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sábado, 1 de noviembre de 2014

Fragmento 3 (último) de "Torres Góticas": 'La dureza de las piedras romanas'.


Como nunca, ayer no me quedé hasta el final del concierto, me tuve que retirar porque me sofocaba con tanta calor y debía comprar salsa para la comida de la perrita de los vecinos que está de visita.
Hoy termino de publicar sobre la novela "Torres Góticas" con la excomunión de los que se adhirieron al "Cisma Romano" no con la entrega de un documento, sino con un rito de excomunión, como en antaño. Era una celebración vivida de duelo, por eso es tan triste el día de las iglesia protestantes al apartarse para siempre de la Iglesia de Cristo. Las divisiones siempre son una derrota, además que Satanás siempre es el que divide y confunde. Lutero amaba la Biblia tanto como Lefebvre amaba la Tradición, pero ambos hicieron un daño enorme a la unidad de la Iglesia, como tantos otros excomulgados.
Por eso, siempre se pide orar por ellos, y no esas descalificaciones. Se debe condenar el error y nunca al errado, por muy alto que sea su grado de error. Al final, confesamos creer en el mismo Señor. Pero como escribí ayer, guardo la esperanza que algún día estas divisiones se terminarán para siempre y ya no habrá necesidad de excomuniones ni sanciones canónicas, porque todo el Pueblo de Dios estará con Él para siempre y serán esas gentes de todas las naciones y épocas que cantarán "Santo es el Señor" por todos los siglos.


27 de noviembre de 2029.

<<El Cardenal Williams entró en la sacristía de la Basílica de San Pedro del Vaticano. No en la sacristía general, más grande, que ya estaba llena de sacerdotes y obispos, sino en una más pequeña reservada a los cardenales. Al llegar, saludó serio a los que allí estaban con una inclinación de cabeza. El ambiente que reinaba era muy serio, más serio que nunca. Incluso la iluminación parecía más apagada; aunque, sin duda, este detalle se debía a una sensación psicológica.
Durante dos semanas la Curia Romana había contenido la respiración. ¿El Sínodo seguiría adelante con sus ideas de ruptura? ¿El Papa cumpliría la amenaza de excomulgar a sesenta y siete obispos? La Iglesia entera miraba expectante el desenlace del pulso echado a Roma. Ahora, el 27 de octubre de 2029, tras todo tipo de exhortaciones, tras varias conminaciones, tras el envío posterior de dos legaciones, había llegado el día.
Henry se fue revistiendo sin prisas con todos los ornamentos propios de su rango cardenalicio. La vestición con el alba, capa pluvial y mitra, le llevó dos minutos. Siempre realizaba este acto de forma cuidadosa. El amito de lino debía cubrir bien con su blancura las prendas inferiores. El nudo del cíngulo debía hacerse bien, tenía su simbolismo. Todos estos pasos que le marcaban las distintas prendas, los hizo fijando su vista hacia la larga mesa de madera oscura donde estaban exquisitamente plegadas todas las prendas. Sólo después de colocarse la mitra, miró al resto de cardenales presentes que aguardaban en silencio. Era patente que todos mostraban un rostro apenado y sombrío.
En menos de dos minutos, el Papa llegó. Apenas perdió tiempo en saludos. Fue directo hacia las prendas litúrgicas que le aguardaban en el centro de un tablero. Un tablero cubierto de terciopelo bajo un tríptico que representaba a San Francisco reconstruyendo la Iglesia. Mientras el Papa se colocaba las borlas de su cíngulo hacia atrás, metiéndolas por dentro de dos lazos que formaban las vueltas de ese cordón blanco, sus ojos se fijaron en la gran escena central del tríptico que tenía frente a sí. Las pupilas castañas de Clemente XV, habían perdido brillo, pero se pasearon por las historias relatadas en las escenas laterales menores. Representaban a distintos fundadores de órdenes, construyendo partes del gran edificio de la Iglesia.
El Papa se revistió lentamente, meditativo, después se arrodilló ante el crucifijo que tenía delante y esperó a que sonara el carillón del reloj. En cuanto, el reloj tocó los seis sones que correspondían a las seis de la tarde, el Santo Padre se levantó, se persignó, y los presentes se colocaron en dos filas. La procesión comenzó a caminar hacia el portón de salida enmarcado de mármol travertino con vetas rojas. En cuanto la procesión de cardenales apareció en la sacristía general, se puso en marcha la doble fila de obispos y sacerdotes que allí ya esperaba. La procesión avanzó por el centro de la Basílica de San Pedro del Vaticano en mitad de un insólito silencio. No había cantos, no tocaba el órgano, una nube de pesadumbre envolvía a la gente que esperaba en los bancos.
