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domingo, 2 de noviembre de 2014

El Tabú de la Muerte.


Se presume de tolerancia y de hablar de todos los temas, incluso con el cuento de la homosexualidad a los niños con un cuento infantil, ni yo me creo el cuento (y ya lo leí después de buscarlo). Se habla de sexo y de crítica a todo, pero lo que menos se habla o al menos, le hacen el quite, es a la muerte o como decía San Francisco, la "Hermana Muerte". Si hablas de la muerte, mínimo te harán callar o te dirán que eso es de mala suerte y que no seas "pájaro de mal agüero".
Todos le tenemos algo de miedo. Es cierto, nadie sabe como se siente. Solamente sabe de alguna que otra experiencia sobrenatural. Más que nada, lo sabemos solo la parte del que ve la muerte, el que sufre cuando se nos muere alguien o cuando consolamos a alguien.
Es un tabú que se ha hecho presente en toda la historia, rebasando incluso los terrenos sociales. Como ejemplo, en Japón los que trabajan el Nokanshi son despreciados aunque deberían ser respetados. Es un trabajo ceremonial de las agencias funerarias, preferentemente budistas, en el que lavan, visten y maquillan al difunto en presencia de sus seres queridos, pero sin dejar la piel del cadaver al descubierto, como si aquello no fuera un trabajo sino un rito religioso en el que se necesita esmero, delicadeza, sensibilidad y respeto. Es como volver a dar vida a la muerte, para un viaje. Algo que incluso rompe los límites de las variadas teologías: distintas, pero unidas en torno a la muerte en la que la ven no como una tragedia, sino como un paso. Y de paso, este es un trabajo del que muchos lo practican, algunos les averguenza decirlo por temor al rechazo, pero es un trabajo que se gana muy bien.
A modo de paréntesis del párrafo anterior, recomiendo la película "Okuribito" ("Despedidas", también conocida como "Violines en el Cielo" o "Final de Partida"). Una comedia dramática casi rayando entre el humor negro y lo escatológico pero con una profunda humanidad, y trata efectivamente del Nokanshi. Es algo triste en ocasiones (lágrimas aseguradas, aviso de antemano, aunque no se si por las escenas o por la bella música de Joe Hisaishi), pero pocas veces hay películas como esta que dan a conocer la cultura japonesa.
Algo parecido sucede con otras culturas al no tocar carne muerta o el rechazo de quienes trabajan en ello (ya sean carniceros o en agencias funerarias) por considerarlo como impuro, pero olvidamos que lo impuro no es lo que entra en una persona, sino lo que puede de la persona, especialmente cuando del corazón brota maldades como el desprecio, la indiferencia, las violaciones, el asesinato, etc.
Al menos, lo que se vive al morir cuando se nos muere alguien es: dolor, lágrimas, sentirse... tan solo, con la mochila pesada, finitud, o alguna recriminación al Cielo (y es válido, tenemos todo el derecho de hacerlo) pero también se vive el consuelo, el cariño, la ternura (si, aún en la muerte se ve la ternura), alivio, y ayuda, ayuda para interpretar este gran silencio de Dios. Calla, pero no dándote la espalda, sino para verte en acción o quizás, tenemos algo de sordera y no le podemos oir.
De esto, solamente recuerdo de memoria las palabras de una Plegaria Eucarística del Misal, que tan perfectamente describe la esperanza que Cristo nos prometió no dándonos la respuesta de la muerte sino muriendo en la cruz y resucitando al tercer día: "El vive ahora junto a ti y está también con nosotros. El vendrá lleno de gloria al fin del mundo y en su reino no habrá ya pobreza ni dolor, nadie estará triste, nadie tendrá que llorar".

PD: No me contuve las ganas de publicar el video explicativo del Nokanshi (aunque no sea mío). El actor protagonista tuvo que aprender a realizar el Nokanshi, paso a paso, con la música de la película de fondo. Por cierto, esta pelicula ganó el Óscar como Mejor Película de Habla No Inglesa.


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sábado, 1 de noviembre de 2014

Fragmento 3 (último) de "Torres Góticas": 'La dureza de las piedras romanas'.


Como nunca, ayer no me quedé hasta el final del concierto, me tuve que retirar porque me sofocaba con tanta calor y debía comprar salsa para la comida de la perrita de los vecinos que está de visita.
Hoy termino de publicar sobre la novela "Torres Góticas" con la excomunión de los que se adhirieron al "Cisma Romano" no con la entrega de un documento, sino con un rito de excomunión, como en antaño. Era una celebración vivida de duelo, por eso es tan triste el día de las iglesia protestantes al apartarse para siempre de la Iglesia de Cristo. Las divisiones siempre son una derrota, además que Satanás siempre es el que divide y confunde. Lutero amaba la Biblia tanto como Lefebvre amaba la Tradición, pero ambos hicieron un daño enorme a la unidad de la Iglesia, como tantos otros excomulgados.
Por eso, siempre se pide orar por ellos, y no esas descalificaciones. Se debe condenar el error y nunca al errado, por muy alto que sea su grado de error. Al final, confesamos creer en el mismo Señor. Pero como escribí ayer, guardo la esperanza que algún día estas divisiones se terminarán para siempre y ya no habrá necesidad de excomuniones ni sanciones canónicas, porque todo el Pueblo de Dios estará con Él para siempre y serán esas gentes de todas las naciones y épocas que cantarán "Santo es el Señor" por todos los siglos.


27 de noviembre de 2029.

