Como nunca, ayer no me quedé hasta el final del concierto, me tuve que retirar porque me sofocaba con tanta calor y debía comprar salsa para la comida de la perrita de los vecinos que está de visita.
Hoy termino de publicar sobre la novela "Torres Góticas" con la excomunión de los que se adhirieron al "Cisma Romano" no con la entrega de un documento, sino con un rito de excomunión, como en antaño. Era una celebración vivida de duelo, por eso es tan triste el día de las iglesia protestantes al apartarse para siempre de la Iglesia de Cristo. Las divisiones siempre son una derrota, además que Satanás siempre es el que divide y confunde. Lutero amaba la Biblia tanto como Lefebvre amaba la Tradición, pero ambos hicieron un daño enorme a la unidad de la Iglesia, como tantos otros excomulgados.
Por eso, siempre se pide orar por ellos, y no esas descalificaciones. Se debe condenar el error y nunca al errado, por muy alto que sea su grado de error. Al final, confesamos creer en el mismo Señor. Pero como escribí ayer, guardo la esperanza que algún día estas divisiones se terminarán para siempre y ya no habrá necesidad de excomuniones ni sanciones canónicas, porque todo el Pueblo de Dios estará con Él para siempre y serán esas gentes de todas las naciones y épocas que cantarán "Santo es el Señor" por todos los siglos.
27 de noviembre de 2029.
<<El Cardenal Williams entró en la sacristía de la
Basílica de San Pedro del Vaticano. No en la sacristía general, más grande, que
ya estaba llena de sacerdotes y obispos, sino en una más pequeña reservada a
los cardenales. Al llegar, saludó serio a los que allí estaban con una
inclinación de cabeza. El ambiente que reinaba era muy serio, más serio que
nunca. Incluso la iluminación parecía más apagada; aunque, sin duda, este
detalle se debía a una sensación psicológica.
Durante dos semanas la Curia Romana había
contenido la respiración. ¿El Sínodo seguiría adelante con sus ideas de
ruptura? ¿El Papa cumpliría la amenaza de excomulgar a sesenta y siete obispos?
La Iglesia entera miraba expectante el desenlace del pulso echado a Roma.
Ahora, el 27 de octubre de 2029, tras todo tipo de exhortaciones, tras varias
conminaciones, tras el envío posterior de dos legaciones, había llegado el día.
Henry se fue revistiendo sin prisas con todos los
ornamentos propios de su rango cardenalicio. La vestición con el alba, capa
pluvial y mitra, le llevó dos minutos. Siempre realizaba este acto de forma
cuidadosa. El amito de lino debía cubrir bien con su blancura las prendas
inferiores. El nudo del cíngulo debía hacerse bien, tenía su simbolismo. Todos
estos pasos que le marcaban las distintas prendas, los hizo fijando su vista
hacia la larga mesa de madera oscura donde estaban exquisitamente plegadas
todas las prendas. Sólo después de colocarse la mitra, miró al resto de
cardenales presentes que aguardaban en silencio. Era patente que todos
mostraban un rostro apenado y sombrío.
En menos de dos minutos, el Papa llegó. Apenas
perdió tiempo en saludos. Fue directo hacia las prendas litúrgicas que le
aguardaban en el centro de un tablero. Un tablero cubierto de terciopelo bajo
un tríptico que representaba a San Francisco reconstruyendo la Iglesia.
Mientras el Papa se colocaba las borlas de su cíngulo hacia atrás, metiéndolas
por dentro de dos lazos que formaban las vueltas de ese cordón blanco, sus ojos
se fijaron en la gran escena central del tríptico que tenía frente a sí. Las
pupilas castañas de Clemente XV, habían perdido brillo, pero se pasearon por
las historias relatadas en las escenas laterales menores. Representaban a
distintos fundadores de órdenes, construyendo partes del gran edificio de la
Iglesia.
El Papa se revistió lentamente, meditativo,
después se arrodilló ante el crucifijo que tenía delante y esperó a que sonara
el carillón del reloj. En cuanto, el reloj tocó los seis sones que
correspondían a las seis de la tarde, el Santo Padre se levantó, se persignó, y
los presentes se colocaron en dos filas. La procesión comenzó a caminar hacia
el portón de salida enmarcado de mármol travertino con vetas rojas. En cuanto
la procesión de cardenales apareció en la sacristía general, se puso en marcha
la doble fila de obispos y sacerdotes que allí ya esperaba. La procesión avanzó
por el centro de la Basílica de San Pedro del Vaticano en mitad de un insólito
silencio. No había cantos, no tocaba el órgano, una nube de pesadumbre envolvía
a la gente que esperaba en los bancos.
