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jueves, 12 de marzo de 2015

Sandalias para un pescador.


Un callejero cardenal bonaerense vestido de negro, conocido en toda la capital por su vida austera, por sus feroces críticas a los corruptos y al sector político de turno, su cariño por los pobres, su respeto por las madres solteras y los cartoneros, viajó de su hogar a la Ciudad Eterna.
Esos zapatos negros algo desgastados pero con la durabilidad y flexibilidad a prueba de ambientes, cual lobo estepario, sabían de la tierra de las villas y poblaciones, de la vereda de las calles, del piso alfombrado de los servidores públicos, del enlosado de su Catedral, ya sea vistiendo de negro o de rojo. Tan familiarizado con los suburbios como con los sectores altos.
Sea de día, tarde o noche, siempre estaba disponible para que su dueño los use. Ya sea en las misas en la Plaza de la Constitución para denunciar la prostitución y la trata de personas en horas de la tarde, para visitar a los enfermos del hospital hasta altas horas de la noche, para saludar a la gente de las villas, a escuchar a algún sacerdote que lo necesita tras pedir un teléfono especial para ellos, o bien para compartir un mate con los pobres en las escalinatas de su Catedral.
Ese mismo hombre, un hijo de San Ignacio de Loyola, pronto vestiría de blanco pero conservaría sus incondicionales zapatos para no recorrer las calles de su natal Buenos Aires sino que las calles de Roma, los pasillos del Palacio Apostólico, el enlosado de la Basílica de San Pedro o de San Juan de Letrán, en la Plaza de San Pedro para saludar a un pueblo que necesita de consuelo, o para llevar a Dios a los dispersos en todo el mundo.
Este par de zapatos que supo de andares y lugares, nunca se imaginó estar asomado al balcón de la Loggia, mientras que su dueño saludaba humildemente a una multitud que no cesaba de saludarlo, fotografiarlo, grabarlo y siendo homenajeado como un nuevo jefe de estado. Se encontraba en el fin del mundo, y ahora estaba ahí.

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