<<El Cardenal Williams entró en la sacristía de la Basílica de San Pedro del Vaticano. No en la sacristía general, más grande, que ya estaba llena de sacerdotes y obispos, sino en una más pequeña reservada a los cardenales. Al llegar, saludó serio a los que allí estaban con una inclinación de cabeza. El ambiente que reinaba era muy serio, más serio que nunca. Incluso la iluminación parecía más apagada; aunque, sin duda, este detalle se debía a una sensación psicológica.
Durante dos semanas la Curia Romana había contenido la respiración. ¿El Sínodo seguiría adelante con sus ideas de ruptura? ¿El Papa cumpliría la amenaza de excomulgar a sesenta y siete obispos? La Iglesia entera miraba expectante el desenlace del pulso echado a Roma. Ahora, el 27 de octubre de 2029, tras todo tipo de exhortaciones, tras varias conminaciones, tras el envío posterior de dos legaciones, había llegado el día.
Henry se fue revistiendo sin prisas con todos los ornamentos propios de su rango cardenalicio. La vestición con el alba, capa pluvial y mitra, le llevó dos minutos. Siempre realizaba este acto de forma cuidadosa. El amito de lino debía cubrir bien con su blancura las prendas inferiores. El nudo del cíngulo debía hacerse bien, tenía su simbolismo. Todos estos pasos que le marcaban las distintas prendas, los hizo fijando su vista hacia la larga mesa de madera oscura donde estaban exquisitamente plegadas todas las prendas. Sólo después de colocarse la mitra, miró al resto de cardenales presentes que aguardaban en silencio. Era patente que todos mostraban un rostro apenado y sombrío.
En menos de dos minutos, el Papa llegó. Apenas perdió tiempo en saludos. Fue directo hacia las prendas litúrgicas que le aguardaban en el centro de un tablero. Un tablero cubierto de terciopelo bajo un tríptico que representaba a San Francisco reconstruyendo la Iglesia. Mientras el Papa se colocaba las borlas de su cíngulo hacia atrás, metiéndolas por dentro de dos lazos que formaban las vueltas de ese cordón blanco, sus ojos se fijaron en la gran escena central del tríptico que tenía frente a sí. Las pupilas castañas de Clemente XV, habían perdido brillo, pero se pasearon por las historias relatadas en las escenas laterales menores. Representaban a distintos fundadores de órdenes, construyendo partes del gran edificio de la Iglesia.
El Papa se revistió lentamente, meditativo, después se arrodilló ante el crucifijo que tenía delante y esperó a que sonara el carillón del reloj. En cuanto, el reloj tocó los seis sones que correspondían a las seis de la tarde, el Santo Padre se levantó, se persignó, y los presentes se colocaron en dos filas. La procesión comenzó a caminar hacia el portón de salida enmarcado de mármol travertino con vetas rojas. En cuanto la procesión de cardenales apareció en la sacristía general, se puso en marcha la doble fila de obispos y sacerdotes que allí ya esperaba. La procesión avanzó por el centro de la Basílica de San Pedro del Vaticano en mitad de un insólito silencio. No había cantos, no tocaba el órgano, una nube de pesadumbre envolvía a la gente que esperaba en los bancos.
Cuando llegaron al presbiterio, el Cardenal Williams contempló el triste espectáculo de los elementos dispuestos delante de ellos para proceder a la ceremonia de excomunión de los cincuenta y siete obispos rebeldes. De los setenta y ocho obispos que, en un primer momento, se adhirieron al Sínodo de Jerusalén, veintiuno se habían retirado tras las admoniciones oficiales de que se iba a proceder a su excomunión. Esos veintiún obispos que se retiraron, habían pretendido manifestar su disensión, su malestar, pero ahora afirmaron no querer acabar sus días fuera de la Iglesia. Una cosa era protestar, otra muy distinta era ser expulsados del Cuerpo Místico. Los disidentes contemplaron contrariados como la retirada de esa veintena de colegas. Retirada escalonada en los días que mediaron entre las primeras admoniciones y las últimas.
Ahora ya no había posibilidad de marcha atrás para el papado. Había empeñado su autoridad en la promesa de castigar con las máximas penas espirituales a los pertinaces lobos que dividían al rebaño, solo restaba usar el poder otorgado por Jesucristo. El Papa no sólo había querido excomulgarlos, sino hacerlo con toda la solemnidad posible. Normalmente las excomuniones se realizaban firmando y sellando una bula. La Curia, esta vez, le había animado al Papa a hacer de ese acto jurídico un acto ritual. La sociedad necesita signos, le habían repetido los cardenales. Firmar un papel es algo frío, en este caso se requieren imágenes. La televisión precisa de imágenes. Lo que no aparezca en una imagen, es como si no existiese. La opinión pública guarda en su retina las escenas vistas en los noticias de los obispos reunidos en Jerusalén. Ahora debemos ofrecer una contra-imagen a las fotos de esas mitras reunidas en aquel hemiciclo dentro de un monasterio. Sí, los sediciosos serían apartados de la Iglesia de un modo ritual. Habían entrado a ella a través de los ritos del bautismo y el sacerdocio, esos obispos rebeldes saldrían de ella con deshonor a través de otros ritos. Para todo el mundo, quedaría claro que ellos ya no representaban el Mensaje de Jesús, que no eran parte del rebaño, que no formaban parte de los defensores de la sagrada tradición ininterrumpida.
El Cardenal Williams tenía dispuesto su asiento a la derecha del Papa. Había subido los escalones del presbiterio con la cabeza algo inclinada. Ahora levantó sus ojos hacia la nave central de la basílica. Justo delante del presbiterio, cerca de donde comenzaban los escalones forrados de tela, había seis candeleros, grandes, pesados, dorados, sosteniendo cada uno un cirio. El seis representaba un número no pleno. Esos cirios representaban de forma simbólica a los cincuenta y siete prelados a cuya excomunión se iba a proceder. La nave de la basílica estaba menos iluminada que otras veces. Ni siquiera estaba llena. Sólo había mil personas en los bancos en representación del pueblo fiel. Mil personas congregadas para una ceremonia que no era ni una misa, ni una celebración de la Palabra. No se habían reunido para alabar el nombre de Dios, ni para pedirle perdón por los propios pecados, se habían reunido para presenciar una brevísima ceremonia de excomunión.
El Romano Pontífice, revestido una mitra y una capa de color morado, para simbolizar la necesidad de hacer penitencia por la muerte espiritual de los cismáticos. El Papa tenía a seis cardenales sentados en cada uno de sus flancos. Todos revestidos con capas y mitras mostraban un continente grave acorde con la ocasión. En torno al presbiterio, cien obispos revestidos de hábito coral. El espacio entre los prelados y el pueblo fiel estaba ocupado por unos doscientos sacerdotes. Todos los detalles habían sido supervisados con esmero, porque quince cámaras de televisión retransmitían esa ceremonia para todo el mundo.
Roma daría un mensaje claro al mundo: en la Iglesia cabía todo, todas las espiritualidades, todas las formas de pensar, todas las mentalidades y todas las estéticas, pero no se toleraría a los desobedientes. Los sembradores de división no tenían lugar en la Casa de Dios. Toda comunidad necesita de una cierta disciplina para mantenerse unida. La Santa Sede dejaría así patente que iba a seguir ofreciendo comprensión y acogida a todos, pero también castigos espirituales cuando así fuera necesario.
La Curia había cerrado filas alrededor del Vicario de Cristo. Como le dijeron al Papa varios prefectos de dicasterio: Este tipo de acciones son necesarias de vez en cuando. Si no, los pastores llegan a la convicción de que pueden hacer cualquier cosa, de que hagan lo que hagan, desde la Urbe no se va a reaccionar. Varios arzobispos del mundo avalaron la acción papal, diciendo que si no se obraba así, no sólo habría fractura por el lado del conservadurismo, sino otra por el lado del progresismo. Una misma ceremonia dejaría bien manifiesto a unos y a otros, que no se toleraría el quebrantamiento de las leyes canónicas.
Un joven acólito se acercó a la sede papal y sostuvo abierto un libro de grandes páginas. In nomine Patris et Filii et Spiritus Sanctus, comenzó el Romano Pontífice con voz vigorosa, firme, potente a pesar de sus setenta y ocho años. A eso siguió el Confiteor (Yo Confieso) y el Kyrie Eleison (Señor, ten piedad). Tras lo cual se sentaron y se realizó una sola lectura. Una lectura de la primera carta a Timoteo, capítulo I:
“¡Al Rey eterno y universal, al Dios incorruptible, invisible y único, honor y gloria por los siglos de los siglos! Amén. Hijo mío, te hago esta recomendación, conforme a lo que se dijo de ti por inspiración de Dios, a fin de que luches valientemente, conservando la fe y la buena conciencia. Por no haber tenido una buena conciencia algunos fracasaron en la fe, entre otros, Himeneo y Alejandro, a quienes entregué a Satanás para que aprendieran a no blasfemar”.
Tras esta única y breve lectura. El Papa dio un sermón que no superó los cuatro minutos. Habló de que los sembradores de la discordia ya no eran más mensajeros de Dios, sino profanadores de los invisibles lazos de comunión que mantenían unido el edificio divino sobre la tierra. El acto que han realizado esos administradores de la Casa de Dios es gravísimo, dijo en un momento dado, por eso podemos afirmar que la Justicia Divina tendrá más misericordia de los pecadores de la carne, de los pecadores por debilidad, que de los profanadores de la unidad sagrada. Las palabras del pontífice estaban teológicamente muy calculadas. El sermón decía claramente que aquellos obispos desobedientes habían quedado sentenciados en vida, a vagar fuera de los muros que contenían las gracias del Fundador de la Iglesia. Sólo la misericordia de Dios podrá ya levantar la sentencia pronunciada por mí, indigno siervo, pero Sucesor del Apóstol Pedro, dijo el Papa. Ellos dicen haber realizado estas acciones por Cristo, pero su Vicario en la tierra les arroja fuera del redil. Ellos que tenían que haber sido mensajeros de la salvación, se han transformado en símbolos de desobediencia, de división, y finalmente de traición. Ellos que tenían que haber sido la alegría de Cristo, se han transmutado en su tristeza. La Iglesia, que es madre, los expele de su seno de salvación.
Tras estas palabras, tuvo unos pensamientos de esperanza. Dijo unas paternales palabras caritativas, para concluir, en las que pidió que ese ritual que iban a realizar, tocara los corazones también duros de los desobedientes. Un duro ritual, para unos corazones endurecidos. Sin duda los obispos disidentes estarían viendo o acabarían viendo esa ceremonia en la televisión. Cuando el sermón llegó a su fin, la posición de la Iglesia había quedado nítida. Los fieles desorientados quedaban advertidos de que esos cismáticos eran una región de pastos nocivos. Todos esperaban un sermón severo, pero nadie, salvo la Curia, esperaba unas palabras tan rigurosas.
Dio comienzo el ritual de la excomunión propiamente dicho. En mitad del silencio del templo, se aproximó el acólito con el libro, lo abrió y el Sumo Pontífice proclamó con energía:
-Yo, Clemente XV, Obispo de la Diócesis de Roma, Sucesor del Apóstol Pedro, Pastor del Rebaño de Cristo, Pontífice Supremo de la Iglesia Universal, y Vicario de Cristo, por el poder de las llaves que me ha sido conferido, excomulgo a los siguientes arzobispos y obispos de la Santa Iglesia Católica.
Un diácono, desde el ambón de las lecturas, comenzó a leer la lista:
Leonard Fisher, obispo de Madrás.
Pietro Francesco Todeschini, obispo de Ceneda.
Hugo Paxton, obispo de Ayacucho.
Costas Trikoupi, obispo de Trichinopoly.
Isaac Kodjo, obispo de Illigan.
Daniel Feeny, obispo de Alep.
Y así hasta acabar de leer los nombres de los cincuenta y siete excomulgados. Una vez que la oscura lista fue agotada, una vez que se alcanzó el último nombre infaustamente inscrito, el Romano Pontífice continuó:
-Separo a esos arzobispos y obispos del precioso Cuerpo y Sangre del Señor y de la sociedad espiritual de los cristianos –hizo una pausa-. Los excluyo de nuestra Santa Madre la Iglesia en la tierra –hizo una segunda pausa-. Los declaro excomulgados y anatema. Los repruebo y los expulso con el Diablo y sus demonios.
Entonces, el Papa se acercó al primer cirio de los seis que ardían delante del presbiterio. Los cirios blancos, enhiestos, lucían bellos y silenciosos. Clemente XV alargó su mano y con un apagavelas, sin prisa, extinguió la llama del primer cirio. La mano del Vicario de Cristo prosiguió cirio tras cirio. Una a una, las llamas fueron apagándose tras exhalar un último suspiro de humo gris.
Después que la última vela quedó a oscuras, el Papa se quedó frente al último candelabro apagado y allí leyó en el ritual:
-Señor, apiádate de sus almas y que no caigan en el fuego eterno del infierno. Amén.
Desde el extremo izquierdo de los candelabros, se dirigió al flanco derecho, donde había una campana de unos cien kilos de peso, sostenida por una sólida estructura de gruesos maderos rectangulares. El acólito le pasó un martillo con maza de plata y golpeó una sola vez la campana. Con ello simbolizaba que se tañía por los muertos espirituales, marcando definitivamente, una vez más, un antes y un después.
Tras esta acción, y sin moverse de su sitio en el lado derecho, el Papa leyó:
-Señor, ten misericordia de ellos y concédeles el arrepentimiento de sus faltas, y tiempo para hacer penitencia mientras sus vidas duren sobre este mundo. Amén.
Acabado el acto de la excomunión, un diácono subió al ambón y leyó una lista de los clérigos suspendidos a divinis, además de cuatro monasterios y dos universidades sobre los que caía el interdicto. Los sacerdotes suspendidos eran los que más se habían destacado en los medios de comunicación a favor de la revuelta. A partir de ahora, se les prohibía celebrar cualquier sacramento. Las dos universidades, muy pequeñas y reaccionarias, se habían adherido de forma oficial al Sínodo de Jerusalén. A partir de ahora, con el interdicto existía una prohibición pontificia de celebrar ningún acto litúrgico en sus capillas.
Mientras la lista era leída por un diácono africano, el Papa regresó a su sede ante el Altar de la Confesión. Allí aguardó a que los últimos nombres fueran leídos. Finalizada la lista, el Papa entonó un solemne oremus, tras el cual vino la última oración:
-Oh, Dios de Justicia, te pedimos por estos hermanos nuestros, a los que acabamos de separar de la grey. Concédeles algún día el arrepentimiento para ser reintegrados en la Santa Iglesia. Y concede a tu grey el no verse inficionada por la seducción de su escándalo. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
El Papa dio la bendición, y los oficiantes y los obispos abandonaron procesionalmente el templo, cantando en gregoriano el Dies Irae.
Una vez que en la sacristía se quitaron todos los ornamentos, el cardenal Williams, el Jefe de la Casa Pontificia, el Protonotario Apostólico y dos secretarios, subieron por unas escaleras acompañando al Papa hacia el Palacio Apostólico: geometrías de mármol sobre los suelos, guardias suizos que se cuadraban y saludaban militarmente, ocho hombres vestidos de negro pertenecientes al servicio de seguridad. Iban todos en silencio. Nadie quiso comentar nada. Al llegar al Palacio Apostólico, los hombres del servicio secreto se quedaron en la entrada. Los clérigos siguieron adelante. Tras dos estancias más, entraron al despacho papal; cerraron la puerta.
Clemente XV se sentó en su mesa. Sus dos secretarios le pusieron delante una bula de la que ya pendía el sello del pescador. El documento, escrito a mano por la Cancillería Apostólica, estaba completo, sólo faltaba la firma del Romano Pontífice. Nada más escribir su nombre (los Papas no rubrican), le pusieron delante una copia del documento. La firmó sin decir nada tampoco. El original quedaría en el Archivo Vaticano, y una copia sería entregada al excomulgado Patriarca de Jerusalén. Una copia menor del documento, firmada cada una por dos monseñores de la Cancillería Pontificia que atestiguarían su autenticidad, sería entregada a cada uno de los obispos cismáticos. No había que despreciar el poder que tenía el objeto en sí mismo. Era fácil imaginarse el estado de ánimo de un obispo al recibir ese documento, al releer por la noche a solas, otra vez, la bula en la que uno quedaba apartado de la Iglesia.
La copia del documento original fue introducida por un secretario en un cilindro de cartón. Una etiqueta con unas pocas palabras latinas explicaba de qué trataba su contenido. Después Clemente XV miró a su otro secretario y le preguntó si la cita de la delegación japonesa del día siguiente había sufrido algún cambio.
-No, Santidad. El horario sigue igual.
-Muy bien. Me retiro entonces –dijo el Santo Padre corriendo la silla hacia atrás.
Los clérigos se despidieron y el Papa salió en dirección a sus aposentos>>.

