
-Como puedes ver, doy nueva vida a todas las cosas."
Conforme quedan pocas páginas al libro, la destrucción se avecina tras una peste y los problemas políticos y ecónomicos irremediables a escala mundial, mientras Jean Marie, en época de Navidad, con otros adultos de diferentes razas se refugian con muchos niños con Sindrome de Down y otras deficiencias en un valle, como han hecho otros muchos grupos por toda la tierra. Entre ellos se encuentra un joven, Maran Atha, el terapista de Jean Marie cuando había sufrido un accidente vascular encefálico, que deja ver que es en realidad Cristo. Como el ex-Papa duda de ello, incluso se ofende por la familiaridad con que esta persona maneja los simbolos más sagrados del cristianismo (levantar en alto el pan y el vino y agradecer a Dios), se produce la siguiente escena:
"Hubo un largo silencio. Luego el hombre que se llamaba a sí mismo Jesús extendió las manos.
-Deme a la niña.
-No. - En le momento mismo en que retrocedía, asustado, Jean Marie se dio cuenta que todo ello había sido anunciado en su sueño.
-Le ruego que me permita tenerla. No sufrirá daño alguno.
Jean Marie miró alrededor de él los rostros de los comensales. Pero no halló en ellos ninguna respuesta. Levantó a la niña de su alta silla y se la pasó al señor Atha a través de la mesa. El señor Atha la besó y la sentó sobre sus rodillas. Remojó un trozo de pan en el vino y, bocado por bocado, fue dando de comer a la niña, mientras hablaba, suave y persuasivamente.
-Sé lo que está pensando. Necesita un signo. ¿Qué mejor signo puedo yo darle que hacer de esta niña una persona nueva y sana? Podría hacerlo, pero no lo haré, porque soy el Señor y no un mago. A esta niña le he regalado algo que ninguno de ustedes posee: la eterna inocencia. Para ustedes puede ser imperfecta, pero para mí está sana y entera, como el capullo que muere sin haberse abierto, o el pajarillo que cae del nido y es devorado por los insectos. Ella nunca me ofenderá, como lo hacen ustedes. Nunca pervertirá o destruirá la obra de mi Padre. Ustedes la necesitan, porque ella siempre evocará la bondad que los ayudará a ser cada día más humanos. Más aún, ella servirá para recordarles diariamente que soy el que soy, que mis caminos no son los de ustedes y que ni la más insignificante partícula de polvo que gira en las tinieblas del espacio cae fuera de mi mano. Yo soy el que los ha elegido a ustedes. No son ustedes los que me han elegido a mí. Les dejo, como signo, a esta niña. Cuídenla como un tesoro".
Aunque es un explicación para algunos, poco satisfactoria para la pregunta del por qué, al menos para mí da una pizca de sentido. Porque realmente nos damos cuenta que vivir con estas personas, estos niños, es un privilegio. Por muy grande que sea nuestro dolor con su llegada o con su marcha, siempre será más grande el amor que nos dejan. Siempre están con nosotros esa mirada plena, esa sonrisa, esa sinceridad y poca verguenza que a lo mejor nos puede molestar o sonreir (incluso en la parroquia, un niñito con Síndrome de Down, es el alma de la comunidad y recuerdo que una vez que me pidió que lo cogiera en brazos, me dió un abrazo que casi me emocionó hasta las lágrimas). Ese amor irrenunciable. Amemos a nuestros niños, hayan muchos o pocos, no dejemos de amarlos y respetarlos (especialmente a los niños que poseen capacidades diferentes). Estadísticas dicen que las tasas de natalidad decaen. No sé si es la polución, la infertilidad, los métodos de anticoncepción, los controles de natalidad o el lobby abortista y genocida que ingresa la opción "eliminar" a los niños que nacerán con problemas de discapacidad bajo pretexto de "humanidad" y "para que no sufra en el futuro". ¿Cuántas personas que nosotros consideramos "discapacitados" han salido adelante y luchan contra viento y marea, dándonos verdaderas lecciones de vida? Ejemplo de ellos son todas las diversas historias de niños, hombres y mujeres que han pasado por la Teletón y su espirítu de superación, en familias pobres o pudientes.
No apartemos a los niños de nosotros y no nos dejemos avenjentar pues el día que pidamos tiempo para razonar, orar, amar y trabajar, tal vez sea muy tarde para merecerlos.
De verdad que no quiero imaginar ni que se concrete un mundo sin niños (como en la película "Children of men") con errores que se están cometiendo en el presente.
Aunque sé que el 21 de diciembre de 2012 no pasará nada, estos testimonios y estas 27 horas de amor para recaudar fondos para todos los centros Teletón a lo largo de Chile (y del que faltan más dependencias en otras ciudades) nos llenan de esperanza y un espíritu de resiliencia.


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