En el segundo fragmento de "Torres Góticas", se habla del aspecto político y necesario de la Iglesia: la diplomacia. A algunos no les simpatiza, otros la reducen a eso, y otros piensan que es un "mal necesario".
Sin embargo, es parte del diálogo y el esfuerzo para evitar conflictos armados o cismas, aunque no siempre resulta con éxito, aunque no se pierde nada. Una gran derrota de esto es el del "Caso Lutero".
El día de hoy fue tranquilo: reunión pastoral en horas de la mañana, asado de almuerzo que quedó de anoche, la visita de la perrita del vecino hasta el fin de semana, pasear por el centro y encontrarse con zombies deambulando por las calles (miento, eran chicos maquillados como tales), la misa vespertina y un concierto en que se me prohibió ingresar con la botella con agua. Insistí en ingresar con ella, pues si le dejara el agua se arriesgarían a que les pidiera de beber cada 15 minutos, pues ya desapareció el clima invernal y se está asomado tímidamente el verano, pero aceptaron gustosos que le pidiera el agua cada 15 minutos. Ingresé sin la botella, luego pregunté y me explicaron que era parte de la normativa (los liquidos que pueden caer a la alfombra la manchan). Yo pensaba que era para contrarrestar a los "bromistas" que arrojaban líquidos a la gente.
Pero no me di cuenta que el concierto era por el día de las Iglesias Evangélicas. Sin embargo, me pareció curioso que en el concierto incluyeran un himno luterano, a Félix Mendelsohnn (un judío), a Edvard Grieg (un unitarista) y a Britten (era anglicano), casi un concierto interreligioso. Ojala hubieran considerado a Bach, un luterano, al que amo escuchar sus obras con mucha devoción, más aún cuando escribía música inspirándose en Dios. Y el director, un agnóstico, aunque fue interesante notar esos detalles.
Y así como esos detalles estaban unidos en un solo concierto, confío en que llegue el día (no en uno, dos o diez años, sino tal vez muchos más) en que realmente el sueño de Cristo se haga realidad (un solo rebaño y un solo pastor) y no se produzcan más cismas en su iglesia ni más expulsiones para salvar el rebaño.
13 de noviembre de 2029.
En terreno neutral, en el Hotel Western Trip de
Atenas se reúnen por un lado cuatro monseñores de la Secretaría de Estado y
tres de la Congregación para la Doctrina de la Fe, todos presididos por el
cardenal Williams. Por el otro lado, nueve obispos enviados por el Sínodo de
Jerusalén. Henry, organizador del encuentro, hubiera preferido que se hubieran
reunido en un lugar más acogedor, en algún emplazamiento agradable que
favoreciera el buen ánimo para el entendimiento. Henry había pensado en una
acogedora casa de religiosos salesianos en plena campiña escocesa. Un lugar que
conocía bien. Ya el entorno, auténticamente delicioso, hubiera predispuesto a
todos al mejor de los humores y, por lo tanto, al entendimiento. En el
desempeño del arte de la diplomacia se pueden evitar muchas guerras, también guerras
eclesiales.
Pero la comisión del Sínodo de Jerusalén había
impuesto que el encuentro tuviera lugar a mitad de camino entre Roma y el
sínodo. Y eso significaba Grecia. Roma hubiera preferido reunirse en un
monasterio, pero los de Jerusalén habían puesto tantas condiciones acerca del
lugar, que al final, cansados, habían optado por un hotel. Así que allí estaban
los unos y los otros, en una sala de tonos crema y mobiliario moderno, sentados
a ambos lados de una mesa de superficie pulida sobre la que ya colocaban los
maletines y sus folios los serios miembros que formaban cada comisión.
El cardenal Williams pensó mientras sacaba papeles
de sus dos carpetas y organizaba sus notas, su pluma y dos bolígrafos azul y
rojo, sobre la mesa, en las muchas reuniones de ese tipo que habían tenido
lugar en la Historia de la Iglesia: reuniones con luteranos, anglicanos,
nestorianos, arrianos, veterocatólicos, lefevbrianos. En el pasado, encuentros
de ese tipo habían conjurado tormentas, otras veces no. Nadie recordaba ya los
estandartes de la división caídos y que nadie había recogido. A los sesenta y
tres obispos reunidos ilegítimamente en Jerusalén, en las dos semanas
siguientes se les habían unido quince más. Lo cual hacía un número de setenta y
ocho. Aunque ya el goteo de adhesiones había finalizado, y era muy difícil que
se sumase ninguna mitra más. La reunión dio comienzo.
El tiempo fue pasando. Las formas entre ambos
bandos eran exquisitas. En el mundo civil, era difícil encontrar una
confrontación en la que los oponentes tuvieran una formación tan impresionante
como los que se sentaban a esos dos lados de la mesa. Todos sabían hablar más
de cuatro lenguas y leer otras tres. Cada uno estaba especializado en alguna
rama del saber teológico, litúrgico o histórico. Todos los presentes eran
grandes intelectuales que habían acabado o gobernando varias diócesis
sucesivas, o formando parte de la Curia Romana. En aquellos dos pequeños
grupos, los integrantes mostraban un porte distinguido. Unos pocos iban
vestidos con sotana, la mayoría con clergyman. Nadie levantaba la voz. Los
minutos seguían pasando.
Se hacía raro ver a esos prelados en una sala de
colores blancos y beige, en medio de una sala de decoración minimalista, ni un
solo cuadro en las paredes, sólo superficies de blanca pero bella frialdad.
Ellos, acostumbrados a moverse en salas medievales, decimonónicas o del
quattrocento, ahora estaban sentados en aquel entorno tan moderno. Sólo cuatro
grandes jarrones chinos con helechos daban un toque de color a una sala que parecía
un campo nevado.
