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domingo, 23 de diciembre de 2012

Navidad según un sacerdote con alma de niño.


La historia de Dios es simple y sencilla, al alcance de cualquier mentalidad. Es la crónica de una apuesta por el hombre. Es una historia tejida de silencios y sonrisas, es una cálida crónica de amor.
Dios se entrega sin medida, se da en el sosiego y en la calma para revolucionar nuestro vivir pequeño y egoísta. Él, Niño frágil e indefenso en las manos de su Madre, se acerca sin estruendo y sin ruidos. Su nacimiento para hacerse solidario de nuestra endeble condición es un prodigio de divina insensatez: llega sin fanfarrias ni alharacas. No busca el eco de la desmesura, sino el corazón de cada hombre hambriento de esperanzas.
Acostumbrados a envolver con el celofán de un cierto sentimentalismo la anual cita con la Navidad, corremos el riesgo de olvidar que el niño que llega, acunado con un inefable amor de madre, nos propone una vida plena de sentimiento y de sentido.
Sentimiento de eterna gratitud por el hermoso regalo de un Dios que se hace hombre para sufrir, siempre y en todo lugar, con el que sufre y está desamparado. Sentido de profundidad vital al comprender que el Dios que ilumina nuestra poquedad es un ser cercano, tan inmerso en nuestro interior que nos conoce mejor que nosotros mismos.
El amor es la identidad divina, belleza siempre antigua y siempre nueva, que nutre el horizonte personal. Nadie es anónimo ante el Niño que provoca la sonrisa de la Madre.
Él nos ama a cada uno y se goza en nuestra lucha cotidiana por prepararle una morada digna, lejos del celofán sentimental, anclados al sentido trascendente y al sentimiento de sabernos criaturas.
La historia de Dios, tan simple y tan sencilla, se nos muestra año a año en Navidad, marea blanca de sorpresas ante un Niño que proclama la paz en el silencio del corazón del hombre y para toda la humanidad.
 
Pablo Domínguez Prieto (1966-2009).

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