Cuando llegaron al presbiterio, el Cardenal
Williams contempló el triste espectáculo de los elementos dispuestos delante de
ellos para proceder a la ceremonia de excomunión de los cincuenta y siete
obispos rebeldes. De los setenta y ocho obispos que, en un primer momento, se
adhirieron al Sínodo de Jerusalén, veintiuno se habían retirado tras las
admoniciones oficiales de que se iba a proceder a su excomunión. Esos veintiún
obispos que se retiraron, habían pretendido manifestar su disensión, su
malestar, pero ahora afirmaron no querer acabar sus días fuera de la Iglesia.
Una cosa era protestar, otra muy distinta era ser expulsados del Cuerpo
Místico. Los disidentes contemplaron contrariados como la retirada de esa
veintena de colegas. Retirada escalonada en los días que mediaron entre las
primeras admoniciones y las últimas.
Ahora ya no había posibilidad de marcha atrás para
el papado. Había empeñado su autoridad en la promesa de castigar con las
máximas penas espirituales a los pertinaces lobos que dividían al rebaño, solo
restaba usar el poder otorgado por Jesucristo. El Papa no sólo había querido
excomulgarlos, sino hacerlo con toda la solemnidad posible. Normalmente las
excomuniones se realizaban firmando y sellando una bula. La Curia, esta vez, le
había animado al Papa a hacer de ese acto jurídico un acto ritual. La sociedad necesita signos, le habían
repetido los cardenales. Firmar un papel
es algo frío, en este caso se requieren imágenes. La televisión precisa de
imágenes. Lo que no aparezca en una imagen, es como si no existiese. La opinión
pública guarda en su retina las escenas vistas en los noticias de los obispos
reunidos en Jerusalén. Ahora debemos ofrecer una contra-imagen a las fotos de
esas mitras reunidas en aquel hemiciclo dentro de un monasterio. Sí, los
sediciosos serían apartados de la Iglesia de un modo ritual. Habían entrado a
ella a través de los ritos del bautismo y el sacerdocio, esos obispos rebeldes
saldrían de ella con deshonor a través de otros ritos. Para todo el mundo,
quedaría claro que ellos ya no representaban el Mensaje de Jesús, que no eran
parte del rebaño, que no formaban parte de los defensores de la sagrada
tradición ininterrumpida.
El Cardenal Williams tenía dispuesto su asiento a
la derecha del Papa. Había subido los escalones del presbiterio con la cabeza
algo inclinada. Ahora levantó sus ojos hacia la nave central de la basílica.
Justo delante del presbiterio, cerca de donde comenzaban los escalones forrados
de tela, había seis candeleros, grandes, pesados, dorados, sosteniendo cada uno
un cirio. El seis representaba un número no pleno. Esos cirios representaban de
forma simbólica a los cincuenta y siete prelados a cuya excomunión se iba a
proceder. La nave de la basílica estaba menos iluminada que otras veces. Ni
siquiera estaba llena. Sólo había mil personas en los bancos en representación
del pueblo fiel. Mil personas congregadas para una ceremonia que no era ni una misa,
ni una celebración de la Palabra. No se habían reunido para alabar el nombre de
Dios, ni para pedirle perdón por los propios pecados, se habían reunido para
presenciar una brevísima ceremonia de excomunión.
El Romano Pontífice, revestido una mitra y una
capa de color morado, para simbolizar la necesidad de hacer penitencia por la
muerte espiritual de los cismáticos. El Papa tenía a seis cardenales sentados
en cada uno de sus flancos. Todos revestidos con capas y mitras mostraban un
continente grave acorde con la ocasión. En torno al presbiterio, cien obispos
revestidos de hábito coral. El espacio entre los prelados y el pueblo fiel
estaba ocupado por unos doscientos sacerdotes. Todos los detalles habían sido
supervisados con esmero, porque quince cámaras de televisión retransmitían esa
ceremonia para todo el mundo.
Roma daría un mensaje claro al mundo: en la
Iglesia cabía todo, todas las espiritualidades, todas las formas de pensar,
todas las mentalidades y todas las estéticas, pero no se toleraría a los
desobedientes. Los sembradores de división no tenían lugar en la Casa de Dios.
Toda comunidad necesita de una cierta disciplina para mantenerse unida. La
Santa Sede dejaría así patente que iba a seguir ofreciendo comprensión y
acogida a todos, pero también castigos espirituales cuando así fuera necesario.
La Curia había cerrado filas alrededor del Vicario
de Cristo. Como le dijeron al Papa varios prefectos de dicasterio: Este tipo de acciones son necesarias de vez
en cuando. Si no, los pastores llegan a la convicción de que pueden hacer
cualquier cosa, de que hagan lo que hagan, desde la Urbe no se va a reaccionar.
Varios arzobispos del mundo avalaron la acción papal, diciendo que si no se
obraba así, no sólo habría fractura por el lado del conservadurismo, sino otra
por el lado del progresismo. Una misma ceremonia dejaría bien manifiesto a unos
y a otros, que no se toleraría el quebrantamiento de las leyes canónicas.