Cuando llegaron al presbiterio, el Cardenal Williams contempló el triste espectáculo de los elementos dispuestos delante de ellos para proceder a la ceremonia de excomunión de los cincuenta y siete obispos rebeldes. De los setenta y ocho obispos que, en un primer momento, se adhirieron al Sínodo de Jerusalén, veintiuno se habían retirado tras las admoniciones oficiales de que se iba a proceder a su excomunión. Esos veintiún obispos que se retiraron, habían pretendido manifestar su disensión, su malestar, pero ahora afirmaron no querer acabar sus días fuera de la Iglesia. Una cosa era protestar, otra muy distinta era ser expulsados del Cuerpo Místico. Los disidentes contemplaron contrariados como la retirada de esa veintena de colegas. Retirada escalonada en los días que mediaron entre las primeras admoniciones y las últimas.
Ahora ya no había posibilidad de marcha atrás para el papado. Había empeñado su autoridad en la promesa de castigar con las máximas penas espirituales a los pertinaces lobos que dividían al rebaño, solo restaba usar el poder otorgado por Jesucristo. El Papa no sólo había querido excomulgarlos, sino hacerlo con toda la solemnidad posible. Normalmente las excomuniones se realizaban firmando y sellando una bula. La Curia, esta vez, le había animado al Papa a hacer de ese acto jurídico un acto ritual. La sociedad necesita signos, le habían repetido los cardenales. Firmar un papel es algo frío, en este caso se requieren imágenes. La televisión precisa de imágenes. Lo que no aparezca en una imagen, es como si no existiese. La opinión pública guarda en su retina las escenas vistas en los noticias de los obispos reunidos en Jerusalén. Ahora debemos ofrecer una contra-imagen a las fotos de esas mitras reunidas en aquel hemiciclo dentro de un monasterio. Sí, los sediciosos serían apartados de la Iglesia de un modo ritual. Habían entrado a ella a través de los ritos del bautismo y el sacerdocio, esos obispos rebeldes saldrían de ella con deshonor a través de otros ritos. Para todo el mundo, quedaría claro que ellos ya no representaban el Mensaje de Jesús, que no eran parte del rebaño, que no formaban parte de los defensores de la sagrada tradición ininterrumpida.
El Cardenal Williams tenía dispuesto su asiento a la derecha del Papa. Había subido los escalones del presbiterio con la cabeza algo inclinada. Ahora levantó sus ojos hacia la nave central de la basílica. Justo delante del presbiterio, cerca de donde comenzaban los escalones forrados de tela, había seis candeleros, grandes, pesados, dorados, sosteniendo cada uno un cirio. El seis representaba un número no pleno. Esos cirios representaban de forma simbólica a los cincuenta y siete prelados a cuya excomunión se iba a proceder. La nave de la basílica estaba menos iluminada que otras veces. Ni siquiera estaba llena. Sólo había mil personas en los bancos en representación del pueblo fiel. Mil personas congregadas para una ceremonia que no era ni una misa, ni una celebración de la Palabra. No se habían reunido para alabar el nombre de Dios, ni para pedirle perdón por los propios pecados, se habían reunido para presenciar una brevísima ceremonia de excomunión.
El Romano Pontífice, revestido una mitra y una capa de color morado, para simbolizar la necesidad de hacer penitencia por la muerte espiritual de los cismáticos. El Papa tenía a seis cardenales sentados en cada uno de sus flancos. Todos revestidos con capas y mitras mostraban un continente grave acorde con la ocasión. En torno al presbiterio, cien obispos revestidos de hábito coral. El espacio entre los prelados y el pueblo fiel estaba ocupado por unos doscientos sacerdotes. Todos los detalles habían sido supervisados con esmero, porque quince cámaras de televisión retransmitían esa ceremonia para todo el mundo.
Roma daría un mensaje claro al mundo: en la Iglesia cabía todo, todas las espiritualidades, todas las formas de pensar, todas las mentalidades y todas las estéticas, pero no se toleraría a los desobedientes. Los sembradores de división no tenían lugar en la Casa de Dios. Toda comunidad necesita de una cierta disciplina para mantenerse unida. La Santa Sede dejaría así patente que iba a seguir ofreciendo comprensión y acogida a todos, pero también castigos espirituales cuando así fuera necesario.
La Curia había cerrado filas alrededor del Vicario de Cristo. Como le dijeron al Papa varios prefectos de dicasterio: Este tipo de acciones son necesarias de vez en cuando. Si no, los pastores llegan a la convicción de que pueden hacer cualquier cosa, de que hagan lo que hagan, desde la Urbe no se va a reaccionar. Varios arzobispos del mundo avalaron la acción papal, diciendo que si no se obraba así, no sólo habría fractura por el lado del conservadurismo, sino otra por el lado del progresismo. Una misma ceremonia dejaría bien manifiesto a unos y a otros, que no se toleraría el quebrantamiento de las leyes canónicas.