El idioma en el que hablaban durante esa reunión
era el inglés. Los sentados en el lado de la mesa de los cismáticos, el inglés
se pronunciaba con la dureza y aristas con que lo hablan los latinoamericanos,
griegos y árabes. Mientras que al otro lado de la mesa, se hablaba con la
musicalidad y suavidad con que lo hablan los italianos. Sólo Henry hablaba su
propia lengua con la precisión y soltura que ofrece el haberlo hecho desde la
infancia. Eso sí, con el deje propio de los australianos que, a veces, le
confería un tono rudo a su habla. Habla que sonaba, por lo demás, muy
británica, sino fuera por lo proclives que son los australianos a pronunciar
algunas vocales de un modo tan peculiar.
Los minutos se habían ido desgranando como un lento
rosario. Llevaban ya reunidos dos horas y tres cuartos. Los enviados del
Vaticano se habían mostrado en todo momento muy conciliadores pues a toda costa
deseaban evitar un cisma. Los obispos disidentes que tenían enfrente, eran del
ala más moderada. Pues la comisión había sido escogida por votación y la
mayoría de los reunidos en Jerusalén deseaban no romper la comunión.
-Reconocemos -dijo un monseñor romano- que, por
nuestra parte, se han llevado las cosas al límite del Derecho Canónico, que se
ha concedido a los laicos todo poder posible. Pero reconozcan también ustedes
que no se ha ido más allá de los límites dogmáticos. No se ha trasgredido
ningún límite que afecte a la fe.
-Lo reconocemos, no tenemos ningún empacho en
admitirlo. ¡No se ha quebrantado ningún dogma! Pero ¿y la voluntad de Cristo?
Su deseo era que los que han recibido el sacramento del orden, fueran los que
gobernaran la Iglesia.
-De acuerdo, personalmente creo eso mismo. Pero
admita usted también que la potestad de la que actualmente gozan los laicos es
conforme a todos y cada uno de los cánones del Código de Derecho Canónico, y
por tanto que esa potestad es válida y legítima. No le estoy pidiendo otra
cosa. Excelencia, sólo le pido que admita eso.
-¡Pero no era ésa la voluntad de Cristo! -repitió
crispado el obispo.
-Aquí la cuestión no es si hemos hecho bien o no.
La cuestión es si esa potestad vicaria de la que gozan es válida o no.
-Nadie pone en duda su validez. Aquí de lo que se
trata es de qué quería Nuestro Redentor -intervino otro de los obispos
rebeldes.
-¿Qué otra cosa que la continuidad, podemos
esperar de un colegio electoral con tanta presencia de cardenales-laicos?
-añadió otro obispo en su apoyo-. Continuidad. El círculo está cerrado. No hay
manera de quebrar este círculo vicioso. Por eso hemos decidido salir de ese
círculo. No nos han dejado otra opción.
-Excelencias, podían haber expuesto sus
inquietudes al Concilio. ¿Cómo se les ha ocurrido convocar ese sínodo, mientras
se está celebrando una reunión conciliar universal?
-Por favor. Qué cosa nos dice. ¿Para qué íbamos a
ir? ¿Para que se nos aplicara la ley de la apisonadora? ¿Para que se nos
abrumase con el mero peso de unos votos? Ir, el mero hecho de ir, hubiera
supuesto aceptar nuestra participación como figurantes en la escena apoteósica
de nuestra derrota.
-Vamos a enfocar el problema desde otro lado
–intervino el cardenal Williams-. El feudalismo con sus investiduras laicales
fue una corruptela, en eso todos estamos de acuerdo. ¿Pero si ustedes hubieran
vivido en esa época, hubieran provocado un cisma, si Roma no hubiera puesto
remedio a las investiduras laicas?
-Por supuesto que no. Pero no es la misma
situación.
-Es la misma –repuso otro monseñor romano.
-Piensen lo que quieran, pero mientras los obispos
deciden qué hacer con ese problema, nosotros, obispos también como ellos,
pondremos remedio por nuestra parte.
-Mire, si hacen eso, no será un enfrentamiento
entre los que propugnan lo que Cristo quiso y los que le han desobedecido. Será
un enfrentamiento entre el supremo poder de atar y desatar, y ustedes. Dotados
de buena intención, pero dispuestos a romper la comunión en pos de su buena
intención.
-Eso lo dice usted. Nosotros lo vemos de otra
manera.
-Son ustedes los que se separan, no nosotros.
-Nosotros no nos vamos a ningún lado. Son ustedes
los que se han alejado del recto obrar hace mucho tiempo. Nosotros nos
mantenemos en lo que debe ser. No se puede expulsar a nadie por mantenerse en
la tradición. El hereje es el que innova.
-Todos los herejes de la Historia han clamado que
ellos no hacían otra cosa que mantenerse en la pureza –les recordó uno de los
monseñores vaticanos.
-Vamos, vamos –dijo el cardenal Williams
reconviniendo al colega sentado a su derecha-. Aquí nadie está hablando de
herejía. Esto, en todo caso, será un cisma. Si llega a serlo. Confiamos en que
el buen sentido se mantenga y todo quede en una… disensión.
-Todos deseamos eso –añadió el arzobispo sentado
frente a él.
El Cardenal Williams continuó:
-Pero, bueno, permítame decirle que su sínodo de
Jerusalén no va a suponer un enfrentamiento entre laicos y obispos. Aunque
ustedes lo vean así, habrá obispos en ambos lados. Usted lo sabe. Sus setenta y
ocho obispos disidentes son una minoría. En el lado de los laicos estarán la
inmensa mayoría de los obispos... y el Papa. ¿Son conscientes de que su acción
no clarificará nada?
-Al menos, la luz de la verdad resplandecerá en
todas partes, gracias a los medios de comunicación. Resplandecerá, aunque
muchos no la sigan –dijo uno de los disidentes-. Pero todos sabrán que las
cosas no se están haciendo bien.
-Todo lo contrario, si se produce un cisma, los
postulados que ustedes defienden quedarán más desprestigiados que nunca
–replicó uno de los monseñores del Vaticano-. A partir de su cisma, defender
que el gobierno de la Iglesia debe quedar en manos de ordenados in sacris
parecerá una doctrina cismática.
