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martes, 14 de enero de 2014

Cambio de corazón.


Recuerdo que antes temía demostrar alguna clase de afecto e incluso, evitaba cualquier clase de contacto (ni siquiera saludaba a las chicas con un beso en la mejilla, sino a la distancia inclinando un poco la cabeza). Solía ser muy correcto. Las únicas personas en quienes confiaba eran mis amistades y mi familia. Yo, siempre era quien contenía a la gente y les escuchaba e incluso aconsejaba, aunque nunca había sentido aquello ni me había dejado la oportunidad de dejarme consolar, y eso que siempre se me dió amor, fuí el "regalón". Si lloraba públicamente, eran unas cuantas lágrimas y nada más, pero las de dolor, lo hacía escondido para luego continuar "con el acto" de consolar a la gente.
No me permití muchas cosas, pues fui muy perfeccionista no en lo académico sino en mi integridad, y sin darme cuenta caí en la presunción, sin necesidad de hacerme publicidad.
Hace algún tiempo leí un texto llamado "Lázaro" de Morris West, uno de mis autores predilectos. En la novela, trata de un Pontífice ficticio, León XIV, muy conservador, que acalla y reprime cualquier voz opuesta dentro de la Iglesia y que tras una operación en el corazón, una serie de vivencias desencadenan en él un "cambio de corazón", un cambio de corazón a nivel orgánico e espiritual. Es una novela algo dura en algunos sucesos, pero no exenta de ternura, consolación y continúa reforma.
Así, al leer la novela comprendí que me había equivocado pero estaba a tiempo de enmendarme, aunque significaba aquello dar un paso para abandonar mis seguridades y derribar el muro que me había construído, ladrillo por ladrillo. Hasta que al llegar una persona muy importante para mí, me hizo comprender todo esto, incluso sin decirme nada me enseñó que debía ser menos legalista y preocuparme también por mi propio bienestar, llorando abandonándome a sus brazos, entregarse a manos llenas de afecto, alegrarme con ver a las personas, escuchar la voz de consuelo de una mujer en los momentos de sufrimiento y angustia, y a no tener miedo de vivir ni de equivocarme. No temer al cariño, no tener miedo a experimentar el amor, no temer a la ternura, lecciones que ahora las vivo como parte de mi vida.
Así también, sin necesidad de una operación quirúrgica, he tenido mi cambio de corazón, con el que ha cambiado mi forma de ver la vida, de vivirla, y mi forma de creer, esta vez "dejándome llevar" y abandonarme a Sus divinos y misteriosos diseños.
De esta novela, quisiera compartir un fragmento:

 
En la Sala de Consistorios, el Pontífice León XIV se puso de pie para hablar a la asamblea. Ahora que había llegado el momento, se sentía extrañamente sereno. Sus príncipes habían acudido para rendirle uno tras otro su homenaje ritual. Habían rezado juntos pidiendo luz para ver y valor para recorrer unidos el camino de la luz de los peregrinos. Él les había leído la admonición de San Pablo a los corintios: «Sólo a través del Espíritu Santo podemos decir que Jesús es el Señor. La revelación del Espíritu se ofrece a cada uno de un modo particular, con una buena finalidad...». Después había anunciado las designaciones con palabras simples y directas.
Esta era la antigua personalidad de León, el hombre que despachaba directamente los asuntos embarazosos y a las personas problemáticas. Mientras depositaba frente a él, sobre el atril, el texto de la alocución, se preguntó de qué modo los presentes aceptarían al nuevo León, y durante unos instantes, atemorizado, si después de todo el nuevo León no era una ilusión, el invento de una imaginación desequilibrada. Rechazó el pensamiento; elevó una plegaria silenciosa y comenzó a hablar.
- Hermanos, hoy les hablaré en la lengua de la tierra en que nací. Más aún, a veces percibirán en mi lenguaje el acento rural de mi pueblo natal.