Un joven acólito se acercó a la sede papal y sostuvo abierto un libro de grandes páginas. In nomine Patris et Filii et Spiritus Sanctus, comenzó el Romano Pontífice con voz vigorosa, firme, potente a pesar de sus setenta y ocho años. A eso siguió el Confiteor (Yo Confieso) y el Kyrie Eleison (Señor, ten piedad). Tras lo cual se sentaron y se realizó una sola lectura. Una lectura de la primera carta a Timoteo, capítulo I:
“¡Al Rey eterno y universal, al Dios incorruptible, invisible y único, honor y gloria por los siglos de los siglos! Amén. Hijo mío, te hago esta recomendación, conforme a lo que se dijo de ti por inspiración de Dios, a fin de que luches valientemente, conservando la fe y la buena conciencia. Por no haber tenido una buena conciencia algunos fracasaron en la fe, entre otros, Himeneo y Alejandro, a quienes entregué a Satanás para que aprendieran a no blasfemar”.
Tras esta única y breve lectura. El Papa dio un sermón que no superó los cuatro minutos. Habló de que los sembradores de la discordia ya no eran más mensajeros de Dios, sino profanadores de los invisibles lazos de comunión que mantenían unido el edificio divino sobre la tierra. El acto que han realizado esos administradores de la Casa de Dios es gravísimo, dijo en un momento dado, por eso podemos afirmar que la Justicia Divina tendrá más misericordia de los pecadores de la carne, de los pecadores por debilidad, que de los profanadores de la unidad sagrada. Las palabras del pontífice estaban teológicamente muy calculadas. El sermón decía claramente que aquellos obispos desobedientes habían quedado sentenciados en vida, a vagar fuera de los muros que contenían las gracias del Fundador de la Iglesia. Sólo la misericordia de Dios podrá ya levantar la sentencia pronunciada por mí, indigno siervo, pero Sucesor del Apóstol Pedro, dijo el Papa. Ellos dicen haber realizado estas acciones por Cristo, pero su Vicario en la tierra les arroja fuera del redil. Ellos que tenían que haber sido mensajeros de la salvación, se han transformado en símbolos de desobediencia, de división, y finalmente de traición. Ellos que tenían que haber sido la alegría de Cristo, se han transmutado en su tristeza. La Iglesia, que es madre, los expele de su seno de salvación.
Tras estas palabras, tuvo unos pensamientos de esperanza. Dijo unas paternales palabras caritativas, para concluir, en las que pidió que ese ritual que iban a realizar, tocara los corazones también duros de los desobedientes. Un duro ritual, para unos corazones endurecidos. Sin duda los obispos disidentes estarían viendo o acabarían viendo esa ceremonia en la televisión. Cuando el sermón llegó a su fin, la posición de la Iglesia había quedado nítida. Los fieles desorientados quedaban advertidos de que esos cismáticos eran una región de pastos nocivos. Todos esperaban un sermón severo, pero nadie, salvo la Curia, esperaba unas palabras tan rigurosas.
Dio comienzo el ritual de la excomunión propiamente dicho. En mitad del silencio del templo, se aproximó el acólito con el libro, lo abrió y el Sumo Pontífice proclamó con energía:
-Yo, Clemente XV, Obispo de la Diócesis de Roma, Sucesor del Apóstol Pedro, Pastor del Rebaño de Cristo, Pontífice Supremo de la Iglesia Universal, y Vicario de Cristo, por el poder de las llaves que me ha sido conferido, excomulgo a los siguientes arzobispos y obispos de la Santa Iglesia Católica.
Un diácono, desde el ambón de las lecturas, comenzó a leer la lista:
Leonard Fisher, obispo de Madrás.
Pietro Francesco Todeschini, obispo de Ceneda.
Hugo Paxton, obispo de Ayacucho.
Costas Trikoupi, obispo de Trichinopoly.
Isaac Kodjo, obispo de Illigan.
Daniel Feeny, obispo de Alep.
Y así hasta acabar de leer los nombres de los cincuenta y siete excomulgados. Una vez que la oscura lista fue agotada, una vez que se alcanzó el último nombre infaustamente inscrito, el Romano Pontífice continuó:
-Separo a esos arzobispos y obispos del precioso Cuerpo y Sangre del Señor y de la sociedad espiritual de los cristianos –hizo una pausa-. Los excluyo de nuestra Santa Madre la Iglesia en la tierra –hizo una segunda pausa-. Los declaro excomulgados y anatema. Los repruebo y los expulso con el Diablo y sus demonios.
