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sábado, 22 de diciembre de 2012

A pocos días de la Navidad: la polémica homilía de un arzobispo para Navidad


Como reza el título, estamos a dos días de 24 de diciembre. Este mes, destaco la alegría del hallazgo de la corona robada de la imagen de Ntra. Sra. de la Candelaria hace unos 4 meses atrás, con la bendición y re-coronación de ella. También pude ir a la licenciatura de amiga que terminó su enseñanza. Como no tenía alguna evaluación, fui a verla, desde el principio le dije que quisiera estar presente en su licenciatura, en ese momento especial en que da un paso más en su vida. Creí que yo no iría, pero lo hice. Quise estar ahí porque sé que ella tuvo un año dificil y no paró de luchar a fuerza de sangre, sudor y lágrimas. Cuando yo podía la vendaba, le secaba el sudor y fuí su paño de lágrimas. No pude estar siempre con ella por nuestros tiempos y responsabilidades, pero estoy seguro que he sido un buen amigo.
Volviendo al punto, litúrgicamente hablando, el atardecer en día sábado se da inicio al día domingo. ¿Qué tiene que ver esto? Fácil. Al consultar el calendario litúrgico, nos daremos cuenta que viviremos el IV Domingo de Adviento (la última velita de la Corona de Adviento, para aquellos que la tienen en sus casas). Y bueno, durante la homilía de la misa de ayer en la que ayudé, el joven sacerdote que predicaba mencionaba que durante estos días se había dado el tiempo de pasear por las calles céntricas de la ciudad, para conocer personalmente lo que gente decía de estas fechas y su real preocupación.
El primero de ellos es la preocupación de la gente por lo que se comerá y beberá el 24 en la noche. La comida sugiere un compartir y una fraternidad con nuestras familias, amistades y/o seres queridos, pero que no sirve de nada si no hay muestras de mejora y cambio: discusiones, peleas, rencillas del pasado, etc. Tampoco significa eliminar eliminar el vino, la champaña o algún licor, porque a través de estas cosas externas expresamos nuestra alegría (siempre y cuando sea con moderación) ¿Qué momentos alegres de nuestras vidas no las expresamos mediante un brindis? ¿O qué sentido tiene celebrar con tristeza o falto de alegría un momento de júbilo?
Otro punto que él destacó son los renombrados regalos, y que más de alguna vez han dado dolores de cabeza. Él recordaba que había una señora que dijo que buscaba x regalo para su hija "porque había pasado de curso". "Bueno, pero si ella pasó de curso, es porque su deber es estudiar. Si seguimos así, los malcriaremos y así los niños manipulan a los padres", fueron esas las palabras del sacerdote sobre esa mamá. Un pequeño incentivo o "refuerzo positivo" (en términos conductistas) no es malo, pero no está bien que los hijos terminen realizando actividades solo por interés y no por algo que los mueva a realizar. También surgen las preocupaciones por quien tiene el regalo más grande, o las discusiones entre los hermanos que dicen "Mi regalo es más grande que el tuyo porque mis papás me quieren más que a tí". Se habla de que los Reyes Magos ofrecieron regalos al Niño Jesús a modo de reconocimiento como Salvador del Mundo, además de mostrar sus respetos. El tamaño del envoltorio, o el color o tonalidad del papel de regalo o la cinta, son cosas superfluas. Hay muchos regalos caros que terminan sirviendo para nada, o cosas pequeñas y baratas (o sin precio monetario) que dejan una señal imborrable (unos caramelos, un beso, una flor, un abrazo, tolerancia con quien no nos simpatiza, regalarse tiempo uno mismo, etc.).
¿Nuestra Navidad tiene como centro a Jesús? ¿O es una fiesta sin sentido, que se realiza solo porque es la "previa" de Año Nuevo? Las palabras del párroco fueron fuertes pero muy importantes: "No sacamos nada con llamarnos cristianos, si nuestra vida y estas fiestas las vivimos como paganos". No vivir Navidad con superficialidad, sino dando un lugar a que Dios nazca en nuestras vidas y nos mueva, y no cerrándole la puerta "porque no hay lugar" para María y José.
