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jueves, 30 de octubre de 2014

Fragmento 1 de "Torres Góticas": 'Bajo el cálido sol de Jerusalén'.


Más que tratar del tema de amputarse de la Iglesia para llevar a cabo sus caprichos en son de soberbia bajo el halo de búsqueda de la verdadera fe.
Es un día que se recuerda con sentimientos: unos con alegría tras separarse de la Iglesia de Cristo como si fuera lo mejor de la vida (no me sentiría feliz si siendo un sarmiento me cortan de la vida, porque moriría). Y otros, lo vivimos con reflexión. Es algo que me apena, pues Lutero hubiera buscado otro camino, el de la obediencia en vez de la soberbia. San Francisco de Asís también vio la corrupción de hombres de la Iglesia, y la reformó desde dentro y no fuera de ella. Y hasta Lutero también hubiera sido un santo si hubiera permanecido obediente y hubiera rechazado la tentación del Diablo con su propuesta de las 95 Tesis. Sí, el Diablo solo busca la división lo que Dios busca unir a través del amor.
Por esta vez, en tres publicaciones, publicaré fragmentos del texto "Torres Góticas" del P. Fortea. Una novela en clave de ficción futurista y eclesiológica en el que la Iglesia tomó otro rumbo tras la hipotética muerte de Juan Pablo II en el atentado provocado por Alí Agca, con otra Iglesia que tiene otros Papas y otros caminos. Cuenta las peripecias y vivencias del Cardenal Henry Williams, Secretario de Estado del Vaticano, y sus compromisos en medio del Tercer Concilio Vaticano (o Concilio Bostoniano) y el Cisma Romano (una especie de Lefebvrismo pero de este siglo, en el que se oponen al Concilio Bostoniano y advierten que es una desviación del Concilio Vaticano II).
En los fragmentos de esta novela saquen sus propias conclusiones.


8 de noviembre de 2029.