Entonces, el Papa se acercó al primer cirio de los seis que ardían delante del presbiterio. Los cirios blancos, enhiestos, lucían bellos y silenciosos. Clemente XV alargó su mano y con un apagavelas, sin prisa, extinguió la llama del primer cirio. La mano del Vicario de Cristo prosiguió cirio tras cirio. Una a una, las llamas fueron apagándose tras exhalar un último suspiro de humo gris.
Después que la última vela quedó a oscuras, el Papa se quedó frente al último candelabro apagado y allí leyó en el ritual:
-Señor, apiádate de sus almas y que no caigan en el fuego eterno del infierno. Amén.
Desde el extremo izquierdo de los candelabros, se dirigió al flanco derecho, donde había una campana de unos cien kilos de peso, sostenida por una sólida estructura de gruesos maderos rectangulares. El acólito le pasó un martillo con maza de plata y golpeó una sola vez la campana. Con ello simbolizaba que se tañía por los muertos espirituales, marcando definitivamente, una vez más, un antes y un después.
Tras esta acción, y sin moverse de su sitio en el lado derecho, el Papa leyó:
-Señor, ten misericordia de ellos y concédeles el arrepentimiento de sus faltas, y tiempo para hacer penitencia mientras sus vidas duren sobre este mundo. Amén.
Acabado el acto de la excomunión, un diácono subió al ambón y leyó una lista de los clérigos suspendidos a divinis, además de cuatro monasterios y dos universidades sobre los que caía el interdicto. Los sacerdotes suspendidos eran los que más se habían destacado en los medios de comunicación a favor de la revuelta. A partir de ahora, se les prohibía celebrar cualquier sacramento. Las dos universidades, muy pequeñas y reaccionarias, se habían adherido de forma oficial al Sínodo de Jerusalén. A partir de ahora, con el interdicto existía una prohibición pontificia de celebrar ningún acto litúrgico en sus capillas.
Mientras la lista era leída por un diácono africano, el Papa regresó a su sede ante el Altar de la Confesión. Allí aguardó a que los últimos nombres fueran leídos. Finalizada la lista, el Papa entonó un solemne oremus, tras el cual vino la última oración:
-Oh, Dios de Justicia, te pedimos por estos hermanos nuestros, a los que acabamos de separar de la grey. Concédeles algún día el arrepentimiento para ser reintegrados en la Santa Iglesia. Y concede a tu grey el no verse inficionada por la seducción de su escándalo. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
El Papa dio la bendición, y los oficiantes y los obispos abandonaron procesionalmente el templo, cantando en gregoriano el Dies Irae.
Una vez que en la sacristía se quitaron todos los ornamentos, el cardenal Williams, el Jefe de la Casa Pontificia, el Protonotario Apostólico y dos secretarios, subieron por unas escaleras acompañando al Papa hacia el Palacio Apostólico: geometrías de mármol sobre los suelos, guardias suizos que se cuadraban y saludaban militarmente, ocho hombres vestidos de negro pertenecientes al servicio de seguridad. Iban todos en silencio. Nadie quiso comentar nada. Al llegar al Palacio Apostólico, los hombres del servicio secreto se quedaron en la entrada. Los clérigos siguieron adelante. Tras dos estancias más, entraron al despacho papal; cerraron la puerta.
Clemente XV se sentó en su mesa. Sus dos secretarios le pusieron delante una bula de la que ya pendía el sello del pescador. El documento, escrito a mano por la Cancillería Apostólica, estaba completo, sólo faltaba la firma del Romano Pontífice. Nada más escribir su nombre (los Papas no rubrican), le pusieron delante una copia del documento. La firmó sin decir nada tampoco. El original quedaría en el Archivo Vaticano, y una copia sería entregada al excomulgado Patriarca de Jerusalén. Una copia menor del documento, firmada cada una por dos monseñores de la Cancillería Pontificia que atestiguarían su autenticidad, sería entregada a cada uno de los obispos cismáticos. No había que despreciar el poder que tenía el objeto en sí mismo. Era fácil imaginarse el estado de ánimo de un obispo al recibir ese documento, al releer por la noche a solas, otra vez, la bula en la que uno quedaba apartado de la Iglesia.
La copia del documento original fue introducida por un secretario en un cilindro de cartón. Una etiqueta con unas pocas palabras latinas explicaba de qué trataba su contenido. Después Clemente XV miró a su otro secretario y le preguntó si la cita de la delegación japonesa del día siguiente había sufrido algún cambio.
-No, Santidad. El horario sigue igual.
-Muy bien. Me retiro entonces –dijo el Santo Padre corriendo la silla hacia atrás.
Los clérigos se despidieron y el Papa salió en dirección a sus aposentos>>.

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