viernes, 31 de octubre de 2014

Fragmento 2 de "Torres Góticas": 'Deliberaciones Atenienses'.


En el segundo fragmento de "Torres Góticas", se habla del aspecto político y necesario de la Iglesia: la diplomacia. A algunos no les simpatiza, otros la reducen a eso, y otros piensan que es un "mal necesario".
Sin embargo, es parte del diálogo y el esfuerzo para evitar conflictos armados o cismas, aunque no siempre resulta con éxito, aunque no se pierde nada. Una gran derrota de esto es el del "Caso Lutero".
El día de hoy fue tranquilo: reunión pastoral en horas de la mañana, asado de almuerzo que quedó de anoche, la visita de la perrita del vecino hasta el fin de semana, pasear por el centro y encontrarse con zombies deambulando por las calles (miento, eran chicos maquillados como tales), la misa vespertina y un concierto en que se me prohibió ingresar con la botella con agua. Insistí en ingresar con ella, pues si le dejara el agua se arriesgarían a que les pidiera de beber cada 15 minutos, pues ya desapareció el clima invernal y se está asomado tímidamente el verano, pero aceptaron gustosos que le pidiera el agua cada 15 minutos. Ingresé sin la botella, luego pregunté y me explicaron que era parte de la normativa (los liquidos que pueden caer a la alfombra la manchan). Yo pensaba que era para contrarrestar a los "bromistas" que arrojaban líquidos a la gente.
Pero no me di cuenta que el concierto era por el día de las Iglesias Evangélicas. Sin embargo, me pareció curioso que en el concierto incluyeran un himno luterano, a Félix Mendelsohnn (un judío), a Edvard Grieg (un unitarista) y a Britten (era anglicano), casi un concierto interreligioso. Ojala hubieran considerado a Bach, un luterano, al que amo escuchar sus obras con mucha devoción, más aún cuando escribía música inspirándose en Dios. Y el director, un agnóstico, aunque fue interesante notar esos detalles.
Y así como esos detalles estaban unidos en un solo concierto, confío en que llegue el día (no en uno, dos o diez años, sino tal vez muchos más) en que realmente el sueño de Cristo se haga realidad (un solo rebaño y un solo pastor) y no se produzcan más cismas en su iglesia ni más expulsiones para salvar el rebaño.


13 de noviembre de 2029.

