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jueves, 23 de enero de 2014

Ardiente e infinita paciencia

 
Un texto llamado "Torres Góticas", escrito por el Padre Fortea, trata sobre una Iglesia alterna en el futuro, totalmente diferente tal como la conocemos, con un suceso que perfectamente hubiera sucedido. Esta vez, compartiré un fragmento lleno de humor, que en el fondo esconde una gran lección.
A más de alguno, le falta la paciencia y recurre a la agresividad, o bien, toma el sarcasmo para que la otra se retuerza de rabia. Yo optaría por la segunda opción, que es más humorística y alternativa, pero lo malo es que también es un tipo de agresividad. Agresividad encubierta pero agresividad. Mejor no digan nada si la elegí, también soy persona como cualquier otro, por lo que soy frágil y no estoy exento de culpa.
No es nada fácil, pero cuando uno cae en faltar a la caridad, que no significa asistencialismo sino amor al otro, a veces cuesta mucho enmendarse o arrepentirse, ya sea porque me ofendió o porque él empezó primero. En cosas como esta, nunca importará quien empezó primero.
También cuesta mucho al hacerse un examen de conciencia, tener un pensamiento de bendición o de "desearle el bien" a quien te ofendió. ¿Quién te dijo que ser cristiano sería fácil?
 
 
<<El cardenal se llevó los dedos al entrecejo y cerró los ojos. Estaba cansado. La construcción eclesiológica que se estaba fraguando en el Concilio, encauzaría los esquemas eclesiales durante, al menos, una generación. Pero aunque los pensamientos del cardenal eran muy profundos, la mujer que estaba en el asiento de su izquierda, le interrumpía de vez en cuando. Se ve que la señora de unos cuarenta años y cara amargada estaba aburrida y tenía ganas de conversar.
La mujer sentada a su lado sólo sabía de Henry que era cardenal, él mismo se lo había dicho cuando ella le había preguntado si era un cura, y después le habia seguido interrogando acerca de su profesión. Pero aquella mujer de labios hinchados por el botox, se hallaba muy lejos de poder entender los pensamientos del prelado sentado a su lado. Y no sólo ella no comprendía, sino que además era una nueva rica sabionda que quería enseñarle a él cómo dirigir la Iglesia. "Así que cardenal, ¿eh?". La mujer cuarentona de cara esquelética y prematuramente arrugada, se pasó todo el rato dándole consejos acerca de cómo hacer su trabajo cardenalicio. Al final, Henry se había puesto a leer un libro para no tener que oírla. Pero ahora, durante la comida, le resultaba imposible leer y comer. Así que, como un acto de penitencia casi cuaresmal, se aprestó a escucharla con la mayor paciencia que pudo. En un momento de la conversación, ella, molesta por el último comentario de aquel clérigo que le parecía un engreído, se atrevió incluso a decirle con refinada malignidad:
- Y no espere, padre, que de aquí en delante dé la más mínima limosna a la Iglesia.
- Me sorprende. ¿Puedo preguntar por qué?
- Vamos, padre. Voy a dar yo una limosna, para que usted después viaje en primera clase. ¡Por favor!
- Mire, si usted supiera la cantidad de veces al año que tengo que atravesar el Atlántico, comprendería que, aun viajando en este asiento más ancho, esto supone un esfuerzo agotador. Un tormento para mi columna y para la circulación de mis piernas. Este año he atravesado el Atlántico ocho veces. Dieciseis veces con las idas y vueltas. Y una vez a Asia.
- No, si encima tienen excusa para todo. Ya lo sabía.
- Cualquier empresa de tamaño medio tendría compasión de uno de sus trabajadores, e intentaría, al menos, hacerle los viajes un poco más cómodos. Por eso y sólo por eso, estoy sentado aquí. Se lo aseguro con todo mi corazón.
- Ya, ya. Me gustaría saber cuánto gana.
- Mire, mi sueldo no es ningún secreto. Gano el doble de lo que gana el portero que vigila la entrada de la conserjería del edificio donde trabajo. Y menos del doble que cualquier jardinero del Vaticano.
- ¿Y le parece poco?- Para mí es más que suficiente. Pero en cualquier multinacional, alguien que hace mi trabajo, con mi preparación y antiguedad, gana en un mes mi salario de noventa meses. Y eso como mínimo. Se lo digo porque lo sé, no es que lo imagine.