-La cuestión no es lo que las cosas parezcan, sino
la verdad –dijo otro de los obispos disidentes-. ¿Acaso no piensa usted, que
Cristo quería que los clérigos fueran los que gobernaran su barca? Se lo
pregunto a usted: ¿qué es lo que piensa?
-Sí, efectivamente, no tengo inconveniente en
admitir la aseveración general de que los ordenados son los que deben regir la
Barca de Pedro. Pero su acción va a hacer odiosa la verdadera doctrina sobre el
tema. Nadie ha hecho más daño a la Biblia que Lutero. Nadie ha hecho más daño a
la Tradición que Lefevbre. No se dan cuenta de que su decisión de saltarse todas
las barreras será precisamente el mayor perjuicio que pueden hacer a sus
propias posiciones. No están calibrando la distorsión que van a provocar en la
verdadera doctrina, con su decisión de romper la comunión. Se van a echar al
campo. Lo de Jerusalén es un terrible error. Regresen a sus diócesis. Mire, el
mismo concilio bostoniano no tendría inconveniente alguno, en reconocer
públicamente, de modo solemne, que el ejercicio de la potestad de jurisdicción
en la Iglesia debería ir unido a la potestad de orden.
-No basta con que lo reconozcan. Hay que ponerlo
ya de una vez en práctica.
-Verá –intervino un monseñor romano-, voy a llevar
la cosa al extremo. Imaginen que todos los obispos del mundo se hubieran pasado
a su lado de la mesa. Y que de este lado sólo estuviera el Papa y todos los
laicos del mundo. ¿Piensa que eso cambiaría algo? La legitimidad seguiría
estando a este lado de la mesa. Parece mentira que tenga que recordarle eso a
un conservador como usted. Ya que ustedes llevan toda la reunión dale que dale
con la tradición, pues que les quede claro que la Tradición, la tradición
esencial, es que hay que estar unidos al Sucesor de Pedro. Eso sí que es
esencial en la Tradición.
-No me va a impresionar. Lo que importa es la
voluntad de Dios.
-¿El poder de las llaves no le dice nada?
-La voluntad de Dios es lo primero. Yo creo en el
poder de las llaves tanto como usted, monseñor.
-¿Los dos creemos en esas llaves?
-¡Sí!
-¿Pues por qué no obedece al que las tiene?
-Yo le obedezco. Pero primero a Dios.
-O sea, que obedece, pero no obedece –exclamó el
monseñor romano.
-Sí, explíquenos esto, porque no lo entendemos –le
apoyó otro monseñor.
-¡Obedecemos!, pero siempre y cuando eso no vaya
contra la voluntad de Dios.
-¿Y eso lo decide usted?
-Eso lo decide Dios. Lo ha decidido ya hace dos
mil años. Yo sólo sigo el camino seguro, firme y ortodoxo.
-Dicho de otro modo, que usted siempre obedece,
hasta que decide no obedecer. Usted obedece a Dios desobedeciendo a su
representante en la tierra.
-Mire, no necesito que me den lecciones.
-Van a enfilar la Nave de la Iglesia hacia el
pandemonium, y no necesita que le den lecciones. Por hacer la voluntad de
Cristo, enfilan esa Barca de Cristo hacia unos desfiladeros de los que quién
sabe cuándo saldremos.
-Si Dios quiere que la enfilemos hacia ahí, la
enfilaremos.
-Aquí sólo hay un capitán.
-Sí, Nuestro Señor Jesucristo.
-Luego no reconocen la autoridad de Pedro.
-La reconocemos, pero antes hay que obedecer a
Cristo.
-¿Se da cuenta de que eso es precisamente lo que
han dicho todos los cismáticos que en la Iglesia han sido?
-Para nosotros Cristo es lo importante –el obispo
cismático fue tan férreo en sus palabras como en su mirada.
-¿Y el poder que Jesús le entregó a Pedro?
-Cristo –y volvió a repetir esta palabra tres
veces, sin pestañear, con lentitud, pronunciando cada una de las sílabas de ese
nombre como si el nombre en sí fuera la respuesta definitiva.
-Cuando algún día usted ordene algo a sus fieles,
quizá le contesten lo mismo que ahora usted me contesta a mí. Quizá ellos en
vez de obedecer, le responderán: Cristo.
-Con la ayuda de Dios sabré ser un pastor fiel y
recto, que se sepa ganar la obediencia de sus fieles.
-¿Y quién decide que usted es un pastor fiel y
recto? ¿Los fieles?
El cardenal Williams observó que no avanzaban
nada. Así que quiso retomar algún tema previo de encuentro para llegar a algún
tipo de acuerdo. Así que dijo:
-Vamos a recapitular una lista de puntos en los
que estamos de acuerdo. Vamos a ver, está claro que aceptan la autoridad del
Romano Pontífice.
-La aceptamos en tanto en cuanto esté de acuerdo a
la doctrina de Cristo.
El cardenal vio su lista obstaculizada en su mismo
primer punto. Henry, conteniendo su disgusto, preguntó:
-¿Y quién decide si está o no de acuerdo?
-La verdad no la decide nadie.
-Miren, su comunión con Roma está pendiente de un
hilo. A poco que se muevan, romperán definitivamente los ya débiles lazos que
les unen con la Grey de Cristo. Les ofrecemos que acepten el acuerdo que les
hemos propuesto antes. Luchen por sus posturas, pero dentro de la Iglesia,
dentro de su ordenación jurídica. ¿Para qué salirse fuera? ¿Qué ganan con ello?
-Ésta es una cuestión de principios. Ustedes
buscan ganar tiempo. Nosotros buscamos limpiar el rostro de la Esposa de
Cristo.
-Mire, lo que ha dicho es ofensivo hacia todos los
que estamos en este lado de la mesa. Nosotros queremos el bien de la Iglesia
tanto como ustedes. Pero ustedes quieren romper la baraja, lanzarse al monte,
lanzarse a una aventura que, permítame, ya ha sido intentada muchas veces en
siglos pasados, sin éxito. Sólo van a producir daño.