En terreno neutral, en el Hotel Western Trip de Atenas se reúnen por un lado cuatro monseñores de la Secretaría de Estado y tres de la Congregación para la Doctrina de la Fe, todos presididos por el cardenal Williams. Por el otro lado, nueve obispos enviados por el Sínodo de Jerusalén. Henry, organizador del encuentro, hubiera preferido que se hubieran reunido en un lugar más acogedor, en algún emplazamiento agradable que favoreciera el buen ánimo para el entendimiento. Henry había pensado en una acogedora casa de religiosos salesianos en plena campiña escocesa. Un lugar que conocía bien. Ya el entorno, auténticamente delicioso, hubiera predispuesto a todos al mejor de los humores y, por lo tanto, al entendimiento. En el desempeño del arte de la diplomacia se pueden evitar muchas guerras, también guerras eclesiales.
Pero la comisión del Sínodo de Jerusalén había impuesto que el encuentro tuviera lugar a mitad de camino entre Roma y el sínodo. Y eso significaba Grecia. Roma hubiera preferido reunirse en un monasterio, pero los de Jerusalén habían puesto tantas condiciones acerca del lugar, que al final, cansados, habían optado por un hotel. Así que allí estaban los unos y los otros, en una sala de tonos crema y mobiliario moderno, sentados a ambos lados de una mesa de superficie pulida sobre la que ya colocaban los maletines y sus folios los serios miembros que formaban cada comisión.
El cardenal Williams pensó mientras sacaba papeles de sus dos carpetas y organizaba sus notas, su pluma y dos bolígrafos azul y rojo, sobre la mesa, en las muchas reuniones de ese tipo que habían tenido lugar en la Historia de la Iglesia: reuniones con luteranos, anglicanos, nestorianos, arrianos, veterocatólicos, lefevbrianos. En el pasado, encuentros de ese tipo habían conjurado tormentas, otras veces no. Nadie recordaba ya los estandartes de la división caídos y que nadie había recogido. A los sesenta y tres obispos reunidos ilegítimamente en Jerusalén, en las dos semanas siguientes se les habían unido quince más. Lo cual hacía un número de setenta y ocho. Aunque ya el goteo de adhesiones había finalizado, y era muy difícil que se sumase ninguna mitra más. La reunión dio comienzo.
El tiempo fue pasando. Las formas entre ambos bandos eran exquisitas. En el mundo civil, era difícil encontrar una confrontación en la que los oponentes tuvieran una formación tan impresionante como los que se sentaban a esos dos lados de la mesa. Todos sabían hablar más de cuatro lenguas y leer otras tres. Cada uno estaba especializado en alguna rama del saber teológico, litúrgico o histórico. Todos los presentes eran grandes intelectuales que habían acabado o gobernando varias diócesis sucesivas, o formando parte de la Curia Romana. En aquellos dos pequeños grupos, los integrantes mostraban un porte distinguido. Unos pocos iban vestidos con sotana, la mayoría con clergyman. Nadie levantaba la voz. Los minutos seguían pasando.
Se hacía raro ver a esos prelados en una sala de colores blancos y beige, en medio de una sala de decoración minimalista, ni un solo cuadro en las paredes, sólo superficies de blanca pero bella frialdad. Ellos, acostumbrados a moverse en salas medievales, decimonónicas o del quattrocento, ahora estaban sentados en aquel entorno tan moderno. Sólo cuatro grandes jarrones chinos con helechos daban un toque de color a una sala que parecía un campo nevado.
El idioma en el que hablaban durante esa reunión era el inglés. Los sentados en el lado de la mesa de los cismáticos, el inglés se pronunciaba con la dureza y aristas con que lo hablan los latinoamericanos, griegos y árabes. Mientras que al otro lado de la mesa, se hablaba con la musicalidad y suavidad con que lo hablan los italianos. Sólo Henry hablaba su propia lengua con la precisión y soltura que ofrece el haberlo hecho desde la infancia. Eso sí, con el deje propio de los australianos que, a veces, le confería un tono rudo a su habla. Habla que sonaba, por lo demás, muy británica, sino fuera por lo proclives que son los australianos a pronunciar algunas vocales de un modo tan peculiar.
Los minutos se habían ido desgranando como un lento rosario. Llevaban ya reunidos dos horas y tres cuartos. Los enviados del Vaticano se habían mostrado en todo momento muy conciliadores pues a toda costa deseaban evitar un cisma. Los obispos disidentes que tenían enfrente, eran del ala más moderada. Pues la comisión había sido escogida por votación y la mayoría de los reunidos en Jerusalén deseaban no romper la comunión.
-Reconocemos -dijo un monseñor romano- que, por nuestra parte, se han llevado las cosas al límite del Derecho Canónico, que se ha concedido a los laicos todo poder posible. Pero reconozcan también ustedes que no se ha ido más allá de los límites dogmáticos. No se ha trasgredido ningún límite que afecte a la fe.
-Lo reconocemos, no tenemos ningún empacho en admitirlo. ¡No se ha quebrantado ningún dogma! Pero ¿y la voluntad de Cristo? Su deseo era que los que han recibido el sacramento del orden, fueran los que gobernaran la Iglesia.
-De acuerdo, personalmente creo eso mismo. Pero admita usted también que la potestad de la que actualmente gozan los laicos es conforme a todos y cada uno de los cánones del Código de Derecho Canónico, y por tanto que esa potestad es válida y legítima. No le estoy pidiendo otra cosa. Excelencia, sólo le pido que admita eso.
-¡Pero no era ésa la voluntad de Cristo! -repitió crispado el obispo.
-Aquí la cuestión no es si hemos hecho bien o no. La cuestión es si esa potestad vicaria de la que gozan es válida o no.
-Nadie pone en duda su validez. Aquí de lo que se trata es de qué quería Nuestro Redentor -intervino otro de los obispos rebeldes.
-¿Qué otra cosa que la continuidad, podemos esperar de un colegio electoral con tanta presencia de cardenales-laicos? -añadió otro obispo en su apoyo-. Continuidad. El círculo está cerrado. No hay manera de quebrar este círculo vicioso. Por eso hemos decidido salir de ese círculo. No nos han dejado otra opción.
-Excelencias, podían haber expuesto sus inquietudes al Concilio. ¿Cómo se les ha ocurrido convocar ese sínodo, mientras se está celebrando una reunión conciliar universal?
-Por favor. Qué cosa nos dice. ¿Para qué íbamos a ir? ¿Para que se nos aplicara la ley de la apisonadora? ¿Para que se nos abrumase con el mero peso de unos votos? Ir, el mero hecho de ir, hubiera supuesto aceptar nuestra participación como figurantes en la escena apoteósica de nuestra derrota.
-Vamos a enfocar el problema desde otro lado –intervino el cardenal Williams-. El feudalismo con sus investiduras laicales fue una corruptela, en eso todos estamos de acuerdo. ¿Pero si ustedes hubieran vivido en esa época, hubieran provocado un cisma, si Roma no hubiera puesto remedio a las investiduras laicas?
-Por supuesto que no. Pero no es la misma situación.
-Es la misma –repuso otro monseñor romano.
-Piensen lo que quieran, pero mientras los obispos deciden qué hacer con ese problema, nosotros, obispos también como ellos, pondremos remedio por nuestra parte.
-Mire, si hacen eso, no será un enfrentamiento entre los que propugnan lo que Cristo quiso y los que le han desobedecido. Será un enfrentamiento entre el supremo poder de atar y desatar, y ustedes. Dotados de buena intención, pero dispuestos a romper la comunión en pos de su buena intención.
-Eso lo dice usted. Nosotros lo vemos de otra manera.
-Son ustedes los que se separan, no nosotros.
-Nosotros no nos vamos a ningún lado. Son ustedes los que se han alejado del recto obrar hace mucho tiempo. Nosotros nos mantenemos en lo que debe ser. No se puede expulsar a nadie por mantenerse en la tradición. El hereje es el que innova.
-Todos los herejes de la Historia han clamado que ellos no hacían otra cosa que mantenerse en la pureza –les recordó uno de los monseñores vaticanos.
-Vamos, vamos –dijo el cardenal Williams reconviniendo al colega sentado a su derecha-. Aquí nadie está hablando de herejía. Esto, en todo caso, será un cisma. Si llega a serlo. Confiamos en que el buen sentido se mantenga y todo quede en una… disensión.
-Todos deseamos eso –añadió el arzobispo sentado frente a él.
El Cardenal Williams continuó:
-Pero, bueno, permítame decirle que su sínodo de Jerusalén no va a suponer un enfrentamiento entre laicos y obispos. Aunque ustedes lo vean así, habrá obispos en ambos lados. Usted lo sabe. Sus setenta y ocho obispos disidentes son una minoría. En el lado de los laicos estarán la inmensa mayoría de los obispos... y el Papa. ¿Son conscientes de que su acción no clarificará nada?
-Al menos, la luz de la verdad resplandecerá en todas partes, gracias a los medios de comunicación. Resplandecerá, aunque muchos no la sigan –dijo uno de los disidentes-. Pero todos sabrán que las cosas no se están haciendo bien.
-Todo lo contrario, si se produce un cisma, los postulados que ustedes defienden quedarán más desprestigiados que nunca –replicó uno de los monseñores del Vaticano-. A partir de su cisma, defender que el gobierno de la Iglesia debe quedar en manos de ordenados in sacris parecerá una doctrina cismática.
-La cuestión no es lo que las cosas parezcan, sino la verdad –dijo otro de los obispos disidentes-. ¿Acaso no piensa usted, que Cristo quería que los clérigos fueran los que gobernaran su barca? Se lo pregunto a usted: ¿qué es lo que piensa?