Con la tarde de ayer, recordé la homilía de Mons. Francisco Javier Martínez, Arzobispo de Granada (el de la foto) que tras su homilía en el mismo tiempo litúrgico hace 3 años, provocó distintas reacciones en sectores sexistas tras una mala interpretación de sus palabras... o una artimaña más para enlodar la Iglesia, respecto a la posición de varón frente a la mujer cuando está sometida a toda clase de vejaciones, incluyendo al mayor genocidio de esta época, el aborto, crimen que quieren convertir en derecho.
Por más que leí, busqué y rebusqué la homilía de manera objetiva (dejando de lado la fe por unos momentos y centrándome en lo gramatical y semántico), no hay nada de discriminatorio o machista en su homilía, hasta encontré el video y lo ví una y otra vez (lamentablemente la homilía completa está fuera de la línea, pero solo se encuentran los momentos polémicos que usan a modo de sembrar odio), pero no hay nada de eso que dicen los contestatarios. Les adelante que es una homilía profunda y bastante incómoda para nuestra acelerada sociedad. Y ya que estamos tan cerquita del "cumpleaños" de Jesús, recordando que Dios salió a nuestro encuentro y haciéndose "uno más" de nosotros, les comparto la homilía valiente de Mons. Martinez.
 
 
 
 
Homilía de IV Domingo de Adviento, 20 de diciembre de 2009, Catedral de Granada.
Viendo cómo marcha el mundo, cada vez es menos difícil percibir hasta qué punto la celebración de la Navidad es incorrecta, porque la Navidad sacude los cimientos de este mundo para salvarlos, para recuperarlos, iluminados y purificados por la gracia y la misericordia de Cristo. Pero hoy la Navidad estorba, Cristo estorba, la cruz estorba, los cristianos y la Iglesia estorban a los que tienen la pretensión del poder absoluto. Es algo muy comprensible: la pasión del poder siempre ha sido muy fuerte en los hombres. Tan fuerte, tan poderosa y tan permanente en la historia como la lujuria, la envidia o el egoísmo, como cada uno de los siete pecados capitales. Estos pecados acompañan toda la historia humana, y es evidente que los seres humanos no somos capaces por nosotros mismos de liberarnos de ellos. Sólo Cristo tiene el poder de liberarnos de los pecados capitales.
En el mundo actual, se hace cada vez más visible la gran verdad que recordaba Juan Pablo II y que de otras mil maneras no deja de repetir Benedicto XVI: es posible construir un mundo al margen de Dios, al margen de Jesucristo -estamos asistiendo a su construcción-, pero se trata de la Torre de Babel. Este mundo morirá aplastado por sí mismo, por su propia pretensión de absoluto, y su caída será el signo, la señal de que un mundo contra Dios es un mundo contra el hombre. ¡Dios no es nuestro enemigo! ¡No es nuestro adversario! Es la única tierra firme sobre la que una vida humana -verdaderamente humana-, sobre la que un amor humano -verdaderamente humano-, sobre la que una sociedad humana, un trabajo humano, una economía y una política humanas pueden ser construidas.
¡Cuántos pecados hay en la historia cristiana que podemos reconocer visibles! ¡Tangibles! ¡Cuántos crímenes y asesinatos! Nos lo echan en cara constantemente como si nos avergonzaran. ¡No los ocultamos! Lo que sorprende no es el pecado ni el escándalo. Lo que sorprende no es que el mundo sea mundo. Lo que sorprende es la santidad, y la Iglesia siempre ha estado llena –y lo sigue estando ahora- de santidad. Lo que provoca sorpresa, estupor, asombro, y al mismo tiempo deseos de participar de su luz y de su gracia, es la santidad.
¿Pero qué es lo que produce un mundo sin Dios? Lo que produce nuestro mundo: desesperanza, tristeza y una desvalorización cada vez más radical. Pocas imágenes en la historia más tristes que la que han ofrecido nuestros parlamentarios aplaudiendo lo que por fin se ha convertido en un derecho: matar a niños en el seno de la madre. ¿Y a eso lo llaman progreso? Se promulga una ley que pone a miles de profesionales (médicos, enfermeras,…) -sobre todo, a ellos- en situaciones muy similares a las que tuvieron que afrontar los médicos o los soldados bajo el régimen de Hitler o de Stalin, o en cualquiera de las dictaduras que existieron en el siglo XX y que realmente establecieron la legalidad de otros crímenes, menos repugnantes que el del aborto. Porque es de cobardes matar al débil. Hubo en la Edad Media -en esa preciosa Edad Media que nadie se atreve a recordar porque tampoco es políticamente correcto- una orden militar cristiana donde los caballeros hacían el juramento de no combatir nunca con menos de dos enemigos a la vez, porque para un caballero cristiano era indigno combatir de igual a igual con quien no era cristiano.