Un joven acólito se acercó a la sede papal y
sostuvo abierto un libro de grandes páginas. In nomine Patris et Filii et Spiritus Sanctus, comenzó el Romano
Pontífice con voz vigorosa, firme, potente a pesar de sus setenta y ocho años.
A eso siguió el Confiteor (Yo Confieso) y el Kyrie Eleison (Señor, ten piedad).
Tras lo cual se sentaron y se realizó una sola lectura. Una lectura de la
primera carta a Timoteo, capítulo I:
“¡Al Rey eterno y universal, al Dios
incorruptible, invisible y único, honor y gloria por los siglos de los siglos!
Amén. Hijo mío, te hago esta recomendación, conforme a lo que se dijo de ti por
inspiración de Dios, a fin de que luches valientemente, conservando la fe y la
buena conciencia. Por no haber tenido una buena conciencia algunos fracasaron
en la fe, entre otros, Himeneo y Alejandro, a quienes entregué a Satanás para que
aprendieran a no blasfemar”.
Tras esta única y breve lectura. El Papa dio un
sermón que no superó los cuatro minutos. Habló de que los sembradores de la
discordia ya no eran más mensajeros de Dios, sino profanadores de los
invisibles lazos de comunión que mantenían unido el edificio divino sobre la
tierra. El acto que han realizado esos
administradores de la Casa de Dios es gravísimo, dijo en un momento dado, por
eso podemos afirmar que la Justicia Divina tendrá más misericordia de los
pecadores de la carne, de los pecadores por debilidad, que de los profanadores
de la unidad sagrada. Las palabras del pontífice estaban teológicamente muy
calculadas. El sermón decía claramente que aquellos obispos desobedientes
habían quedado sentenciados en vida, a vagar fuera de los muros que contenían
las gracias del Fundador de la Iglesia. Sólo
la misericordia de Dios podrá ya levantar la sentencia pronunciada por mí,
indigno siervo, pero Sucesor del Apóstol Pedro, dijo el Papa. Ellos dicen haber realizado estas acciones
por Cristo, pero su Vicario en la tierra les arroja fuera del redil. Ellos que
tenían que haber sido mensajeros de la salvación, se han transformado en
símbolos de desobediencia, de división, y finalmente de traición. Ellos que
tenían que haber sido la alegría de Cristo, se han transmutado en su tristeza.
La Iglesia, que es madre, los expele de su seno de salvación.
Tras estas palabras, tuvo unos pensamientos de
esperanza. Dijo unas paternales palabras caritativas, para concluir, en las que
pidió que ese ritual que iban a realizar, tocara los corazones también duros de
los desobedientes. Un duro ritual, para unos corazones endurecidos. Sin duda
los obispos disidentes estarían viendo o acabarían viendo esa ceremonia en la
televisión. Cuando el sermón llegó a su fin, la posición de la Iglesia había
quedado nítida. Los fieles desorientados quedaban advertidos de que esos
cismáticos eran una región de pastos nocivos. Todos esperaban un sermón severo,
pero nadie, salvo la Curia, esperaba unas palabras tan rigurosas.
Dio comienzo el ritual de la excomunión
propiamente dicho. En mitad del silencio del templo, se aproximó el acólito con
el libro, lo abrió y el Sumo Pontífice proclamó con energía:
-Yo,
Clemente XV, Obispo de la Diócesis de Roma, Sucesor del Apóstol Pedro, Pastor
del Rebaño de Cristo, Pontífice Supremo de la Iglesia Universal, y Vicario de
Cristo, por el poder de las llaves que me ha sido conferido, excomulgo a los
siguientes arzobispos y obispos de la Santa Iglesia Católica.
Un diácono, desde el ambón de las lecturas,
comenzó a leer la lista:
Leonard
Fisher, obispo de Madrás.
Pietro
Francesco Todeschini, obispo de Ceneda.
Hugo Paxton,
obispo de Ayacucho.
Costas
Trikoupi, obispo de Trichinopoly.
Isaac Kodjo,
obispo de Illigan.
Daniel
Feeny, obispo de Alep.
Y así hasta acabar de leer los nombres de los
cincuenta y siete excomulgados. Una vez que la oscura lista fue agotada, una
vez que se alcanzó el último nombre infaustamente inscrito, el Romano Pontífice
continuó:
-Separo a
esos arzobispos y obispos del precioso Cuerpo y Sangre del Señor y de la
sociedad espiritual de los cristianos –hizo una pausa-. Los excluyo de nuestra Santa Madre la
Iglesia en la tierra –hizo una segunda pausa-. Los declaro excomulgados y anatema. Los repruebo y los expulso con el
Diablo y sus demonios.