-Sí, efectivamente, no tengo inconveniente en admitir la aseveración general de que los ordenados son los que deben regir la Barca de Pedro. Pero su acción va a hacer odiosa la verdadera doctrina sobre el tema. Nadie ha hecho más daño a la Biblia que Lutero. Nadie ha hecho más daño a la Tradición que Lefevbre. No se dan cuenta de que su decisión de saltarse todas las barreras será precisamente el mayor perjuicio que pueden hacer a sus propias posiciones. No están calibrando la distorsión que van a provocar en la verdadera doctrina, con su decisión de romper la comunión. Se van a echar al campo. Lo de Jerusalén es un terrible error. Regresen a sus diócesis. Mire, el mismo concilio bostoniano no tendría inconveniente alguno, en reconocer públicamente, de modo solemne, que el ejercicio de la potestad de jurisdicción en la Iglesia debería ir unido a la potestad de orden.
-No basta con que lo reconozcan. Hay que ponerlo ya de una vez en práctica.
-Verá –intervino un monseñor romano-, voy a llevar la cosa al extremo. Imaginen que todos los obispos del mundo se hubieran pasado a su lado de la mesa. Y que de este lado sólo estuviera el Papa y todos los laicos del mundo. ¿Piensa que eso cambiaría algo? La legitimidad seguiría estando a este lado de la mesa. Parece mentira que tenga que recordarle eso a un conservador como usted. Ya que ustedes llevan toda la reunión dale que dale con la tradición, pues que les quede claro que la Tradición, la tradición esencial, es que hay que estar unidos al Sucesor de Pedro. Eso sí que es esencial en la Tradición.
-No me va a impresionar. Lo que importa es la voluntad de Dios.
-¿El poder de las llaves no le dice nada?
-La voluntad de Dios es lo primero. Yo creo en el poder de las llaves tanto como usted, monseñor.
-¿Los dos creemos en esas llaves?
-¡Sí!
-¿Pues por qué no obedece al que las tiene?
-Yo le obedezco. Pero primero a Dios.
-O sea, que obedece, pero no obedece –exclamó el monseñor romano.
-Sí, explíquenos esto, porque no lo entendemos –le apoyó otro monseñor.
-¡Obedecemos!, pero siempre y cuando eso no vaya contra la voluntad de Dios.
-¿Y eso lo decide usted?
-Eso lo decide Dios. Lo ha decidido ya hace dos mil años. Yo sólo sigo el camino seguro, firme y ortodoxo.
-Dicho de otro modo, que usted siempre obedece, hasta que decide no obedecer. Usted obedece a Dios desobedeciendo a su representante en la tierra.
-Mire, no necesito que me den lecciones.
-Van a enfilar la Nave de la Iglesia hacia el pandemonium, y no necesita que le den lecciones. Por hacer la voluntad de Cristo, enfilan esa Barca de Cristo hacia unos desfiladeros de los que quién sabe cuándo saldremos.
-Si Dios quiere que la enfilemos hacia ahí, la enfilaremos.
-Aquí sólo hay un capitán.
-Sí, Nuestro Señor Jesucristo.
-Luego no reconocen la autoridad de Pedro.
-La reconocemos, pero antes hay que obedecer a Cristo.
-¿Se da cuenta de que eso es precisamente lo que han dicho todos los cismáticos que en la Iglesia han sido?
-Para nosotros Cristo es lo importante –el obispo cismático fue tan férreo en sus palabras como en su mirada.
-¿Y el poder que Jesús le entregó a Pedro?
-Cristo –y volvió a repetir esta palabra tres veces, sin pestañear, con lentitud, pronunciando cada una de las sílabas de ese nombre como si el nombre en sí fuera la respuesta definitiva.
-Cuando algún día usted ordene algo a sus fieles, quizá le contesten lo mismo que ahora usted me contesta a mí. Quizá ellos en vez de obedecer, le responderán: Cristo.
-Con la ayuda de Dios sabré ser un pastor fiel y recto, que se sepa ganar la obediencia de sus fieles.
-¿Y quién decide que usted es un pastor fiel y recto? ¿Los fieles?
El cardenal Williams observó que no avanzaban nada. Así que quiso retomar algún tema previo de encuentro para llegar a algún tipo de acuerdo. Así que dijo:
-Vamos a recapitular una lista de puntos en los que estamos de acuerdo. Vamos a ver, está claro que aceptan la autoridad del Romano Pontífice.
-La aceptamos en tanto en cuanto esté de acuerdo a la doctrina de Cristo.
El cardenal vio su lista obstaculizada en su mismo primer punto. Henry, conteniendo su disgusto, preguntó:
-¿Y quién decide si está o no de acuerdo?
-La verdad no la decide nadie.
-Miren, su comunión con Roma está pendiente de un hilo. A poco que se muevan, romperán definitivamente los ya débiles lazos que les unen con la Grey de Cristo. Les ofrecemos que acepten el acuerdo que les hemos propuesto antes. Luchen por sus posturas, pero dentro de la Iglesia, dentro de su ordenación jurídica. ¿Para qué salirse fuera? ¿Qué ganan con ello?
-Ésta es una cuestión de principios. Ustedes buscan ganar tiempo. Nosotros buscamos limpiar el rostro de la Esposa de Cristo.
-Mire, lo que ha dicho es ofensivo hacia todos los que estamos en este lado de la mesa. Nosotros queremos el bien de la Iglesia tanto como ustedes. Pero ustedes quieren romper la baraja, lanzarse al monte, lanzarse a una aventura que, permítame, ya ha sido intentada muchas veces en siglos pasados, sin éxito. Sólo van a producir daño.
-Entonces, dado que no vamos a tener éxito, ustedes no tienen de qué preocuparse –una sonrisa malévola apareció en el obispo disidente que había hablado.
-Insisto –dijo el cardenal en un último intento-, luchen por sus posiciones dentro de la Iglesia, pueden hablar en el Concilio. Digo hablar. Tengo autoridad para comprometerme a que no se someterá a votación su intervención ante la asamblea. Roma va, a partir de ahora, a formar una comisión con ustedes y estudiará cambios concretos que se pueden ir haciendo. Lo único que les pedimos es que desconvoquen ese sínodo. Podemos fácilmente llegar a un acuerdo de mínimos.
-No, eminencia, no. El sínodo sigue. Nosotros vamos a tomar medidas ya en nuestras diócesis. No vamos a esperar a ver qué resoluciones toma el Concilio Bostoniano. Si después quieren formar esa comisión, fantástico, muy bien. Pero el sínodo sigue. Por supuesto que ustedes firmarían un acuerdo de mínimos, si no hay ningún problema en la doctrina. Pero esto no se resuelve con un acuerdo sobre cuestiones teóricas, sino que se trata de una cuestión práctica. Ustedes produzcan hechos, realidades, y no hará falta firmar ningún documento. Además, siempre está sobre la mesa nuestra propuesta –y le mostró de nuevo el papel que había sacado al comienzo de la reunión-. Firmen que se comprometen a estas cincuenta y dos condiciones, y mañana el Sínodo de Jerusalén se clausura y cada obispo se va a su casa.
-Esa lista de condiciones son inaceptables –protestaron dos monseñores vaticanos-. Los poco más de medio centenar de obispos de su sínodo, no pueden pretender imponer toda la política de la Iglesia. Sus condiciones afectan a los futuros nombramientos de cardenales, a las designaciones episcopales, en definitiva, a todo.
-Pues lo sentimos. A ustedes les interesa cuanto antes que nuestro sínodo sea desconvocado. A nosotros nos interesa que el sínodo produzca decisiones concretas. Ha costado mucho esfuerzo reunir a tantos obispos.
El Cardenal Williams pasó revista mentalmente a reunión, mientras los otros hablaban. Habían comenzado con el firme propósito de conseguir algo concreto. No estaban allí para discutir de generalidades. El cisma, de hecho, ya se había producido. Era el momento de dar pasos concretos hacia el entendimiento. No era el momento de hacer un repaso teológico de tipo general. Pero tras más de dos horas de desencuentro, las dos comisiones habían caído en las arenas movedizas de lo genérico. Era difícil salir de allí. Henry había tratado de hablar poco en esa fase de reproches. Le interesaba jugar al poli bueno y al poli malo. Dejaba que los otros monseñores, sobre todo dos, ejercieran una cierta medida de dureza, para después él proponer una vía más moderada. Aparentemente moderada, pero que desde el principio era lo buscado por él.
Henry no quería levantarse sin haber logrado algo concreto, algún paso que facilitase un acercamiento. Propuso que las principales cabezas se trasladasen a Roma durante un par de semanas. Se crearía una comisión interdicasterial para ir analizando todo, punto por punto.
-Tengan por cierto de que por el hecho de trasladarse a Roma, no van a lograr lo que quieren –les explicó amablemente Henry-. Pero pueden dar por seguro de si se crea esa comisión interdicasterial, lograrán pasos concretos en la dirección que les complace.
Aquí se veía al gran Henry, al negociador nato, al diplomático exquisito. En aquel ajedrez eclesiástico, se dio cuenta de que dada la dureza de las posiciones, sólo podía aspirar a separar las cabezas de aquel sínodo del resto de los obispos, al menos dos semanas. Catorce días de conversaciones, de estancia física en Roma, tratados con cortesía, podían ablandar algo los corazones, ya que no las mentes. Henry sabía cuando podía conseguir algo y cuando no. De todas las propuestas, ésa era la única que resultaba factible en esas circunstancias. Como él siempre repetía a sus subalternos en Secretaría de Estado: Siempre hay que lograr algo, por poco que sea. No puede acabar un encuentro, como cuando uno se sentó a una mesa.
En un primer momento, los disidentes parecieron vacilar. Incluso pidieron retirarse a la habitación de al lado a deliberar un momento. Pero cuando llegaron, exigieron que para ello el Vaticano debía aceptar cinco condiciones de la lista. Sólo cinco, pero eran inaceptables. Las conversaciones continuaron. Pero si los monseñores vaticanos eran expertos negociadores, los otros eran unos predicadores inflexibles. Se lo estaban poniendo muy difícil. Al final, los disidentes se plantaron en esas cinco condiciones. Había en ello algo de orgullo. El orgullo de regresar a Jerusalén no como derrotados, sino como generales victoriosos. No querían retornar al sínodo como traidores, como obispos que habían cedido. Sino como atanasios inflexibles. Sus hermanos, los padres sinodales les habían prevenido mucho contra el poder de persuasión vaticano.