-Entonces, dado que no vamos a tener éxito,
ustedes no tienen de qué preocuparse –una sonrisa malévola apareció en el
obispo disidente que había hablado.
-Insisto –dijo el cardenal en un último intento-,
luchen por sus posiciones dentro de la Iglesia, pueden hablar en el Concilio.
Digo hablar. Tengo autoridad para comprometerme a que no se someterá a votación
su intervención ante la asamblea. Roma va, a partir de ahora, a formar una
comisión con ustedes y estudiará cambios concretos que se pueden ir haciendo.
Lo único que les pedimos es que desconvoquen ese sínodo. Podemos fácilmente
llegar a un acuerdo de mínimos.
-No, eminencia, no. El sínodo sigue. Nosotros
vamos a tomar medidas ya en nuestras diócesis. No vamos a esperar a ver qué
resoluciones toma el Concilio Bostoniano. Si después quieren formar esa
comisión, fantástico, muy bien. Pero el sínodo sigue. Por supuesto que ustedes
firmarían un acuerdo de mínimos, si no hay ningún problema en la doctrina. Pero
esto no se resuelve con un acuerdo sobre cuestiones teóricas, sino que se trata
de una cuestión práctica. Ustedes produzcan hechos, realidades, y no hará falta
firmar ningún documento. Además, siempre está sobre la mesa nuestra propuesta
–y le mostró de nuevo el papel que había sacado al comienzo de la reunión-.
Firmen que se comprometen a estas cincuenta y dos condiciones, y mañana el
Sínodo de Jerusalén se clausura y cada obispo se va a su casa.
-Esa lista de condiciones son inaceptables
–protestaron dos monseñores vaticanos-. Los poco más de medio centenar de
obispos de su sínodo, no pueden pretender imponer toda la política de la
Iglesia. Sus condiciones afectan a los futuros nombramientos de cardenales, a
las designaciones episcopales, en definitiva, a todo.
-Pues lo sentimos. A ustedes les interesa cuanto
antes que nuestro sínodo sea desconvocado. A nosotros nos interesa que el
sínodo produzca decisiones concretas. Ha costado mucho esfuerzo reunir a tantos
obispos.
El Cardenal Williams pasó revista mentalmente a
reunión, mientras los otros hablaban. Habían comenzado con el firme propósito
de conseguir algo concreto. No estaban allí para discutir de generalidades. El
cisma, de hecho, ya se había producido. Era el momento de dar pasos concretos
hacia el entendimiento. No era el momento de hacer un repaso teológico de tipo
general. Pero tras más de dos horas de desencuentro, las dos comisiones habían
caído en las arenas movedizas de lo genérico. Era difícil salir de allí. Henry
había tratado de hablar poco en esa fase de reproches. Le interesaba jugar al poli
bueno y al poli malo. Dejaba que los otros monseñores, sobre todo dos,
ejercieran una cierta medida de dureza, para después él proponer una vía más
moderada. Aparentemente moderada, pero que desde el principio era lo buscado
por él.
Henry no quería levantarse sin haber logrado algo
concreto, algún paso que facilitase un acercamiento. Propuso que las
principales cabezas se trasladasen a Roma durante un par de semanas. Se crearía
una comisión interdicasterial para ir analizando todo, punto por punto.
-Tengan por cierto de que por el hecho de
trasladarse a Roma, no van a lograr lo que quieren –les explicó amablemente
Henry-. Pero pueden dar por seguro de si se crea esa comisión interdicasterial,
lograrán pasos concretos en la dirección que les complace.
Aquí se veía al gran Henry, al negociador nato, al
diplomático exquisito. En aquel ajedrez eclesiástico, se dio cuenta de que dada
la dureza de las posiciones, sólo podía aspirar a separar las cabezas de aquel
sínodo del resto de los obispos, al menos dos semanas. Catorce días de
conversaciones, de estancia física en Roma, tratados con cortesía, podían
ablandar algo los corazones, ya que no las mentes. Henry sabía cuando podía
conseguir algo y cuando no. De todas las propuestas, ésa era la única que
resultaba factible en esas circunstancias. Como él siempre repetía a sus
subalternos en Secretaría de Estado: Siempre hay que lograr algo, por poco que
sea. No puede acabar un encuentro, como cuando uno se sentó a una mesa.
En un primer momento, los disidentes parecieron
vacilar. Incluso pidieron retirarse a la habitación de al lado a deliberar un
momento. Pero cuando llegaron, exigieron que para ello el Vaticano debía
aceptar cinco condiciones de la lista. Sólo cinco, pero eran inaceptables. Las
conversaciones continuaron. Pero si los monseñores vaticanos eran expertos
negociadores, los otros eran unos predicadores inflexibles. Se lo estaban
poniendo muy difícil. Al final, los disidentes se plantaron en esas cinco
condiciones. Había en ello algo de orgullo. El orgullo de regresar a Jerusalén
no como derrotados, sino como generales victoriosos. No querían retornar al
sínodo como traidores, como obispos que habían cedido. Sino como atanasios
inflexibles. Sus hermanos, los padres sinodales les habían prevenido mucho contra
el poder de persuasión vaticano.
En mitad de todo, llegó un camarero con varios
cinco tés, tres cafés y dos botellas de agua. Henry carraspeó ostensiblemente a
un obispo disidente, clavándole una mirada durísima. Mientras el camarero
estuviera allí poniendo las botellas sobre la mesa, no había que decir nada que
no se quisiera que se escuchase fuera de esa sala.
Nunca hay que fiarse de los camareros. Cuando
salió y la puerta se cerró, Henry hizo un gesto para que continuase.
Pero bastó media hora más, para que los monseñores
se dieran cuenta de que no tenía sentido seguir discutiendo. Estaban tan lejos
de acercar posiciones como al principio de la reunión. Los monseñores del
Vaticano se miraron. En silencio, entendieron que estaban de acuerdo: no tenía
sentido prolongar el encuentro. Así que Henry, jefe de la comisión romana,
poniendo el gesto del que tiene verdadera autoridad les mostró con además
solemne su propia hoja de propuestas y acabó con un desalentado:
-¿No van a aceptar, al menos, ninguna de las diez
condiciones que hay en esta hoja?