- Noventa meses. ¿Acaso ha hecho usted la cuenta?
- Sí, he hecho la cuenta.
- Va usted en primera, se pega la vida padre y encima voy a tener que darle las gracias. Pero qué cara tienen ustedes. Además, ¿por qué le estoy tratando de usted? Que sepas que se te va a acabar el vivir del cuento pronto.
El cardenal escuchó aquello sin pestañear. Ya había acabado su postre. Bebió un poco de vino tinto de su copa. Se secó los labios con la servilleta y le dijo en voz baja, muy baja:
- Escucha, vieja bruja, tienes suerte de que estemos en un avión. Si no, yo mismo te desplumaría aquí como a una gallina. Me encantaría agarrarte por el pescuezo y ver cómo cacareas.
Dicho lo cual, tomó el libro que había estado leyendo, se levantó y se fue a un asiento libre situado dos filas más atrás.
Al aterrizar, el cardenal, como siempre, no hizo cola ante las casetas de la policia de aduanas. Se metió directamente al control de pasaportes diplomáticos. No pudo evitar mirar hacia atrás. Allí estaba la señora de los labios hinchados, esperando en una larga cola a que su pasaporte fuera revisado. Le quedaban, por lo menos, quince minutos de espera. Al cardenal le dieron ganas de hacerle, desde allí, una peineta, o, al menos, alguna variante de gesto más elegante pero grosero de similar significado. Pero se limitó a sonreirle a lo lejos. Aunque, discretamente, sostuvo su pasaporte diplomático un poco más alto y más tiempo del necesario, para que ella lo viera aquella arpía y se reconcomiera por dentro todavía un poco más.
En la zona de recepción de viajeros, le esperaba el nuncio con dos monseñores. Sin perder tiempo, se dirigieron al coche. Desde las ventanillas se veía fuera todo blanco. Estaba cayendo una fuerte nevada. El limpiaparabrisas barría con energía los copos, que como insistentes plumones se posaban en el cristal. Henry se reclinó sobre el asiento y trató de descansar. Tenía que descansar. Dentro de dos días llegaría el Papa al Concilio. Debía cumplir muchos encargos, antes de que Su Santidad pusiera su pie en la sala de la asamblea conciliar. Lo cierto es que se encontraba muy cansado, tremendamente cansado. En ese momento, se hubiera metido en la cama a dormir. Sentía que hubiera podido dormir sin interrupción durante doce horas. Pero bien sabía que hasta dentro de, al menos, siete horas eso sería imposible. Esa tarde ya tenía algunos encuentros.
Entre las citas de su agenda para esa tarde, encontró tiempo para confesarse. Se confesó, sin demasiado arrepentimiento, de haber pecado ese día con la lengua contra la caridad. Henry logró (no sin esfuerzo) excitar en él un justo dolor por la falta cometida. Más arduo le resultó tener pensamientos caritativos hacia aquella mujer. Lo que nunca sabría Henry, es que lo que el le había dicho a la mujer en el avión, ella lo contaría con rabia varias veces a todas sus amistades y familiares que quisieron escucharla en los dos años siguientes.
- ¡¡Te llamó bruja!!
- Sí, sí, como lo oyes.
- ¿¿Y urraca??
- Con todas sus letras. Qué marrano.
Lo contó, entre cigarrillo y cigarrillo, en el sofá de su salón, en la cafetería, en una fiesta y en la peluquería. Al menos, mantenía una notable fidelidad histórica, sin enriquecerlo con nuevos detalles. El Cardenal Williams desconocía la desabrida llamita de rencor que aquella vestal de la ordinariez mantenía viva. Tampoco se enteraría nunca de que dos años después, una nuera de la mujer que escuchaba la historia, le dijo a ella que el cardenal se había quedado corto, que ella era peor que una bruja y que una urraca. Las palabras le provocaron ira y rabia en ese momento, pero lloros por la noche. Y ese llanto y ese dolor iniciaron un proceso de revisión de toda su vida. El proceso duró medio año y acabó con la vieja urraca convertida en una fiel y generosa colaboradora de las monjas de la Madre Teresa de Calcuta. Pero ésa es otra historia. Una historia que ni sus dos anteriores maridos ni el Cardenal Henry Williams, sabrían nunca.>>

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