En mitad de todo, llegó un camarero con varios cinco tés, tres cafés y dos botellas de agua. Henry carraspeó ostensiblemente a un obispo disidente, clavándole una mirada durísima. Mientras el camarero estuviera allí poniendo las botellas sobre la mesa, no había que decir nada que no se quisiera que se escuchase fuera de esa sala.
Nunca hay que fiarse de los camareros. Cuando salió y la puerta se cerró, Henry hizo un gesto para que continuase.
Pero bastó media hora más, para que los monseñores se dieran cuenta de que no tenía sentido seguir discutiendo. Estaban tan lejos de acercar posiciones como al principio de la reunión. Los monseñores del Vaticano se miraron. En silencio, entendieron que estaban de acuerdo: no tenía sentido prolongar el encuentro. Así que Henry, jefe de la comisión romana, poniendo el gesto del que tiene verdadera autoridad les mostró con además solemne su propia hoja de propuestas y acabó con un desalentado:
-¿No van a aceptar, al menos, ninguna de las diez condiciones que hay en esta hoja?
Los obispos negaron con la cabeza.
-Muy bien -concluyó el Secretario de Estado-, de acuerdo. Pero que sepan que mañana por la mañana partiremos para Roma, y que antes de un mes el documento para la excomunión de todos ustedes, estará sobre la mesa del Sumo Pontífice. La última advertencia pontificia fue la de la semana pasada, y ya no habrá más.
-Seguiremos adelante –reafirmó uno de los obispos disidentes.
-¿No nos darán un tiempo de espera, como hicieron con los lefevbrianos? –preguntó otro obispo rebelde. Lo preguntó sinceramente, creyendo que todavía tenían tiempo antes de una censura eclesiástica.
-La firma del documento depende del Santo Padre –le contestó el cardenal que ya iba metiendo sus objetos dentro de su maletín-. Pero esta vez tiene el máximo interés en que la verdad quede clara cuanto antes. No le digo esto porque me lo imagine. He hablado con él. Y no, no habrá un tiempo de espera. Desde luego antes de Navidad, este asunto quedará resuelto. O con la unión o con la expulsión. Estamos barajando la fecha del 10 de diciembre.
-Perdone –dijo con cara de asco uno de los disidentes-, pero me admira con qué benevolencia tratan a unos, y con qué rigor e inflexibilidad tratan a otros.
-Lo siento, no se puede convocar un sínodo durante un concilio ecuménico, y no esperar la más rotunda y rigurosa de las respuestas. Además, la minoría más liberal de la parte más progresista de los padres conciliares ha dejado claro que si no hay una respuesta clara de Roma hacia ustedes, ellos no descartan convocar otro sínodo, su sínodo. Se trata de una mera amenaza. Pero no debe ser minimizada.
-¡Los extremistas de ese lado son muy poco!
-Cuatro gatos –asintió otro indignado.
-Afortunadamente son muy pocos –continuó Henry no como negociador, sino en su papel de autoridad cardenalicia-, pero Roma quiere dejar claro que la comunión es algo sagrado. Así que sus excelencias pueden esperar la más dura de las reacciones. El tiempo de pactar algo acababa hoy. A partir de mañana, ustedes serán los que tengan que venir a Roma y llamar a la puerta, para ser escuchados. Y aun eso, durante un par de semanas. Después, Roma dejará claro que ustedes no son parte de la Iglesia. Una vez que hayamos dejado claras las cosas, entonces, sí, podremos volver a sentarnos y discutir qué hacer para que ustedes retornen al seno de la Iglesia.
La noticia de que la reacción de Roma iba a ser rápida y en forma de excomunión, produjo impacto en los nueve obispos disidentes. Los nueve esperaban un tiempo de negociaciones, esperaban que se les considerase obispos disconformes, pero no que se les excomulgase.
-¿Me imagino –preguntó tímidamente uno de los disidentes- que si se nos excomulga, se nombrará a nuevos obispos para nuestras diócesis?
-De eso no tenga la menor duda –le respondió el cardenal-, la menor duda. Ese punto ya está hablado con el Santo Padre.
-¿Se da cuenta del increíble embrollo que se formará en una diócesis con dos obispos, uno el excomulgado y otro el enviado por el Papa? –preguntó airado uno de los obispos rebeldes.
-Ustedes lo habrán querido. Serán ustedes los que tendrán que lidiar con esos problemas en sus diócesis –le contestó con toda frialdad el cardenal-. Lo que no piense ni por asomo es que les vamos a dejar que disfruten tranquilamente de sus diócesis. No vamos a permitir que un obispo que está fuera de la comunión nos critique, nos descalifique, llame a la división, y que resida tan feliz en su palacio episcopal.
-De acuerdo, si perdemos nuestros rebaños, que así sea.
-Jurídicamente, con un nuevo obispo en la diócesis, perderán sus catedrales, sus residencias, todo. Eso sí, siempre les quedará un grupo de incondicionales –añadió con suavidad un monseñor romano.
-Pues que así sea –concluyó con orgullo uno de los disidentes.
-Usted lo ha dicho, excelencia, que así sea –concluyó el cardenal que ya había recogido sus papeles y estaba a punto de cerrar su maletín.
Los que estaban a su lado también habían comenzado a recoger sus cosas. Al otro lado de la mesa reinaba una cierta estupefacción, y por eso tardaron unos segundos en reaccionar, y en comenzar a recoger sus cosas. Esperaban ellos que el Vaticano les hubiera ofrecido más. Creían que se sentaban a la mesa a negociar y que podían permitirse el lujo de ser duros, que Roma estaría deseosa de conceder algo con tal de mantener la paz. Por un momento los obispos rebeldes tuvieron la sensación de que deberían haber pedido menos. Aunque ellos no debían olvidar (y no lo habían hecho) que ellos eran los más moderados, por eso les habían enviado a ellos. En Jerusalén varias cabezas mitradas se mostraban contrarias a toda cesión. Pero ahora las conversaciones quedaban rotas de forma definitiva. Ya no importaban los matices. Lo que viniera de Roma, vendría sobre todos los padres del sínodo, moderados y extremistas. Sólo quedaba esperar.
Mientras recogían las últimas cosas, un monseñor romano les preguntó:
-¿No temen el juicio de Dios?
-No –respondió uno de ellos.
-Es su eternidad la que está en juego –insistió el monseñor romano.
-Yo lucho por Dios.
-Nosotros también –dijo otro monseñor del Vaticano.
-Alguno debe estar, entonces, equivocado –concluyó con energía uno de los disidentes.
-No hay duda. Y alguno será reprendido por Dios –dijo el cardenal-. Como ha dicho monseñor Tuangny, la eternidad de alguien está en juego. Es el Papa el que les va a excomulgar a ustedes, no ustedes al Papa. Van a ser separados del Cuerpo Místico de Cristo, de la Barca de Salvación, ¿y no temen? Es triste condenarse por amor al placer y al dinero, pero más triste es condenarse creyendo defender la Tradición.
-Fíjese si estoy seguro de mi postura que estoy arriesgando mi salvación por los siglos de los siglos –aseveró inconmovible uno de los disidentes.
-Nos veremos algún día ante el Juez y Él decidirá.
-A su juicio nos sometemos –concluyó uno de los rebeldes con emoción y un brillo de esperanza en sus ojos.
Monseñor Philips de la Congregación para la Doctrina de la Fe añadió una pregunta ya con su maletín en la mano:
-¿Pero están seguros de que les seguirán todos? Me refiero a que pueden sufrir muchas defecciones.
-Nosotros no miramos el número. La verdad nunca se fija en el número. Podemos ordenar obispos. No sólo podemos nombrar sustitutos de los que nos abandonen, sino que hasta tenemos la capacidad de nombrar obispos para cada una de las diócesis del mundo. Es más, tal vez vamos a tener el deber moral de hacerlo. Sí, efectivamente, quizá ése sea nuestro deber.
-¿Se dan cuenta del marasmo en el que van a hundir a la Iglesia?
-Las situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas. Hace una hora han dicho ustedes que éramos menos de un centenar de obispos frente al resto. Están equivocados. En un mes, podemos constituir un colegio episcopal exactamente igual en número al que ustedes los curiales están defendiendo. Quizá pronto hasta habrá otra Curia como la de ustedes. ¿Ante los ojos de la gente ustedes serán la Curia verdadera?
-Es más -intervino otro obispo disidente-, ahora cuentan ustedes con el apoyo de Clemente XV. ¿Pero qué pasaría si, Dios no lo quiera, falleciera? En caso de sede vacante, ¿cuál de los dos colegios episcopales sería el garante de la legitimidad, ante los ojos de la gente?
Los curiales se retiraron despidiéndose fríamente. Para ellos la reunión había logrado, al menos, los objetivos mínimos. Por un lado, conocer hasta donde estaban dispuestos a llegar los componentes de la parte más moderada de los disidentes. Quedaba patente que hasta el final. Por otra parte, el otro objetivo de la reunión era dejarles claro que Roma no iba a ceder, y que pendía sobre ellos la máxima censura eclesiástica. Si había que hacer ese viaje para que tuvieran la certeza de que eso era así, había valido la pena. Asímismo, los representantes de los reunidos en Jerusalén consideraron que, en cierto modo, habían cumplido su objetivo también. También ellos les habían manifestado abiertamente a los curiales, que los obispos del sínodo no se iban a limitar a dar discursos, sino que consideraban que había llegado el momento de pasar a la acción. Los unos amenazaban con la excomunión, los otros con ordenaciones masivas. Se aproximaba una tempestad eclesial.