Los obispos negaron con la cabeza.
-Muy bien -concluyó el Secretario de Estado-, de
acuerdo. Pero que sepan que mañana por la mañana partiremos para Roma, y que
antes de un mes el documento para la excomunión de todos ustedes, estará sobre
la mesa del Sumo Pontífice. La última advertencia pontificia fue la de la
semana pasada, y ya no habrá más.
-Seguiremos adelante –reafirmó uno de los obispos
disidentes.
-¿No nos darán un tiempo de espera, como hicieron
con los lefevbrianos? –preguntó otro obispo rebelde. Lo preguntó sinceramente,
creyendo que todavía tenían tiempo antes de una censura eclesiástica.
-La firma del documento depende del Santo Padre
–le contestó el cardenal que ya iba metiendo sus objetos dentro de su maletín-.
Pero esta vez tiene el máximo interés en que la verdad quede clara cuanto
antes. No le digo esto porque me lo imagine. He hablado con él. Y no, no habrá
un tiempo de espera. Desde luego antes de Navidad, este asunto quedará
resuelto. O con la unión o con la expulsión. Estamos barajando la fecha del 10
de diciembre.
-Perdone –dijo con cara de asco uno de los
disidentes-, pero me admira con qué benevolencia tratan a unos, y con qué rigor
e inflexibilidad tratan a otros.
-Lo siento, no se puede convocar un sínodo durante
un concilio ecuménico, y no esperar la más rotunda y rigurosa de las
respuestas. Además, la minoría más liberal de la parte más progresista de los
padres conciliares ha dejado claro que si no hay una respuesta clara de Roma
hacia ustedes, ellos no descartan convocar otro sínodo, su sínodo. Se trata de
una mera amenaza. Pero no debe ser minimizada.
-¡Los extremistas de ese lado son muy poco!
-Cuatro gatos –asintió otro indignado.
-Afortunadamente son muy pocos –continuó Henry no
como negociador, sino en su papel de autoridad cardenalicia-, pero Roma quiere
dejar claro que la comunión es algo sagrado. Así que sus excelencias pueden
esperar la más dura de las reacciones. El tiempo de pactar algo acababa hoy. A
partir de mañana, ustedes serán los que tengan que venir a Roma y llamar a la
puerta, para ser escuchados. Y aun eso, durante un par de semanas. Después,
Roma dejará claro que ustedes no son parte de la Iglesia. Una vez que hayamos
dejado claras las cosas, entonces, sí, podremos volver a sentarnos y discutir
qué hacer para que ustedes retornen al seno de la Iglesia.
La noticia de que la reacción de Roma iba a ser
rápida y en forma de excomunión, produjo impacto en los nueve obispos
disidentes. Los nueve esperaban un tiempo de negociaciones, esperaban que se
les considerase obispos disconformes, pero no que se les excomulgase.
-¿Me imagino –preguntó tímidamente uno de los
disidentes- que si se nos excomulga, se nombrará a nuevos obispos para nuestras
diócesis?
-De eso no tenga la menor duda –le respondió el
cardenal-, la menor duda. Ese punto ya está hablado con el Santo Padre.
-¿Se da cuenta del increíble embrollo que se
formará en una diócesis con dos obispos, uno el excomulgado y otro el enviado
por el Papa? –preguntó airado uno de los obispos rebeldes.
-Ustedes lo habrán querido. Serán ustedes los que
tendrán que lidiar con esos problemas en sus diócesis –le contestó con toda
frialdad el cardenal-. Lo que no piense ni por asomo es que les vamos a dejar
que disfruten tranquilamente de sus diócesis. No vamos a permitir que un obispo
que está fuera de la comunión nos critique, nos descalifique, llame a la
división, y que resida tan feliz en su palacio episcopal.
-De acuerdo, si perdemos nuestros rebaños, que así
sea.
-Jurídicamente, con un nuevo obispo en la
diócesis, perderán sus catedrales, sus residencias, todo. Eso sí, siempre les
quedará un grupo de incondicionales –añadió con suavidad un monseñor romano.
-Pues que así sea –concluyó con orgullo uno de los
disidentes.
-Usted lo ha dicho, excelencia, que así sea
–concluyó el cardenal que ya había recogido sus papeles y estaba a punto de
cerrar su maletín.
Los que estaban a su lado también habían comenzado
a recoger sus cosas. Al otro lado de la mesa reinaba una cierta estupefacción,
y por eso tardaron unos segundos en reaccionar, y en comenzar a recoger sus
cosas. Esperaban ellos que el Vaticano les hubiera ofrecido más. Creían que se
sentaban a la mesa a negociar y que podían permitirse el lujo de ser duros, que
Roma estaría deseosa de conceder algo con tal de mantener la paz. Por un
momento los obispos rebeldes tuvieron la sensación de que deberían haber pedido
menos. Aunque ellos no debían olvidar (y no lo habían hecho) que ellos eran los
más moderados, por eso les habían enviado a ellos. En Jerusalén varias cabezas
mitradas se mostraban contrarias a toda cesión. Pero ahora las conversaciones
quedaban rotas de forma definitiva. Ya no importaban los matices. Lo que
viniera de Roma, vendría sobre todos los padres del sínodo, moderados y extremistas.
Sólo quedaba esperar.
Mientras recogían las últimas cosas, un monseñor
romano les preguntó:
-¿No temen el juicio de Dios?
-No –respondió uno de ellos.
-Es su eternidad la que está en juego –insistió el
monseñor romano.
-Yo lucho por Dios.
-Nosotros también –dijo otro monseñor del
Vaticano.
-Alguno debe estar, entonces, equivocado –concluyó
con energía uno de los disidentes.