El mundo puede llamarlo estupidez. Yo le llamo valor. Pero matar a un niño indefenso, ¡y que lo haga su propia madre! Eso le da a los varones la licencia absoluta, sin límites, de abusar del cuerpo de la mujer, porque la tragedia se la traga ella, y se la traga como si fuera un derecho: el derecho a vivir toda la vida apesadumbrada por un crimen que siempre deja huellas en la conciencia y para el que ni los médicos ni los psiquiatras ni todas las técnicas conocen el remedio. Sólo existe una medicina para este crimen: el perdón, medicina que sólo conocemos los cristianos. Un médico que haya practicado cientos de abortos y que algún día caiga arrodillado, asombrado de su propia mezquindad humana, es abrazado por el Señor. Una adolescente engañada por el chico que abusó de ella o por sus padres, o por la imagen que tiene de sí misma, siempre tendrá en la Iglesia una casa, una familia y una madre.
Ayer mismo me referían el precioso testimonio de un niño deforme que había nacido sin un brazo y una pierna. Hoy casi es un adulto. Me contaban la alegría con la que vive su situación, cómo se baña en la playa junto a sus amigos con su brazo y su pierna ortopédica, y me decían que esa risa no existiría hoy en la creación si una madre hubiera decidido que no era estéticamente correcto tener un niño así.
Queridos hermanos, el mundo está en tinieblas, y un mundo así está abocado a la violencia y al pecado, al abuso de los hombres con los hombres. Esta licencia para matar no es más que un primer paso de la pérdida de libertad en nuestra sociedad, el primer paso –gravísimo- que anuncia que estamos ya en una nueva y terrible dictadura -¡terrible!- y que la libertad es una palabra vacía, porque el Estado tiene el poder de decidir para qué sí o para qué no somos libres, de decidir quién tiene derecho a vivir y quién no, qué es lo que tiene que haber en nuestra conciencia, cómo llamar a las cosas, o cómo deben ser nuestras relaciones humanas, incluso las más íntimas, qué es o no un matrimonio. No es una dictadura, no, es el tipo de autoritarismo tiránico de las sociedades primitivas. Y nosotros lo permitimos con una pasmosa tranquilidad, lo consentimos sin alterarnos porque el show tiene que continuar, porque tienen que seguir el consumo y la fiesta. Hoy toca fiesta, no se sabe por qué.
Porque si se celebrara o se tuviera realmente conciencia de lo que significa que Cristo ha nacido, sería imposible no vivir estas fiestas con un corazón grande y sencillo que no necesita gastar casi nada, que sólo necesita la amistad y los afectos de unos por otros, regalos que no tienen precio y tan sencillos como que estéis cerca o que alguien juegue más con sus hijos. Que Cristo haya nacido significa que toda vida es sagrada, no sólo desde su concepción, sino desde toda la eternidad. Hemos sido amados y queridos por Dios, antes incluso de que hubieran nacido nuestros padres. El ser humano no está por encima de Dios. Puede destruir su obra, como podemos destruir este mundo o millones de vidas con una bomba atómica, pero la herida que deja en nosotros, en nuestros hermanos y en la tierra, el retroceso que significa para la humanidad en tanto que humanidad, en tanto que seres capaces de usar la razón, la libertad y el amor que nos definen frente a las demás especies animales, es enorme. Es la humanidad la que retrocede con este genocidio silencioso al que se nos invita y que ahora se promueve, genocidio que se impone a ciertos profesionales como si fuera una obligación –repito: el mismo tipo de obligación que las que tenían los oficiales en los campos de concentración de Auschwitz y Buchenwald en los que no podían rebelarse porque eran órdenes superiores-.