Aquella noche
Después de la cena, todavía en Atenas, el cardenal Williams antes de echarse a dormir, se sentó en el butacón de su habitación de hotel. Podía haberse alojado en nunciatura. Pero estaba lejos. Prefería quedarse en el mismo hotel donde había tenido lugar la reunión y no perder tiempo en desplazamientos. Sus acompañantes habían regresado esa misma tarde a Roma. Sólo dos monseñores se habían quedado con él para hacer una pequeña gestión al día siguiente. No estaban ahora en el hotel, porque habían salido a dar una vuelta. Le hubiera gustado ponerse un traje discreto y darse una paseo por el centro de Atenas, como un turista más. Pero Henry estaba cansado y no le apeteció moverse de su habitación.
Tomó el periódico y lo leyó un rato. Estaba tranquilo. Distraído, durante la lectura, fue a tomar algunos caramelos de un pequeño recipiente de cristal que había sobre la mesilla. Los revolvió, comprobando que eran caramelos vulgares. Ni siquiera había uno de los blandos que le gustaban. Se levantó. Menos mal que en la maleta llevaba una bolsita de bolas blandas de regaliz negro con trocitos de pistacho. Regresó a la cama, donde siguió leyendo editoriales, hojeó noticias y consultó, en vano, el menú del servicio de habitaciones; ya había cenado. Había pasado todo el día tratando de evitar un cisma, en realidad llevaba varios días empeñado en esa tarea al 100%. Pero cualquiera que le hubiera visto relajado leyendo el periódico, hubiera percibido que Henry estaba tan fresco y tan sereno, como si hubiera estado todo el día paseando por el parque o visitando un museo. Era su trabajo, estaba acostumbrado. Y aunque ésta fuera una situación excepcional, sabía desconectar de sus ocupaciones.
La preocupación que había tenido unos días antes en Nueva York, había sido una excepción. Pero él nunca daba vueltas a los problemas de su despacho fuera de sus horas de trabajo. Lo cierto es que, en su caso, si se hubiera implicado emocionalmente con los problemas que pasaban entre sus manos, la presión hubiera acabado con él bastantes años antes. Desde hacía quince años, estaba ocupado en problemas de gran importancia. Pero para él aquello era una ocupación, no una cuestión personal. Por eso mantenía la calma. Su estabilidad de ánimo y su frialdad de juicio destacaban en él de un modo sobresaliente. Tal vez por eso había llegado a Secretario de Estado del Vaticano.
Se levantó del sillón para mirar por el balcón, hacia aquellas luces ámbar de la ciudad, sin ni siquiera acordarse de que lo que aquella mañana había tratado de evitar, era ni más ni menos que una fractura de la Iglesia. En momentos como aquél, desde el balcón, lo que sentía era tener que ir de aquí para allá continuamente. El oficio le obligaba a subirse de un avión a otro. En el fondo era un nómada, como Abraham. Un trashumante del siglo XXI. No tenía tienda de campaña, pero había conocido tantas habitaciones de hotel, tantas camas de las legaciones diplomáticas vaticanas.
Hasta ese balcón llegaba el ruido del tráfico de las calles. Desde allí se veían tan pequeñas las farolas y los peatones. La Acrópolis iluminada resplandecía con un tono ligeramente anaranjado que le confería calidez. San Pablo había estado en esta ciudad. ¿Habría subido a la montaña de la Acrópolis? ¿O sus escrúpulos judaicos le habrían hecho considerar a ese lugar impuro y sólo habría ido directamente al Areópago sin desviarse, sin sentir atracción por las construcciones idolátricas por bellas que fueran? La Acrópolis lucía preciosa. Ése era uno de los lugares donde había nacido la civilización occidental, la cual después había dominado el mundo. Siglos después del pobre viajero llamado Pablo, esa pensamiento griego se había hibridado para siempre con el cristianismo. A veces había resultado difícil distinguir dónde acababa la vieja civilización y dónde empezaba el nuevo culto. Ambas se habían identificado de un modo admirable, beneficiándose ambas, formando una magnífica e inevitable fusión.
Suena el teléfono. Era de la conserjería para preguntarle si deseaba que le subieran alguna cosa por cuenta del hotel. Henry declinó la amabilidad. Era evidente que el gerente se había dado cuenta de quién era él. Nadie en Atenas lo sabía. Si los diplomáticos residentes en la ciudad hubieran sabido que estaba allí, su secretario en Roma hubiera recibido más de una decena de llamadas para invitarle a cenar en las embajadas. Aun así, su visita a esas horas no debía haber pasado desapercibida para el servicio secreto griego. En la frugal cena del hotel con el resto de monseñores, había notado la presencia de varios guardaespaldas discretamente colocados en puntos estratégicos.
Ningún gobierno quiere que el nº 2 del Vaticano tenga ningún problema de seguridad mientras está en territorio nacional. Sería una mala propaganda en la prensa internacional de todo el mundo, que alguien así sufriese un atraco, mucho peor un secuestro. Cualquier Estado comprende que después tendría que gastar muchos más recursos en tratar de arreglar la situación. Era preferible proteger al sujeto sin ser notados. A base de tantos años, Henry detectaba la presencia de este tipo de agentes, bien entrenados en el arte de pasar desapercibidos, atentos y efectivos. Unas veces eran los agentes de aduanas los que al pasar el pasaporte por el ordenador, sabían que un pez verdaderamente gordo iba a atravesar la frontera, y un agente de la policía aeroportuaria de paisano ya le seguía desde ese momento. Otras veces, sin duda, era el mismo servicio de seguridad vaticano el que llamaba al Ministerio del Interior para evitar peligros, si consideraban que en ese país podía existir algún riesgo por pequeño que fuera.
Tras la cena, y a pesar de que le venía bien hacer ejercicio y andar un rato, no había querido salir un rato por el centro de la ciudad con los otros dos monseñores. Tenía ganas de descansar en su habitación. En cualquier hotel se encontraba tan a gusto como en el salón de su casa. A gusto y seguro. Al dejar el restaurante para dirigirse a su habitación, su ojo experimentado percibió que dos hombres de los que ocasionalmente subieron al ascensor, no habían tomado ese ascensor tan ocasionalmente como parecía. Este tipo de detalles le hacían sentir un cosquilleo interno, una especie de orgullo oculto. No consentía en ese pecado, pero tampoco lo combatía en exceso. Hubiera tenido que ser de piedra, para no sentir algo parecido a una leve caricia de vanagloria. Este tipo de pensamientos nada edificantes, eran los que le ocupaban cuando decidió salir al balcón a mirar el paisaje del centro de Atenas.
Apoyado en aquel balcón, desde la altura del piso veinte, en vano buscó un barrio de torres y techos de teja del casco antiguo. Si había existido un centro histórico, había desparecido. Los edificios eran modernos. Al menos, la Acrópolis resarcía esa carencia con su esplendor. Sus ojos se fijaban en los cipreses del monte, en sus laderas. Aunque su mente más bien oteaba el futuro de la Iglesia. Cada acto, cada decisión, implicaban consecuencias. Consecuencias que podían durar siglos. Un pequeño reino como el de Inglaterra un año puso rumbo opuesto al de Roma, y todo el futuro imperio británico un día sería evangelizado por anglicanos. Un pequeño reino que era una isla, una isla verdaderamente medieval a pesar de estar en pleno Renacimiento, levantó amarras del puerto de la comunión católica, y la Historia cambió. Si esa pequeña isla hubiera permanecido en el catolicismo, todos los Estados Unidos, Canadá, Australia y tantos países de África hubieran sido enteramente católicos. Con reuniones como la de esa jornada, es lógico que los monseñores que le acompañaban, ese día no pudieran dormir bien. ¿Quién podría dormir recordando que quizá uno pudiera haber hecho más? Pero Henry no. Él era de otra pasta. Volvió dentro de la habitación.
Se lavó los dientes. Durante la operación, por su mente no pasó ni un solo pensamiento eclesiástico. Se dirigió hacia el sillón de la habitación. Al apartar el mando a distancia de la mesilla, para dejar allí el periódico, se miró la mano. El envés de la mano mostraba muchas pecas y manchas propias de la edad. Por esa mano habían pasado y pasaban tantos temas de trascendencia: fracturas de la Iglesia, proyectos arquitectónicos del papado, documentos reservados, escándalos ignominiosos. Henry era consciente de que él brillaría por un tiempo en el firmamento eclesiástico. Después su luz se apagaría y volvería a la tierra, al polvo, al polvo de un sepulcro. Su nombre tornaría a la oscuridad. Había que tomarse todo con serenidad.
¿Cómo irían los proyectos de los planos de construcción del Esquilino? ¿Nombrarían cardenal a Korzeniowski? ¿Apoyaría las dudosas tesis morales de Hinojosa? Por un momento, justo al dejar el periódico, pasaron por su cabeza, como una ráfaga, tres, cinco, asuntos de su trabajo. Asuntos serios como cuál sería el sentido de su voto en una reunión del próximo jueves. Una reunión de la Congregación para la Doctrina de la Fe, donde se debía decidir la retirada definitiva del permiso de enseñar a un famoso profesor de Sagrada Escritura. Eran decisiones que cambiaban para siempre la vida del interesado. Decisiones que suponían que ese ser humano tuviera que abandonar el puesto de trabajo que había tenido durante treinta años, que tuviese que abandonar su vivienda en la universidad. Pero Henry fue fuerte: no quería pensar en nada del trabajo. Era su momento de descanso. No iba a admitir ningún pensamiento intruso. Escuchó algunas noticias en la CNN, hasta que notó que el sueño le cerraba los ojos.
El cardenal con toda calma tomó su breviario y se dispuso a rezar sus últimas oraciones. Después, hizo examen de conciencia, se puso su pijama, se arrodilló para rezar tres avemarías, se acostó y apagó las luces. Un día más había acabado. Un día más de una Historia que ya duraba más de dos mil años. Una Historia que comenzaba con las palabras: Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham...
La luz ya estaba apagada. El cardenal cerró los ojos y se arrebujó en su lecho. De pronto se acordó de que su sobrinita Helen le había pedido una miniatura del Partenón. Tío, si algún día vas a Atenas, ¿me traerás un Partenón pequeñito?, le pidió con tono mimoso la pequeña pecosa de coletas rubias. Te lo prometo, le había respondido con voz melosa su tío. Henry encendió la luz, tomó el móvil que tenía en la mesilla, marcó el número de Monseñor Carlo María.
-Hola, Carlo, ¿estás todavía en el centro? Perfecto. Por favor, mira a ver qué está abierto. Necesito una reproducción del Partenón. Que no sea de grandes dimensiones. Un souvenir. Me da lo mismo. Mármol, cerámica o pasta. Gracias. Espera, no. He visto uno muy gracioso, rosa. Fabricado de una pasta blanda. Sí, ése le encantará. Nos vemos en el desayuno.
Henry dejó el teléfono de nuevo en la mesilla. A su mente le vino el pensamiento de cuántos obispos se hubieran puesto nerviosos ante una llamada de monseñor Carlo María de la Secretaría de Estado. Mientras que él podía llamarle, para pedirle que comprara un recuerdo para su sobrina. No orgullo en este pensamiento, simplemente le vino a la mente. Salió de la cama a por una crema. Le dolía la zona lumbar. Tenía que hacer más ejercicio. Tantos asuntos se habían acumulado, tantas horas sentado en el avión. Se puso un poco de Calmatel. Antes de dejar la pomada en su maleta, leyó la letra pequeña del envase: piketoprofeno 1,8 gramos por cada
100 gramos. El cardenal había conservado un aspecto casi atlético. Pero las pequeñas goteras de la edad, comenzaban a aparecer en el tejado de su vida. Menos mal que los problemas no le habían envejecido.
Tantos problemas. Tantos cabos desatados que había que ir atando pacientemente, reconduciendo con la habilidad de los dedos cuidadosos de un relojero. Pensó lo distinta que habría sido la Historia si aquel Papa polaco no hubiera sido asesinado en la Plaza de San Pedro. Juan Pablo II pareció albergar deseos de encauzar los excesos del postconcilio. Ya nunca se sabría. Una bala cambió el curso de la Historia de la Iglesia. Pero hubiera llegado a ser lo que hubiera llegado a ser aquel pontificatus interruptus, lo cierto es que su inmediato sucesor, Juan Pablo III, siguió completamente la línea de experimentación y laissez faire de Juan XXIII y Pablo VI. Y si Juan Pablo III fue un Papa de ideas modernas, Pablo VII fue más alla y abrió todas las compuertas cerradas a la innovación. Fruto de todos estos vientos de diálogo con la modernidad, fue el Vaticano III. Muy breve, un año tan solo. Algunos historiadores han dicho que más que un concilio, fue un prólogo. Un verdadero preludio de lo que vendría después.
Pero han bastado cuarenta años desde la clausura del Vaticano III, para que hasta los obispos más impulsores de la renovación se aperciban de que la acumulación de tensiones en las estructuras del edificio eclesial, comenzaban a ser insostenibles. El Papa les dio la razón y les concedió en el año 2028, tal como pedía la mayoría, un concilio ecuménico para ser celebrado al año siguiente. Si el anterior concilio había sido convocado para renovar. Éste debía poner orden. Hablemos entre todos, para poner orden, ése fue el espíritu que movió a las grandes cabezas del orbe católico. Aun así, para los cismáticos, había llegado tarde el remedio.
Todo esto venía a la cabeza de Henry, como una especie de río de recuerdos e ideas desconexas, pero que formaban una cierta continuidad. El viejo monseñor de la Secretaría de Estado siempre desconectaba muy bien. Pero esa noche los asuntos eclesiásticos estaban tardando en desvanecerse de su mente. Los últimos pensamientos fueron para el partenón que iba a regalar a su sobrina. Esperaba que Carlo María le comprase exactamente el modelo que le había explicado. Ése y no otro. El modelo de partenón blando. Carlo María era muy bueno para los grandes asuntos de la Secretaría de Estado. Pero un desastre para los pequeños encargos. Le he repetido varias veces que quería un partenón, y es capaz de llegar con un Hello Kitty.