-No hay duda. Y alguno será reprendido por Dios
–dijo el cardenal-. Como ha dicho monseñor Tuangny, la eternidad de alguien está
en juego. Es el Papa el que les va a excomulgar a ustedes, no ustedes al Papa.
Van a ser separados del Cuerpo Místico de Cristo, de la Barca de Salvación, ¿y
no temen? Es triste condenarse por amor al placer y al dinero, pero más triste
es condenarse creyendo defender la Tradición.
-Fíjese si estoy seguro de mi postura que estoy
arriesgando mi salvación por los siglos de los siglos –aseveró inconmovible uno
de los disidentes.
-Nos veremos algún día ante el Juez y Él decidirá.
-A su juicio nos sometemos –concluyó uno de los
rebeldes con emoción y un brillo de esperanza en sus ojos.
Monseñor Philips de la Congregación para la
Doctrina de la Fe añadió una pregunta ya con su maletín en la mano:
-¿Pero están seguros de que les seguirán todos? Me
refiero a que pueden sufrir muchas defecciones.
-Nosotros no miramos el número. La verdad nunca se
fija en el número. Podemos ordenar obispos. No sólo podemos nombrar sustitutos
de los que nos abandonen, sino que hasta tenemos la capacidad de nombrar
obispos para cada una de las diócesis del mundo. Es más, tal vez vamos a tener
el deber moral de hacerlo. Sí, efectivamente, quizá ése sea nuestro deber.
-¿Se dan cuenta del marasmo en el que van a hundir
a la Iglesia?
-Las situaciones desesperadas requieren medidas
desesperadas. Hace una hora han dicho ustedes que éramos menos de un centenar
de obispos frente al resto. Están equivocados. En un mes, podemos constituir un
colegio episcopal exactamente igual en número al que ustedes los curiales están
defendiendo. Quizá pronto hasta habrá otra Curia como la de ustedes. ¿Ante los
ojos de la gente ustedes serán la Curia verdadera?
-Es más -intervino otro obispo disidente-, ahora
cuentan ustedes con el apoyo de Clemente XV. ¿Pero qué pasaría si, Dios no lo
quiera, falleciera? En caso de sede vacante, ¿cuál de los dos colegios
episcopales sería el garante de la legitimidad, ante los ojos de la gente?
Los curiales se retiraron despidiéndose fríamente.
Para ellos la reunión había logrado, al menos, los objetivos mínimos. Por un
lado, conocer hasta donde estaban dispuestos a llegar los componentes de la
parte más moderada de los disidentes. Quedaba patente que hasta el final. Por
otra parte, el otro objetivo de la reunión era dejarles claro que Roma no iba a
ceder, y que pendía sobre ellos la máxima censura eclesiástica. Si había que
hacer ese viaje para que tuvieran la certeza de que eso era así, había valido
la pena. Asímismo, los representantes de los reunidos en Jerusalén consideraron
que, en cierto modo, habían cumplido su objetivo también. También ellos les
habían manifestado abiertamente a los curiales, que los obispos del sínodo no
se iban a limitar a dar discursos, sino que consideraban que había llegado el
momento de pasar a la acción. Los unos amenazaban con la excomunión, los otros
con ordenaciones masivas. Se aproximaba una tempestad eclesial.
Aquella noche
Después de la cena, todavía en Atenas, el cardenal
Williams antes de echarse a dormir, se sentó en el butacón de su habitación de
hotel. Podía haberse alojado en nunciatura. Pero estaba lejos. Prefería
quedarse en el mismo hotel donde había tenido lugar la reunión y no perder
tiempo en desplazamientos. Sus acompañantes habían regresado esa misma tarde a
Roma. Sólo dos monseñores se habían quedado con él para hacer una pequeña
gestión al día siguiente. No estaban ahora en el hotel, porque habían salido a
dar una vuelta. Le hubiera gustado ponerse un traje discreto y darse una paseo
por el centro de Atenas, como un turista más. Pero Henry estaba cansado y no le
apeteció moverse de su habitación.
Tomó el periódico y lo leyó un rato. Estaba
tranquilo. Distraído, durante la lectura, fue a tomar algunos caramelos de un
pequeño recipiente de cristal que había sobre la mesilla. Los revolvió,
comprobando que eran caramelos vulgares. Ni siquiera había uno de los blandos
que le gustaban. Se levantó. Menos mal que en la maleta llevaba una bolsita de
bolas blandas de regaliz negro con trocitos de pistacho. Regresó a la cama,
donde siguió leyendo editoriales, hojeó noticias y consultó, en vano, el menú
del servicio de habitaciones; ya había cenado. Había pasado todo el día
tratando de evitar un cisma, en realidad llevaba varios días empeñado en esa
tarea al 100%. Pero cualquiera que le hubiera visto relajado leyendo el
periódico, hubiera percibido que Henry estaba tan fresco y tan sereno, como si
hubiera estado todo el día paseando por el parque o visitando un museo. Era su
trabajo, estaba acostumbrado. Y aunque ésta fuera una situación excepcional,
sabía desconectar de sus ocupaciones.
La preocupación que había tenido unos días antes
en Nueva York, había sido una excepción. Pero él nunca daba vueltas a los
problemas de su despacho fuera de sus horas de trabajo. Lo cierto es que, en su
caso, si se hubiera implicado emocionalmente con los problemas que pasaban
entre sus manos, la presión hubiera acabado con él bastantes años antes. Desde
hacía quince años, estaba ocupado en problemas de gran importancia. Pero para
él aquello era una ocupación, no una cuestión personal. Por eso mantenía la calma.
Su estabilidad de ánimo y su frialdad de juicio destacaban en él de un modo
sobresaliente. Tal vez por eso había llegado a Secretario de Estado del
Vaticano.