Deseo explicarles la naturaleza del hombre que fui antes, la naturaleza de Ludovico Gadda, a quien los mayores entre ustedes eligieron para gobernar la Iglesia. Necesito desesperadamente explicar el hombre que soy ahora y en qué se distingue del viejo Ludovico Gadda. No es fácil explicarlo, y por eso ruego que sean pacientes conmigo.
Cierta vez rogué a un distinguido biólogo que me explicase la impronta genética, la famosa espiral doble que distingue a un ser de otro. Él la llamó la impronta de Dios, porque es imposible borrarla. Todas las restantes improntas (la memoria, el ambiente, la experiencia) son, en su opinión, improntas humanas. Intentaré descifrar para ustedes los rasgos de mi persona.
Nací en el seno de una familia pobre y en una tierra difícil. Fui hijo único, y apenas pude empuñar una pala y una azada, trabajé con mis padres. Mi vida fue un ciclo de trabajo: la escuela, el campo, el estudio a la luz de una lámpara, con mi madre. Mi padre cayó muerto detrás de su arado. Mi madre fue a servir a un terrateniente para completar mi educación y prepararme para hacer carrera en la Iglesia. Entiéndanme bien: no me quejo. Fui amado y se me dispensó protección. Me educaron y endurecieron para hacer una vida sin concesiones. Pero nunca experimenté la ternura, la dulzura de una relación sin apremio. La ambición, que no es más que otro nombre del instinto de supervivencia, siempre me estimuló, induciéndome a avanzar sin descanso.
Para mí, la vida en el seminario y en la Iglesia fue una experiencia llevadera. Estaba acostumbrado a estudiar y a soportar las duras disciplinas de la vida campesina. Incluso mis pasiones de adolescente estuvieron amortiguadas por la fatiga y el aislamiento, y las relaciones poco efusivas entre mis padres. Como ustedes ven, para mí fue fácil aceptar sin discusión (y lo digo francamente, sin un examen crítico) las interpretaciones maximalistas y rigoristas de la ley, la moral y la exégesis bíblica, que eran usuales en la educación clerical de la época.
Y así me ven, queridos hermanos, convertido en el paradigma del clérigo perfecto, ante mí el camino abierto para llegar al obispado, a una designación en la Curia, a un lugar en el Sacro Colegio. Nadie pudo jamás sugerir siquiera el más mínimo escándalo en mi vida privada. Mi enseñanza fue tan ortodoxa como la de Tomás de Aquino, de cuyas obras fui el copista más diligente. Paso a paso fui iniciado en la vida política de la Iglesia, en los ejercicios que preparan a un hombre para el poder y la autoridad. Algunos de ustedes me protegieron a lo largo de esa iniciación, y finalmente me eligieron para el cargo que ahora ocupo.
Pero estaba sucediéndome algo más, y no tuve la inteligencia necesaria para percibirlo. Estaban secándose los pequeños resortes de la compasión en mi carácter. La capacidad de afecto y de ternura estaban marchitándose como las últimas hojas del otoño. Lo que era todavía peor, la atmósfera desértica de mi propia vida espiritual se reflejaba en la condición de la Iglesia. No necesito explicarles lo que ha sucedido, lo que continúa sucediendo. Ustedes lo leen día tras día en los informes que llegan a sus despachos.
Les diré cómo juzgo mi propio papel en el fracaso. Creí ser un buen pastor. Impuse disciplina al clero. Me negué a hacer concesiones al espíritu libertino de los tiempos. No acepté el cuestionamiento de los eruditos o los teólogos a las doctrinas tradicionales de la Iglesia... Fui elegido para gobernar. Un gobernante debe ser el amo en su propia casa. Eso creía yo. Y actué en consecuencia, como todos saben. Y ahí estuvo mi gran error. Había olvidado las palabras de Nuestro Señor:
"Les he revelado todo lo que mi Padre me dijo, y por eso les llamo mis amigos...". Había invertido el orden de las cosas establecido por Jesús. Me había asignado el papel de amo, y no el de servidor. Había tratado de hacer de la Iglesia, no un refugio para el pueblo de Dios, sino un imperio de los elegidos, y como tantos otros constructores de imperios, había convertido la tierra fértil en un desierto de polvo, del que yo mismo no podía escapar.