Entonces, el Papa se acercó al primer cirio de los
seis que ardían delante del presbiterio. Los cirios blancos, enhiestos, lucían
bellos y silenciosos. Clemente XV alargó su mano y con un apagavelas, sin
prisa, extinguió la llama del primer cirio. La mano del Vicario de Cristo
prosiguió cirio tras cirio. Una a una, las llamas fueron apagándose tras
exhalar un último suspiro de humo gris.
Después que la última vela quedó a oscuras, el
Papa se quedó frente al último candelabro apagado y allí leyó en el ritual:
-Señor,
apiádate de sus almas y que no caigan en el fuego eterno del infierno. Amén.
Desde el extremo izquierdo de los candelabros, se
dirigió al flanco derecho, donde había una campana de unos cien kilos de peso,
sostenida por una sólida estructura de gruesos maderos rectangulares. El
acólito le pasó un martillo con maza de plata y golpeó una sola vez la campana.
Con ello simbolizaba que se tañía por los muertos espirituales, marcando
definitivamente, una vez más, un antes y un después.
Tras esta acción, y sin moverse de su sitio en el
lado derecho, el Papa leyó:
-Señor, ten
misericordia de ellos y concédeles el arrepentimiento de sus faltas, y tiempo
para hacer penitencia mientras sus vidas duren sobre este mundo. Amén.
Acabado el acto de la excomunión, un diácono subió
al ambón y leyó una lista de los clérigos suspendidos a divinis, además de
cuatro monasterios y dos universidades sobre los que caía el interdicto. Los
sacerdotes suspendidos eran los que más se habían destacado en los medios de
comunicación a favor de la revuelta. A partir de ahora, se les prohibía
celebrar cualquier sacramento. Las dos universidades, muy pequeñas y
reaccionarias, se habían adherido de forma oficial al Sínodo de Jerusalén. A
partir de ahora, con el interdicto existía una prohibición pontificia de
celebrar ningún acto litúrgico en sus capillas.
Mientras la lista era leída por un diácono
africano, el Papa regresó a su sede ante el Altar de la Confesión. Allí aguardó
a que los últimos nombres fueran leídos. Finalizada la lista, el Papa entonó un
solemne oremus, tras el cual vino la última oración:
-Oh, Dios de
Justicia, te pedimos por estos hermanos nuestros, a los que acabamos de separar
de la grey. Concédeles algún día el arrepentimiento para ser reintegrados en la
Santa Iglesia. Y concede a tu grey el no verse inficionada por la seducción de
su escándalo. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
El Papa dio la bendición, y los oficiantes y los
obispos abandonaron procesionalmente el templo, cantando en gregoriano el Dies
Irae.
Una vez que en la sacristía se quitaron todos los
ornamentos, el cardenal Williams, el Jefe de la Casa Pontificia, el
Protonotario Apostólico y dos secretarios, subieron por unas escaleras acompañando
al Papa hacia el Palacio Apostólico: geometrías de mármol sobre los suelos,
guardias suizos que se cuadraban y saludaban militarmente, ocho hombres
vestidos de negro pertenecientes al servicio de seguridad. Iban todos en
silencio. Nadie quiso comentar nada. Al llegar al Palacio Apostólico, los
hombres del servicio secreto se quedaron en la entrada. Los clérigos siguieron
adelante. Tras dos estancias más, entraron al despacho papal; cerraron la
puerta.
Clemente XV se sentó en su mesa. Sus dos
secretarios le pusieron delante una bula de la que ya pendía el sello del
pescador. El documento, escrito a mano por la Cancillería Apostólica, estaba
completo, sólo faltaba la firma del Romano Pontífice. Nada más escribir su
nombre (los Papas no rubrican), le pusieron delante una copia del documento. La
firmó sin decir nada tampoco. El original quedaría en el Archivo Vaticano, y
una copia sería entregada al excomulgado Patriarca de Jerusalén. Una copia
menor del documento, firmada cada una por dos monseñores de la Cancillería
Pontificia que atestiguarían su autenticidad, sería entregada a cada uno de los
obispos cismáticos. No había que despreciar el poder que tenía el objeto en sí
mismo. Era fácil imaginarse el estado de ánimo de un obispo al recibir ese
documento, al releer por la noche a solas, otra vez, la bula en la que uno
quedaba apartado de la Iglesia.
La copia del documento original fue introducida
por un secretario en un cilindro de cartón. Una etiqueta con unas pocas palabras
latinas explicaba de qué trataba su contenido. Después Clemente XV miró a su
otro secretario y le preguntó si la cita de la delegación japonesa del día
siguiente había sufrido algún cambio.
-No,
Santidad. El horario sigue igual.
-Muy bien.
Me retiro entonces –dijo el Santo Padre corriendo la silla hacia atrás.
Los clérigos se despidieron y el Papa salió en
dirección a sus aposentos>>.
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