Se levantó del sillón para mirar por el balcón,
hacia aquellas luces ámbar de la ciudad, sin ni siquiera acordarse de que lo
que aquella mañana había tratado de evitar, era ni más ni menos que una fractura
de la Iglesia. En momentos como aquél, desde el balcón, lo que sentía era tener
que ir de aquí para allá continuamente. El oficio le obligaba a subirse de un
avión a otro. En el fondo era un nómada, como Abraham. Un trashumante del siglo
XXI. No tenía tienda de campaña, pero había conocido tantas habitaciones de
hotel, tantas camas de las legaciones diplomáticas vaticanas.
Hasta ese balcón llegaba el ruido del tráfico de
las calles. Desde allí se veían tan pequeñas las farolas y los peatones. La
Acrópolis iluminada resplandecía con un tono ligeramente anaranjado que le
confería calidez. San Pablo había estado en esta ciudad. ¿Habría subido a la montaña
de la Acrópolis? ¿O sus escrúpulos judaicos le habrían hecho considerar a ese
lugar impuro y sólo habría ido directamente al Areópago sin desviarse, sin
sentir atracción por las construcciones idolátricas por bellas que fueran? La
Acrópolis lucía preciosa. Ése era uno de los lugares donde había nacido la
civilización occidental, la cual después había dominado el mundo. Siglos
después del pobre viajero llamado Pablo, esa pensamiento griego se había
hibridado para siempre con el cristianismo. A veces había resultado difícil
distinguir dónde acababa la vieja civilización y dónde empezaba el nuevo culto.
Ambas se habían identificado de un modo admirable, beneficiándose ambas,
formando una magnífica e inevitable fusión.
Suena el teléfono. Era de la conserjería para
preguntarle si deseaba que le subieran alguna cosa por cuenta del hotel. Henry declinó
la amabilidad. Era evidente que el gerente se había dado cuenta de quién era
él. Nadie en Atenas lo sabía. Si los diplomáticos residentes en la ciudad
hubieran sabido que estaba allí, su secretario en Roma hubiera recibido más de
una decena de llamadas para invitarle a cenar en las embajadas. Aun así, su
visita a esas horas no debía haber pasado desapercibida para el servicio
secreto griego. En la frugal cena del hotel con el resto de monseñores, había
notado la presencia de varios guardaespaldas discretamente colocados en puntos
estratégicos.
Ningún gobierno quiere que el nº 2 del Vaticano
tenga ningún problema de seguridad mientras está en territorio nacional. Sería
una mala propaganda en la prensa internacional de todo el mundo, que alguien
así sufriese un atraco, mucho peor un secuestro. Cualquier Estado comprende que
después tendría que gastar muchos más recursos en tratar de arreglar la
situación. Era preferible proteger al sujeto sin ser notados. A base de tantos
años, Henry detectaba la presencia de este tipo de agentes, bien entrenados en
el arte de pasar desapercibidos, atentos y efectivos. Unas veces eran los
agentes de aduanas los que al pasar el pasaporte por el ordenador, sabían que
un pez verdaderamente gordo iba a atravesar la frontera, y un agente de la
policía aeroportuaria de paisano ya le seguía desde ese momento. Otras veces,
sin duda, era el mismo servicio de seguridad vaticano el que llamaba al
Ministerio del Interior para evitar peligros, si consideraban que en ese país
podía existir algún riesgo por pequeño que fuera.
Tras la cena, y a pesar de que le venía bien hacer
ejercicio y andar un rato, no había querido salir un rato por el centro de la
ciudad con los otros dos monseñores. Tenía ganas de descansar en su habitación.
En cualquier hotel se encontraba tan a gusto como en el salón de su casa. A
gusto y seguro. Al dejar el restaurante para dirigirse a su habitación, su ojo
experimentado percibió que dos hombres de los que ocasionalmente subieron al
ascensor, no habían tomado ese ascensor tan ocasionalmente como parecía. Este
tipo de detalles le hacían sentir un cosquilleo interno, una especie de orgullo
oculto. No consentía en ese pecado, pero tampoco lo combatía en exceso. Hubiera
tenido que ser de piedra, para no sentir algo parecido a una leve caricia de
vanagloria. Este tipo de pensamientos nada edificantes, eran los que le
ocupaban cuando decidió salir al balcón a mirar el paisaje del centro de
Atenas.
Apoyado en aquel balcón, desde la altura del piso
veinte, en vano buscó un barrio de torres y techos de teja del casco antiguo.
Si había existido un centro histórico, había desparecido. Los edificios eran
modernos. Al menos, la Acrópolis resarcía esa carencia con su esplendor. Sus
ojos se fijaban en los cipreses del monte, en sus laderas. Aunque su mente más
bien oteaba el futuro de la Iglesia. Cada acto, cada decisión, implicaban
consecuencias. Consecuencias que podían durar siglos. Un pequeño reino como el
de Inglaterra un año puso rumbo opuesto al de Roma, y todo el futuro imperio
británico un día sería evangelizado por anglicanos. Un pequeño reino que era
una isla, una isla verdaderamente medieval a pesar de estar en pleno
Renacimiento, levantó amarras del puerto de la comunión católica, y la Historia
cambió. Si esa pequeña isla hubiera permanecido en el catolicismo, todos los
Estados Unidos, Canadá, Australia y tantos países de África hubieran sido
enteramente católicos. Con reuniones como la de esa jornada, es lógico que los
monseñores que le acompañaban, ese día no pudieran dormir bien. ¿Quién podría
dormir recordando que quizá uno pudiera haber hecho más? Pero Henry no. Él era
de otra pasta. Volvió dentro de la habitación.
Se lavó los dientes. Durante la operación, por su
mente no pasó ni un solo pensamiento eclesiástico. Se dirigió hacia el sillón
de la habitación. Al apartar el mando a distancia de la mesilla, para dejar
allí el periódico, se miró la mano. El envés de la mano mostraba muchas pecas y
manchas propias de la edad. Por esa mano habían pasado y pasaban tantos temas
de trascendencia: fracturas de la Iglesia, proyectos arquitectónicos del
papado, documentos reservados, escándalos ignominiosos. Henry era consciente de
que él brillaría por un tiempo en el firmamento eclesiástico. Después su luz se
apagaría y volvería a la tierra, al polvo, al polvo de un sepulcro. Su nombre
tornaría a la oscuridad. Había que tomarse todo con serenidad.