Todos saben lo que sucedió después. Me interné en un hospital para someterme a una intervención quirúrgica. Se ha comprobado que esta intervención, que ahora es muy usual y arroja un índice muy elevado de éxitos, determina un profundo efecto psicológico en el paciente. Esta es la experiencia que ahora deseo y necesito compartir con ustedes. Es una experiencia que revierte sobre mi niñez y está relacionada con la narración de San Juan, cuando explica cómo Jesús resucitó a Lázaro de entre los muertos. Todos conocen de memoria la narración. Imaginen, si pueden, el efecto de ese relato sobre un niño pequeño, alimentado con los relatos fantásticos de los campesinos reunidos alrededor del fuego.
A medida que crecí, esa historia suscitó más y más interrogantes en mi mente, todos acuñados en los términos de la tecnología escolástica en la cual se me había educado. Me pregunté si Lázaro había sido juzgado, como todos seremos juzgados por Dios en el momento de la muerte. ¿Había tenido que afrontar otra vida y otro juicio? ¿Había visto a Dios? ¿Cómo soportaba la experiencia de verse arrancado de esa visión beatífica? ¿De qué modo esa experiencia de la muerte teñía el resto de su vida?
¿Comprenden, hermanos, dónde llegamos? Salvo el hecho de morir, yo afronté la experiencia de Lázaro. Quiero explicarla a ustedes. Ruego a todos que me acompañen. Si nuestras mentes y nuestros corazones no pueden confluir en un asunto que se refiere a la vida y la muerte, en verdad estaremos perdidos y sin rumbo.
No es mi intención fatigarlos con reminiscencias del cuarto de un enfermo. Quiero decirles sencillamente que llega un momento en que uno comprende que se dispone a salir de la luz para hundirse en la oscuridad, a salir del conocimiento para entrar en la ignorancia, sin la garantía del retorno. Es un momento de claridad y quietud, en que uno sabe, con extraña certidumbre, que lo que le aguarda es bueno, benéfico y cálido. Toma conciencia de que ha sido preparado para ese momento, no por nada que uno mismo haya hecho, sino por el don mismo de la vida, por la naturaleza de la vida misma.
Algunos de los que están en la sala recordarán el prolongado proceso contra el distinguido jesuita, el padre Teilhard de Chardin, sospechoso de herejía y durante mucho tiempo silenciado en el seno de la Iglesia. En mi celo de clérigo joven, aprobé lo que se le hacía. Pero, y esto es lo extraño, en ese momento de inmóvil claridad antes de entrar en las sombras, recordé una frase escrita por Chardin: "Dios hace que las cosas se forjen ellas mismas".
Cuando, a semejanza de Lázaro, fui arrancado de la oscuridad, cuando permanecí cegado por la luz de un nuevo día, comprendí que mi vida jamás volvería a ser la misma.
Queridos hermanos, les ruego que entendiendan que no estoy hablando de milagros o revelaciones privadas o experiencias místicas. Estoy hablando de la 'metanoia', de ese cambio del yo que sobreviene, no contrariando la impronta genética, sino precisamente a causa de ella, a causa de la impronta de Dios. Nacemos para morir; por consiguiente, de un modo misterioso, se nos prepara para la muerte. Del mismo modo, avanzamos hacia cierta armonía con los más grandes misterios de nuestra existencia. Sea cual fuere mi naturaleza, sé que no soy una envoltura de carne con un alma en su interior. No soy el junco pensante de Pascal con un viento espectral que me traspasa.
Después del cambio que he descrito, era todavía yo mismo, entero y completo, pero con un yo renovado y cambiado, del mismo modo que la irrigación cambia el desierto, del mismo modo que una simiente se transforma en una planta verde en la tierra oscura. Había olvidado lo que era llorar. Había olvidado lo que era entregarse al cuidado de manos afectuosas, regocijarse ante la visión de un niño, agradecer la experiencia compartida de la edad, la voz reconfortante de una mujer en las horas sombrías y dolorosas.