<<Sesenta y tres obispos reunidos en la Basílica del Santo Sepulcro, escuchaban el discurso inicial del patriarca de rito latino de Jerusalén. El patriarca había comenzado con estas palabras:
"Estimados hermanos en el episcopado. Nos hemos reunido en este santo templo para deliberar acerca de lo que debemos hacer para devolver a la Iglesia a su estado primitivo. La Iglesia yace bajo el poder de los laicos. Urge, nos apremia, es un deber, reorganizar la distribución interna de las fuerzas eclesiales.
Hay que tornar a recolocar las cosas en su sitio natural. Desde aquí, llamamos a todos los pastores de almas a retomar las sagradas funciones que les fueron conferidas en la ordenación. Debemos proceder en cada diócesis, en cada vicaría, en cada arciprestazgo, en cada parroquia, a recordar que el pastoreo de la grey ha sido encomendado exclusivamente a los clérigos.
Dado que las cosas han llegado demasiado lejos, somos muy conscientes de que las ovejas descarriadas y ensoberbecidas, envenenadas por las nuevas doctrinas, no van a dejarse guiar dócilmente al recto y derecho camino de la obediencia. Así que urgimos a los obispos a conminar a sus fieles a la obediencia, y a no tener temor a expulsar del rebaño a aquellos que osen poner en duda su autoridad como verdaderos, auténticos y únicos pastores de la Iglesia de Dios. No sólo hacemos un llamamiento universal a esta tarea, sino que, además, en los próximos días, los hermanos aquí congregados deliberaremos acerca de las medidas que debemos tomar en orden a devolver las cosas a su estado primitivo.
No desconocemos que hermanos nuestros en el episcopado se hayan reunidos en el Concilio Bostoniano. Pero si ellos han decidido acudir a esa asamblea, nada nos impide a nosotros convocar este sínodo. Si ellos se pueden reunir, también nosotros nos podemos reunir para hablar, para deliberar, para ver qué se puede hacer. Hay una diferencia entre ambas reuniones. Allí se reúnen obispos y laicos. Aquí nos reunimos sólo obispos. Invitamos a todos aquellos obispos de la Iglesia Católica a que vengan y se reúnan con nosotros en nuestras deliberaciones. Todos serán bienvenidos. Y entre todos los sucesores de los Apóstoles y sólo entre los sucesores de los Apóstoles, tomaremos las decisiones que creamos más adecuadas para el gobierno de nuestras diócesis".
Los aplausos de los sesenta y tres obispos presentes resonaron bajo las cúpulas y bóvedas de la venerable basílica. Las palabras del patriarca les habían parecido contundentes, firmes pero serenas. Los aplausos seguían sin parar. Duraron un minuto entero. Bien que lo vieron en Roma. Las pantallas de televisión les traían esas imágenes a sus despachos. Algunos canales de noticias ofrecieron resúmenes del discurso, explicando de qué se trataba. Varios portales de Internet retransmitieron íntegramente el evento en directo. Para los monseñores romanos ver aquello era como estar allí. Lo que sucediera en esa vetusta iglesia hierosolimitana, tenía una trascendencia mundial. El minuto de aplausos se les hizo eterno a los prefectos de los dicasterios que sentados en las distintas congregaciones romanas, observaban con todo detalle la escena. El Vaticano no tuvo más remedio que aceptar con sumo disgusto, que el patriarca de Jerusalén se encontrara entre los disidentes. Resultaba evidente que su sede resultaba particularmente simbólica.
De todas maneras, aunque el enérgico patriarca fuera escogido para pronunciar el discurso inicial, él no era una de las cabezas de la rebelión. Es más, los informes de la Congregación de Obispos indicaban que se trataba de un hombre bastante mediocre, un hombre mediocre a la cabeza de una diócesis de treinta y dos mil fieles. Sin embargo, se trataba de Jerusalén. Aquel prelado sólo era la cabeza de una comunidad de pocas decenas de miles de fieles, pero a su derecha estaba el arzobispo de Kioto que gobernaba una diócesis de dos millones de fieles. A su izquierda el arzobispo de Adelaida era otra de las cabezas de la disidencia. En cualquier caso, aunque en los dicasterios analizaron una y otra vez, el peso e influencia de los grandes arzobispos presentes en Jerusalén, la entera escena de los sesenta y tres obispos sentados frente al habitáculo del Santo Sepulcro, constituía una imagen extraordinariamente incómoda. Y que, evidentemente, se iba a repetir durante días y días en los medios. El patriarca pasó a ser la cabeza visible de esa disidencia, siempre acompañado en sus intervenciones por los arzobispos de Kioto y Adelaida, que eran los pesos pesados del grupo de los disconformes. Afortunadamente, el resto de los obispos gobernaban diócesis pequeñas o muy pequeñas.
Aquella escena, abundantemente aireada en los informativos de ese día, contenía un mensaje muy claro: esos obispos querían fundar de nuevo. Afortunadamente, esas medianías que ansiaban retornar a los orígenes, no contaban con líderes claros. Las tres cabezas más visibles, eran sobresalientes, pero no aceptadas por todos. El desarrollo y conclusiones que pudiera producir el sínodo, tampoco presentaban un curso todavía muy definido. Discutir acerca de la situación de la Iglesia, redactar quizá una declaración, poca cosa más. El Vaticano confiaba en que las cosas no fueran más allá, por lo menos en ese primer paso, que había sido ese sínodo ilícitamente convocado. Pero, aun así, la imagen poseía un gran impacto: Jerusalén frente a Roma, el poder apostólico establecido en la ciudad sagrada frente al poder de las llaves establecido en la ciudad de la Curia. No podían haber escogido nada más simbólicamente incómodo para la autoridad papal. Pero como comentaron por los pasillos vaticanos: ya se sabe, los cismáticos dan el golpe donde más duele. De todas las infinitas opciones que tienen a su elección, siempre asestan el golpe justo en el lugar donde menos lo deseas, repetían. Los rebeldes tenían decidido que aunque el Patriarca Latino de Jerusalén, finalmente, no se hubiera unido a ellos, hubieran convocado el sínodo en esa ciudad. Pues eran conscientes de que ésta iba a ser no sólo una guerra teológica, sino también mediática.
Desgraciadamente, a pesar de esta falta de agenda inicial en la reunión de Jerusalén, las posturas de los grupos integrantes del sínodo en los días siguientes fueron radicalizándose. La idea de una nueva fundación de la Iglesia iba haciéndose cada vez más aceptable. Pronto se vio que las conclusiones del sínodo no serían meramente teóricas. El Cardenal Williams, el Cardenal Secretario de Estado, desde las frías y nevadas tierras de Massachussets, desde otra casa provincial con sus chimeneas humeantes, sabía muy bien las consecuencias terribles de la tormenta eclesial que se forjaba en aquel monasterio soleado y rodeado de palmeras en el que se hospedaban a las afueras de Jerusalén. Allí discutían los sesenta y tres obispos rebeldes. Sabedores de que sus decisiones podían afectar a la Iglesia durante generaciones.
El Cardenal Henry Williams mirando por la ventana al ancho río Charles cubierto de nieblas, pensaba una y otra vez en aquella cálida tierra a casi diez mil kilómetros. Frío gélido, nieve, luz mortecina entre la bruma, casitas de madera con techos inclinados, frente a una tierra en la que un sol brillante reina, polvo, tierra seca, casas rectangulares de gente que protege sus ojos de la luz intensa. Dos mundos completamente diversos. Henry paseaba por su habitación, preocupado. Era la hora del almuerzo. Descendió las escaleras camino del comedor. Un cisma puede desaparecer enseguida o consolidarse y permanecer durante siglos. ¿Qué es lo que hace que unos cismas se hundan y desaparezcan en las aguas de la Historia, y otros se enquisten y nos acompañen durante siglos? Aquella misma tarde tomaba el primer vuelo hacia Roma>>.

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