¿Cómo irían los proyectos de los planos de construcción
del Esquilino? ¿Nombrarían cardenal a Korzeniowski? ¿Apoyaría las dudosas tesis
morales de Hinojosa? Por un momento, justo al dejar el periódico, pasaron por
su cabeza, como una ráfaga, tres, cinco, asuntos de su trabajo. Asuntos serios
como cuál sería el sentido de su voto en una reunión del próximo jueves. Una
reunión de la Congregación para la Doctrina de la Fe, donde se debía decidir la
retirada definitiva del permiso de enseñar a un famoso profesor de Sagrada
Escritura. Eran decisiones que cambiaban para siempre la vida del interesado.
Decisiones que suponían que ese ser humano tuviera que abandonar el puesto de
trabajo que había tenido durante treinta años, que tuviese que abandonar su
vivienda en la universidad. Pero Henry fue fuerte: no quería pensar en nada del
trabajo. Era su momento de descanso. No iba a admitir ningún pensamiento
intruso. Escuchó algunas noticias en la CNN, hasta que notó que el sueño le
cerraba los ojos.
El cardenal con toda calma tomó su breviario y se
dispuso a rezar sus últimas oraciones. Después, hizo examen de conciencia, se
puso su pijama, se arrodilló para rezar tres avemarías, se acostó y apagó las
luces. Un día más había acabado. Un día más de una Historia que ya duraba más
de dos mil años. Una Historia que comenzaba con las palabras: Genealogía de
Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham...
La luz ya estaba apagada. El cardenal cerró los
ojos y se arrebujó en su lecho. De pronto se acordó de que su sobrinita Helen
le había pedido una miniatura del Partenón. Tío, si algún día vas a Atenas, ¿me
traerás un Partenón pequeñito?, le pidió con tono mimoso la pequeña pecosa de
coletas rubias. Te lo prometo, le había respondido con voz melosa su tío. Henry
encendió la luz, tomó el móvil que tenía en la mesilla, marcó el número de
Monseñor Carlo María.
-Hola, Carlo, ¿estás todavía en el centro?
Perfecto. Por favor, mira a ver qué está abierto. Necesito una reproducción del
Partenón. Que no sea de grandes dimensiones. Un souvenir. Me da lo mismo.
Mármol, cerámica o pasta. Gracias. Espera, no. He visto uno muy gracioso, rosa.
Fabricado de una pasta blanda. Sí, ése le encantará. Nos vemos en el desayuno.
Henry dejó el teléfono de nuevo en la mesilla. A
su mente le vino el pensamiento de cuántos obispos se hubieran puesto nerviosos
ante una llamada de monseñor Carlo María de la Secretaría de Estado. Mientras
que él podía llamarle, para pedirle que comprara un recuerdo para su sobrina.
No orgullo en este pensamiento, simplemente le vino a la mente. Salió de la
cama a por una crema. Le dolía la zona lumbar. Tenía que hacer más ejercicio.
Tantos asuntos se habían acumulado, tantas horas sentado en el avión. Se puso
un poco de Calmatel. Antes de dejar la pomada en su maleta, leyó la letra
pequeña del envase: piketoprofeno 1,8 gramos por cada
100 gramos. El cardenal había conservado un
aspecto casi atlético. Pero las pequeñas goteras de la edad, comenzaban a
aparecer en el tejado de su vida. Menos mal que los problemas no le habían
envejecido.
Tantos problemas. Tantos cabos desatados que había
que ir atando pacientemente, reconduciendo con la habilidad de los dedos
cuidadosos de un relojero. Pensó lo distinta que habría sido la Historia si
aquel Papa polaco no hubiera sido asesinado en la Plaza de San Pedro. Juan
Pablo II pareció albergar deseos de encauzar los excesos del postconcilio. Ya
nunca se sabría. Una bala cambió el curso de la Historia de la Iglesia. Pero
hubiera llegado a ser lo que hubiera llegado a ser aquel pontificatus
interruptus, lo cierto es que su inmediato sucesor, Juan Pablo III, siguió
completamente la línea de experimentación y laissez faire de Juan XXIII y Pablo
VI. Y si Juan Pablo III fue un Papa de ideas modernas, Pablo VII fue más alla y
abrió todas las compuertas cerradas a la innovación. Fruto de todos estos vientos
de diálogo con la modernidad, fue el Vaticano III. Muy breve, un año tan solo.
Algunos historiadores han dicho que más que un concilio, fue un prólogo. Un
verdadero preludio de lo que vendría después.
Pero han bastado cuarenta años desde la clausura
del Vaticano III, para que hasta los obispos más impulsores de la renovación se
aperciban de que la acumulación de tensiones en las estructuras del edificio
eclesial, comenzaban a ser insostenibles. El Papa les dio la razón y les
concedió en el año 2028, tal como pedía la mayoría, un concilio ecuménico para
ser celebrado al año siguiente. Si el anterior concilio había sido convocado
para renovar. Éste debía poner orden. Hablemos entre todos, para poner orden,
ése fue el espíritu que movió a las grandes cabezas del orbe católico. Aun así,
para los cismáticos, había llegado tarde el remedio.
Todo esto venía a la cabeza de Henry, como una
especie de río de recuerdos e ideas desconexas, pero que formaban una cierta
continuidad. El viejo monseñor de la Secretaría de Estado siempre desconectaba
muy bien. Pero esa noche los asuntos eclesiásticos estaban tardando en
desvanecerse de su mente. Los últimos pensamientos fueron para el partenón que
iba a regalar a su sobrina. Esperaba que Carlo María le comprase exactamente el
modelo que le había explicado. Ése y no otro. El modelo de partenón blando.
Carlo María era muy bueno para los grandes asuntos de la Secretaría de Estado.
Pero un desastre para los pequeños encargos. Le he repetido varias veces que
quería un partenón, y es capaz de llegar con un Hello Kitty.
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