Y entonces -¡tan tardíamente en la vida!- comencé a comprender lo que el pueblo necesita de nosotros, de sus pastores, y lo que yo, que soy el Supremo Pastor, tan rígidamente les había negado. No necesitan más leyes, más prohibiciones, más advertencias. Actúan del modo más normal y más moral por obra del corazón. Ya exhiben la impronta de Dios. Necesitan una atmósfera de amor y comprensión en la cual puedan crecer hasta cumplir toda su promesa, lo cual, mis queridos hermanos, es el verdadero sentido de la salvación.
Permítanme hacerles, sin rencor, el doloroso reproche que me hizo un sacerdote que está librando una batalla solitaria para continuar en el ministerio: "Usted es el Supremo Pastor, pero no ve a las ovejas, ¡sólo ve una ancha alfombra de lomos lanudos que se extiende hasta el horizonte!"Me reí, como ustedes ríen ahora. Él era y es un hombre muy divertido; pero estaba diciéndome una amarga verdad. Yo no era un pastor. Era un supervisor, un cuidador, un juez que dictamina sobre la carne o la lana, todo menos lo que estaba llamado a hacer. Una noche, antes de dormirme, leí de nuevo la primera epístola de San Pedro, cuyos zapatos ahora calzo:
"Sean pastores del rebaño que Dios les dio. Procedan como Dios desea que se haga; no por imposición, sino con buena voluntad, no por sórdida ventaja, sino generosamente, no como un tirano, sino dando el ejemplo al rebaño".La lección fue clara, pero no estaba tan claro cómo debía aplicarla. ¡Mírenme! Estoy aquí, prisionero en una milla cuadrada de territorio, aherrojado por la historia, estorbado por el protocolo, limitado por consejeros que dicen palabras prudentes, rodeado por toda la crujiente maquinaria del gobierno, la que hemos construido en el curso de los siglos. No puedo escapar de todo esto. Por lo tanto, debo trabajar desde el interior de mi propia cárcel.
Después de rezar mucho y de examinar mi conciencia, he decidido aplicar un programa de reformas de la propia Curia. Deseo convertirla en un instrumento que sea verdaderamente útil al pueblo de Dios. Las designaciones que he anunciado hoy son el primer paso de ese programa. El siguiente es fijar las normas que guiarán nuestra acción. Ahora las formularé para ustedes. La Iglesia es la familia de los creyentes. En un simbolismo más profundo, es un cuerpo al que todos pertenecemos y que está encabezado por nuestro Señor Jesucristo. Debemos cuidar unos de otros en el Señor. Lo que no contribuya a ese cuidado, lo que lo estorbe, debe ser y será abolido.
Propongo comenzar con la Congregación para la Doctrina de la Fe, cuya elevada y única misión es mantener pura la enseñanza que nos fue legada por los tiempos apostólicos. La congregación ha sido reformada y rebautizada varias veces por los últimos Pontífices. Sin embargo, me veo obligado a sacar la conclusión de que está irremediablemente mancillada por su propia historia. Se la siente todavía como una inquisición, un instrumento represivo, un tribunal de denuncias en el seno de la Iglesia. Se atribuye un carácter secreto a sus procedimientos, y algunos de éstos son básicamente injustos. De modo que, mientras exista esa imagen, la Congregación hace más daño que bien. En el bautismo, todos hemos recibido la libertad que corresponde a los hijos de Dios. Por consiguiente, en esta familia no puede prohibirse la formulación de ninguna pregunta, la celebración de ningún debate, mientras se realice con amor y respeto, porque en definitiva todos nos inclinamos bajo la mano extendida del mismo Dios que impuso calma a los mares embravecidos, y ellos se calmaron.