Nosotros no tenemos que luchar contra nadie, tan sólo celebrar bien la Navidad, la Eucaristía. Sólo tenemos que ser lo que somos, expresar que porque Cristo ha nacido toda persona -hasta el anciano con demencia senil más humilde y pobre, hasta el muchacho deforme- es la imagen viva del Dios que es amor, del Dios que se ha entregado por nosotros para rescatarnos del pecado y la desesperanza.
El tono de mis palabras puede haceros pensar que estoy haciendo campaña. Ni mucho menos. Se trata de libertad, libertad que no la dan las leyes, sino que nace de Dios, y que nadie nos puede arrebatar. Libertad para vivir y amar al mundo, a las personas, y amar no con un amor místico, ¡sino con el amor humano en el que se ha encarnado el Hijo de Dios! Cada uno en su vocación y en su puesto puede querer apasionadamente a las personas que el Señor le pone delante: jefe, compañeros de trabajo llenos de envidia, gente insoportable, o ese familiar que siempre te echa en cuenta cosas que se imagina.
Os doy dos consejos muy sencillos para vivir la Navidad. El primero es que nos paremos un momento a adorar al Niño Jesús en el Belén que hay en vuestras casas. El significado del Belén es que vuestra vida, la de vuestros hijos, la de cada persona con la que nos cruzamos por la calles es preciosa, que cada vida vale más que todos los retratos del Museo del Prado, porque es una imagen viva y hablante de Dios. ¡Eso es la belleza!
Pararos un momento y explicadle a los niños que vivimos de una forma distinta al mundo porque sabemos esto, no simplemente porque lo creemos, sino porque tenemos la experiencia que nos ha entregado la Iglesia, la experiencia de que a la luz del Belén, como a la luz de la mañana de Pascua, es posible, en medio de un mundo de pecado, vivir entre nosotros una humanidad bellísima, incomparable, donde se ve a Dios en cada rostro humano de cualquier lengua y clase social. ¡Pararos un momento para daros cuenta! No significa eliminar las celebraciones normales con turrón y champán. Precisamente, es esto lo que les da sentido. Porque si falta este sentido entonces uno puede comprender a las personas que dicen que son las fiestas más tristes, porque les falta un hijo o porque les ha sucedido cualquier otra desgracia. ¿Cómo abrir entonces una botella de champán? ¿Cómo cantar y celebrar entonces la alegría? ¡Claro que sí! No a lo mejor con la superficialidad de muchas cenas o villancicos tal como los celebramos o vivimos en ocasiones, pero sí con la conciencia de que gracias al nacimiento de Cristo el llanto por un hijo muerto no es la última voz que resuena en la creación. Por todas partes resuena otra voz mucho más poderosa que abraza hasta al pecador más terrible, un voz cuyo amor lo único que hace al ver nuestra miseria es llorar por nosotros. Jesús le dijo a las mujeres: “No lloréis por mí” (Lc 23, 27-31), porque estaba desempeñando su oficio, ¡el oficio de amar! “Llorad más bien por vuestras y por vuestros hijos”. Éste es el primer consejo: pararse un momento para ser conscientes de ese amor.
El segundo es éste: pensad en diez regalos que no se compren, de los que no cuestan, regalos que valen mucho más que los que se pueden comprar. Dádselos a vuestra mujer o a vuestro marido, decidle algo a la persona que no soportáis en la cena, responded con amor a una ofensa y no entréis en su juego, escuchad unos minutos a la persona que no aguantáis sin protestar interiormente, haced algo que sea bello, que os construya.
En un pasaje de un evangelio apócrifo se dice que Jesús caminaba con sus discípulos cuando se toparon con el cadáver de un perro descomponiéndose. Los discípulos le dijeron: “Jesús, qué mal huele”, pero Jesús les hizo notar que sus dientes eran muy blancos. No hay, pues, ser humano por el que no podamos hacer esto. Ése es el regalo que tenemos que aprender para extender así el testigo del amor, el tejido de la Iglesia. No os olvidéis de intentarlo. Si no podéis diez haced cinco, y si no, dos. Pero no dejéis pasar la Navidad sin hacer un regalo de los que no se pueden comprar o pagar. Porque no tienen precio.

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