jueves, 30 de octubre de 2014

Fragmento 1 de "Torres Góticas": 'Bajo el cálido sol de Jerusalén'.


Más que tratar del tema de amputarse de la Iglesia para llevar a cabo sus caprichos en son de soberbia bajo el halo de búsqueda de la verdadera fe.
Es un día que se recuerda con sentimientos: unos con alegría tras separarse de la Iglesia de Cristo como si fuera lo mejor de la vida (no me sentiría feliz si siendo un sarmiento me cortan de la vida, porque moriría). Y otros, lo vivimos con reflexión. Es algo que me apena, pues Lutero hubiera buscado otro camino, el de la obediencia en vez de la soberbia. San Francisco de Asís también vio la corrupción de hombres de la Iglesia, y la reformó desde dentro y no fuera de ella. Y hasta Lutero también hubiera sido un santo si hubiera permanecido obediente y hubiera rechazado la tentación del Diablo con su propuesta de las 95 Tesis. Sí, el Diablo solo busca la división lo que Dios busca unir a través del amor.
Por esta vez, en tres publicaciones, publicaré fragmentos del texto "Torres Góticas" del P. Fortea. Una novela en clave de ficción futurista y eclesiológica en el que la Iglesia tomó otro rumbo tras la hipotética muerte de Juan Pablo II en el atentado provocado por Alí Agca, con otra Iglesia que tiene otros Papas y otros caminos. Cuenta las peripecias y vivencias del Cardenal Henry Williams, Secretario de Estado del Vaticano, y sus compromisos en medio del Tercer Concilio Vaticano (o Concilio Bostoniano) y el Cisma Romano (una especie de Lefebvrismo pero de este siglo, en el que se oponen al Concilio Bostoniano y advierten que es una desviación del Concilio Vaticano II).
En los fragmentos de esta novela saquen sus propias conclusiones.


8 de noviembre de 2029.

<<Sesenta y tres obispos reunidos en la Basílica del Santo Sepulcro, escuchaban el discurso inicial del patriarca de rito latino de Jerusalén. El patriarca había comenzado con estas palabras:
"Estimados hermanos en el episcopado. Nos hemos reunido en este santo templo para deliberar acerca de lo que debemos hacer para devolver a la Iglesia a su estado primitivo. La Iglesia yace bajo el poder de los laicos. Urge, nos apremia, es un deber, reorganizar la distribución interna de las fuerzas eclesiales.
Hay que tornar a recolocar las cosas en su sitio natural. Desde aquí, llamamos a todos los pastores de almas a retomar las sagradas funciones que les fueron conferidas en la ordenación. Debemos proceder en cada diócesis, en cada vicaría, en cada arciprestazgo, en cada parroquia, a recordar que el pastoreo de la grey ha sido encomendado exclusivamente a los clérigos.
Dado que las cosas han llegado demasiado lejos, somos muy conscientes de que las ovejas descarriadas y ensoberbecidas, envenenadas por las nuevas doctrinas, no van a dejarse guiar dócilmente al recto y derecho camino de la obediencia. Así que urgimos a los obispos a conminar a sus fieles a la obediencia, y a no tener temor a expulsar del rebaño a aquellos que osen poner en duda su autoridad como verdaderos, auténticos y únicos pastores de la Iglesia de Dios. No sólo hacemos un llamamiento universal a esta tarea, sino que, además, en los próximos días, los hermanos aquí congregados deliberaremos acerca de las medidas que debemos tomar en orden a devolver las cosas a su estado primitivo.
No desconocemos que hermanos nuestros en el episcopado se hayan reunidos en el Concilio Bostoniano. Pero si ellos han decidido acudir a esa asamblea, nada nos impide a nosotros convocar este sínodo. Si ellos se pueden reunir, también nosotros nos podemos reunir para hablar, para deliberar, para ver qué se puede hacer. Hay una diferencia entre ambas reuniones. Allí se reúnen obispos y laicos. Aquí nos reunimos sólo obispos. Invitamos a todos aquellos obispos de la Iglesia Católica a que vengan y se reúnan con nosotros en nuestras deliberaciones. Todos serán bienvenidos. Y entre todos los sucesores de los Apóstoles y sólo entre los sucesores de los Apóstoles, tomaremos las decisiones que creamos más adecuadas para el gobierno de nuestras diócesis".
Los aplausos de los sesenta y tres obispos presentes resonaron bajo las cúpulas y bóvedas de la venerable basílica. Las palabras del patriarca les habían parecido contundentes, firmes pero serenas. Los aplausos seguían sin parar. Duraron un minuto entero. Bien que lo vieron en Roma. Las pantallas de televisión les traían esas imágenes a sus despachos. Algunos canales de noticias ofrecieron resúmenes del discurso, explicando de qué se trataba. Varios portales de Internet retransmitieron íntegramente el evento en directo. Para los monseñores romanos ver aquello era como estar allí. Lo que sucediera en esa vetusta iglesia hierosolimitana, tenía una trascendencia mundial. El minuto de aplausos se les hizo eterno a los prefectos de los dicasterios que sentados en las distintas congregaciones romanas, observaban con todo detalle la escena. El Vaticano no tuvo más remedio que aceptar con sumo disgusto, que el patriarca de Jerusalén se encontrara entre los disidentes. Resultaba evidente que su sede resultaba particularmente simbólica.
De todas maneras, aunque el enérgico patriarca fuera escogido para pronunciar el discurso inicial, él no era una de las cabezas de la rebelión. Es más, los informes de la Congregación de Obispos indicaban que se trataba de un hombre bastante mediocre, un hombre mediocre a la cabeza de una diócesis de treinta y dos mil fieles. Sin embargo, se trataba de Jerusalén. Aquel prelado sólo era la cabeza de una comunidad de pocas decenas de miles de fieles, pero a su derecha estaba el arzobispo de Kioto que gobernaba una diócesis de dos millones de fieles. A su izquierda el arzobispo de Adelaida era otra de las cabezas de la disidencia. En cualquier caso, aunque en los dicasterios analizaron una y otra vez, el peso e influencia de los grandes arzobispos presentes en Jerusalén, la entera escena de los sesenta y tres obispos sentados frente al habitáculo del Santo Sepulcro, constituía una imagen extraordinariamente incómoda. Y que, evidentemente, se iba a repetir durante días y días en los medios. El patriarca pasó a ser la cabeza visible de esa disidencia, siempre acompañado en sus intervenciones por los arzobispos de Kioto y Adelaida, que eran los pesos pesados del grupo de los disconformes. Afortunadamente, el resto de los obispos gobernaban diócesis pequeñas o muy pequeñas.
Aquella escena, abundantemente aireada en los informativos de ese día, contenía un mensaje muy claro: esos obispos querían fundar de nuevo. Afortunadamente, esas medianías que ansiaban retornar a los orígenes, no contaban con líderes claros. Las tres cabezas más visibles, eran sobresalientes, pero no aceptadas por todos. El desarrollo y conclusiones que pudiera producir el sínodo, tampoco presentaban un curso todavía muy definido. Discutir acerca de la situación de la Iglesia, redactar quizá una declaración, poca cosa más. El Vaticano confiaba en que las cosas no fueran más allá, por lo menos en ese primer paso, que había sido ese sínodo ilícitamente convocado. Pero, aun así, la imagen poseía un gran impacto: Jerusalén frente a Roma, el poder apostólico establecido en la ciudad sagrada frente al poder de las llaves establecido en la ciudad de la Curia. No podían haber escogido nada más simbólicamente incómodo para la autoridad papal. Pero como comentaron por los pasillos vaticanos: ya se sabe, los cismáticos dan el golpe donde más duele. De todas las infinitas opciones que tienen a su elección, siempre asestan el golpe justo en el lugar donde menos lo deseas, repetían. Los rebeldes tenían decidido que aunque el Patriarca Latino de Jerusalén, finalmente, no se hubiera unido a ellos, hubieran convocado el sínodo en esa ciudad. Pues eran conscientes de que ésta iba a ser no sólo una guerra teológica, sino también mediática.
Desgraciadamente, a pesar de esta falta de agenda inicial en la reunión de Jerusalén, las posturas de los grupos integrantes del sínodo en los días siguientes fueron radicalizándose. La idea de una nueva fundación de la Iglesia iba haciéndose cada vez más aceptable. Pronto se vio que las conclusiones del sínodo no serían meramente teóricas. El Cardenal Williams, el Cardenal Secretario de Estado, desde las frías y nevadas tierras de Massachussets, desde otra casa provincial con sus chimeneas humeantes, sabía muy bien las consecuencias terribles de la tormenta eclesial que se forjaba en aquel monasterio soleado y rodeado de palmeras en el que se hospedaban a las afueras de Jerusalén. Allí discutían los sesenta y tres obispos rebeldes. Sabedores de que sus decisiones podían afectar a la Iglesia durante generaciones.
El Cardenal Henry Williams mirando por la ventana al ancho río Charles cubierto de nieblas, pensaba una y otra vez en aquella cálida tierra a casi diez mil kilómetros. Frío gélido, nieve, luz mortecina entre la bruma, casitas de madera con techos inclinados, frente a una tierra en la que un sol brillante reina, polvo, tierra seca, casas rectangulares de gente que protege sus ojos de la luz intensa. Dos mundos completamente diversos. Henry paseaba por su habitación, preocupado. Era la hora del almuerzo. Descendió las escaleras camino del comedor. Un cisma puede desaparecer enseguida o consolidarse y permanecer durante siglos. ¿Qué es lo que hace que unos cismas se hundan y desaparezcan en las aguas de la Historia, y otros se enquisten y nos acompañen durante siglos? Aquella misma tarde tomaba el primer vuelo hacia Roma>>.