Queridos hermanos, ha habido en nuestra historia muchas ocasiones -¡muchísimas en la mía!- en que pretendimos afirmar una certeza cuando no existía tal cosa, cuando en efecto no existe ahora. Nuestro venerable predecesor -Jean Marie Barrete, francés, Papa Gregorio XVII, renunciante- no dijo la última palabra sobre el control de la natalidad. No podemos contemplar con ecuanimidad la explosión de la población humana sobre la tierra y la destrucción por el hombre de los limitados recursos del planeta. Es ocioso e hipócrita imponer el control sexual como correctivo a personas que viven en el límite de la supervivencia. No debemos intentar crear revelaciones que no poseemos. No debemos imponer a los problemas humanos, al amparo del sentido práctico o de un aparente orden moral, soluciones que originan más problemas de los que resuelven.
Sobre todo, debemos demostrar profundo respeto y consideración cuando nos acercamos a ese sacramento del que, para bien o para mal, nosotros mismos nos hemos excluido, el sacramento del matrimonio y todo lo que corresponde al mismo en la relación entre los hombres y las mujeres. A menudo tengo la impresión de que por lo que se refiere a las relaciones sexuales de los seres humanos, más bien deberíamos buscar consejo que ofrecerlo.
Éstas son sólo algunas de las razones por las cuales deseo comenzar nuestras reformas por la Congregación para la Doctrina de la Fe, porque precisamente allí se inhibe el debate necesario y se apartan del foro público las discusiones, para sepultarlas en un ámbito privado.
Permítanme destacar, en esta asamblea de hermanos, que me adhiero férreamente a los antiguos símbolos de la fe, a esas verdades esenciales por las cuales murieron nuestros mártires. Me aferro también a otra certidumbre, la certidumbre de la duda, la certidumbre de la ignorancia, porque la más insidiosa de todas las herejías fue la de los gnósticos que afirmaron que conocían un camino especial que los acercaba a la Mente de Dios. No poseemos ese saber. Lo buscamos en la vida y en las enseñanzas del Señor, en las tradiciones de los Padres -y en esto quiero ser muy claro- en el enriquecimiento de nuestra experiencia, la misma que, si Dios lo quiere, traspasaremos a otras generaciones.
No somos una Iglesia asediada. Somos la Iglesia que es Testigo. Lo que hacemos y decimos debemos hacerlo y decirlo públicamente. Sé lo que ustedes me dirán: que hoy vivimos sometidos constantemente al escrutinio de las cámaras de la televisión y de los periodistas y comentaristas que buscan el sensacionalismo. Y que por eso mismo somos vulnerables a que nos citen y nos interpreten erróneamente. Recuerdo a todos que nuestro Señor y Maestro no vivió una situación distinta. Precisamente en este espíritu de apertura y caridad y con discreta consideración, propongo examinar todas las funciones de los dicasterios. Este proceso será iniciado por un Motu Proprio, y será publicado antes de fin de año.
Sin embargo, ahora mismo debemos resolver una cuestión. No se menciona específicamente en el Ordo, pero se le ha concedido un tiempo. Ustedes recordarán que la víspera del día que partí para la clínica, les dije que mi abdicación ya estaba redactada, y que ustedes, los miembros del Sacro Colegio, gozarían de la libertad de juzgar si yo era competente para continuar como Pontífice. Ustedes me han visto. Me han escuchado. Lo que les ofrezco no es un desafío, sino una decisión que deben adoptar con la conciencia tranquila. Si ustedes creen que soy inepto, deben aceptar mi abdicación. No crearemos una situación dramática. Abdicaré en el momento y del modo que a ustedes les parezca adecuado.

Mostró a todos un documento doblado, de modo que cada uno pudiese ver el ancho sello colgante pegado al papel.
- Esto, escrito por mi propia mano, es el instrumento de la abdicación. Placet ne fratres? (¿Lo aceptan, hermanos?)
Hubo un largo silencio, y entonces el Cardenal Agostini formuló la primera respuesta:
- Non placet (No acepto).
Después no se oyeron otras voces, sólo un batir de palmas prolongado y continuo; pero en una habitación tan espaciosa y con un público tan heterogéneo, era difícil saber quién aplaudía y quién aceptaba lo inevitable.

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